¿Memoria o cortina de humo?

En los tiempos antiguos, tiranos, emperadores y reyes encargaban su biografía a un amanuense sumiso y le exigían el mejor perfil. El reverente escribano adornaba los momentos bélicos del reinado con anécdotas de remotos héroes. Maquillaba los gestos más brutales o groseros con material narrativo procedente de las vidas de santos. Y amenizaba la vida familiar y cortesana del monarca con sucesos legendarios. A los reyes absolutos y a los antiguos tiranos, no les bastaba con mandar sobre las vidas y las haciendas de los súbditos. Querían domesticar la memoria histórica. Bajo esta obscena pretensión fueron escritas obras horribles, sin gracia literaria alguna, llenas de mentiras y falsas heroicidades, que los historiadores consultan con suma reticencia. Aunque, ciertamente, algunas de estas obras, siendo históricamente falsas, están escritas con extraordinario encanto. Tal es el caso de La Eneida,verdadera síntesis épica y lírica del Mediterráneo antiguo, deliciosamente escrita por Virgilio para justificar, enaltecer y mitificar al emperador Augusto.

Una de las anécdotas más entrañables, más aparentemente cándidas, de manipulación de la historia desde el poder aparece en el Libre dels feyts (libro de los hechos), la crónica medieval del rey Jaume I. Allí se cuenta que, durante la conquista de Valencia, el ejército catalano-aragonés se establece en un campamento para pasar el invierno. Llegada la primavera, el rey manda levantar las tiendas a fin de reanudar su marcha. Al observar, sin embargo, que unas golondrinas han instalado el nido encima de su tienda, ordena a los soldados que no la desmonten a fin de salvar a las pequeñas crías. Se dirigía el rey Jaume a sangre y fuego contra un territorio que no le pertenecía, pero tuvo la coquetería de presentarse ante la posteridad como un alma sensible amante de los pajaritos.

Siglos más tarde, en la España imperial, los monarcas absolutos se servían de un mecanismo más expeditivo: la Inquisición, que aseguraba la limpieza de sangre y de bibliotecas, auscultando los comportamientos, gobernando hasta el más mínimo detalle las palabras, las obras e incluso las conciencias de muchas generaciones. Hitler perfeccionó este sistema con las siniestras SS y desarrolló, paralelamente, el primer gran ministerio de propaganda del Estado moderno, una de cuyas funciones era inventar supuestos abusos judíos para desprestigiarlos y allanar el terreno de la solución final. Stalin, que no le iba a la zaga, destacó en el campo del control de la imagen: cuando un personaje del régimen comunista caía en desgracia, ordenaba borrarlo de las fotografías para eliminarlo no sólo del presente y el futuro, sino también del pasado.

No tendríamos que haberlo olvidado: la memoria histórica fue un invento de arcaicos regímenes absolutos o de modernos sistemas totalitarios. La memoria histórica nació porque a los poderes omnímodos no les bastaba con gobernar su presente con mano de hierro: tenían la presunción de gobernar las mentes de futuras generaciones.

Dejando a un lado este principal defecto de origen, que avisa de la peligrosa pretensión de establecer una visión política del pasado, existen otros defectos que enturbian la ley pactada. El más importante de ellos es el contexto de la presente legislatura. El PP perdió el poder de manera traumática, como es bien sabido. La catarsis del 11-M no quita ni un ápice de legitimidad a la victoria de Rodríguez Zapatero. Ni un ápice. Pero es obvio que, en tales circunstancias, y desde la superioridad moral del que cita en su primera comparecencia al abuelo republicano asesinado, Zapatero no estaba en condiciones de consensuar la historia de nuestro triste pasado. No era razonable exigir a un PP perdedor y aislado que otorgara, a modo de postre, la razón moral al presidente. El encastillamiento defensivo del PP era previsible, lo que permite plantear el siguiente juicio de intención: ¿lo que se buscaba con esta ley era honrar a víctimas, perdedores y represaliados del franquismo o tender una trampa al PP?

La verdadera reconciliación histórica consistiría en el reconocimiento de las propias culpas, no de los mitos propios. Que las izquierdas tuvieran el coraje de condenar sin tapujos, solemnemente, los bárbaros excesos cometidos en el bando republicano durante la guerra y reconocieran los orígenes totalitarios de algunas de sus corrientes. Y que el PP condenara el franquismo, por dictatorial y cruel, y honrara y dignificara la memoria de las víctimas de aquel sistema que condenó a media España al exilio, la represión, el paredón o el silencio. Es el doble gesto que le falta a nuestra democracia para culminar la transición.

Estas polémicas son muy útiles para disimular las carencias. Ante la incapacidad de unos y de otros para responder a los grandes retos del presente (de la inmigración a la educación, pasando por Europa y el I+ D+ i), los mitos de nuestro pasado tremendista sirven para excitar los extremos de cada bando, como ha sucedido en la celebración de la Hispanidad. Son cortinas de humo procedentes de los rescoldos históricos. Peligrosas cortinas: nunca puede descartarse que de los rescoldos arranque un nuevo incendio.

Antoni Puigverd