¿Nos toman por tontos?

La coincidencia de la campaña electoral en España con las primarias norteamericanas permite, y casi obliga, a hacer algunas comparaciones verdaderamente odiosas. Principalmente, lo que no resiste comparación es el sistema electoral y el modelo de partidos estadounidense, que somete a los candidatos a un proceso de selección abierto y competitivo de larga duración, lo que asegura no sólo que gane el mejor, sino que el candidato tenga que buscar y encontrar su mejor encaje con los diferentes grupos de interés y con las mayorías y las minorías que constituyen el cuerpo electoral, estado por estado. Pero además, todo este encaje entre política y sociedad viene alimentado por la creación de un sólido discurso político sobre el que deberá descansar la credibilidad de las propuestas políticas de cada candidato. Allí el sistema funciona de maravilla, de manera que los primeros en salir de la carrera, más allá de los programas, son los que no consiguen ser creídos.

Aquí, todo lo contrario.

Los candidatos a presidente, y los que les siguen en las listas, no han sido sometidos a ningún escrutinio popular previo. Son resultado de los equilibrios y los encajes producidos por las burocracias de los partidos, al margen incluso de la propia militancia. De manera que se llega a la campaña electoral sin que los candidatos hayan tenido ninguna necesidad de escuchar ni aproximarse a un electorado políticamente culto. Todo queda sometido a las encuestas generales sobre "lo que importa y preocupa a la gente", entiéndase bien, una "gente" entre la que son mayoría los individuos despolitizados - cuando no antipolíticos- y sólo sensibles a la satisfacción de sus intereses egoístas. Así, no es extraño que los directores de campaña orienten los mensajes según el modelo de las rebajas, del dos por el precio de uno, y particularmente, del "yo no soy tonto", pensado para una mayoría políticamente ignorante que, indiferente al producto, sólo atiende al mejor precio.

Ni que decir tiene que se trata de un modelo que simplifica mucho el trabajo de partidos y candidatos. La consigna "hablar de lo que interesa a la gente" es fantástica para dirigirse a un electorado desmovilizado, desorganizado y sin compromiso político ni social. El discurso político puede prescindir de los horizontes ambiciosos y puede bajar al trapicheo de los 400 ¤ por votante.

Como se da por descontado que el electorado no se fía de nadie, ningún candidato se atreve a pedirle ningún sacrificio por el país y, en cambio, para hacerle participar de algo en lo que no cree, lo único que se le ofrece son algunas migas del botín que repartir. Aquí, el candidato no ofrece esperanza a cambio de compromiso, sino rapiña a cambio del voto. Finalmente, los gobiernos se convierten en gestores de intereses privados camuflados de oficinas de consumidores intemperantes e insaciables de servicios públicos.

Precisamente, en nuestras campañas, los asuntos de más calado no llegan al elector como resultado de debates previos o como afirmación de principios sólidos, sino como consecuencia de los fuegos que el oponente prende en casa del adversario, es decir, como incendios que hay que extinguir lo antes posible. El debate sobre el aborto llega para los socialistas tras la acción pirómana de los obispos, pongamos por caso, y la respuesta consiste en abrir la manguera de una vaga amenaza sobre revisión del concordato con la Santa Sede. Vaya, todo propuestas muy meditadas… Y el PP promete libertad de elección de la lengua vehicular en las escuelas de acorde con la lengua materna, lanzando la oferta a modo de cóctel molotov en territorio catalán. Porque se entiende que eso solo afecta en las comunidades con dos lenguas oficiales pero con una única red escolar, y esto se aplica sólo en Catalunya. Y no creo que prometan este derecho "individual" a los padres catalanohablantes en las escuelas madrileñas, ni a los padres que hablan amazig en las escuelas extremeñas, ni tampoco sabemos si los padres vallisoletanos tendrán la libertad de escoger como lengua vehicular de la escuela de sus hijos a una que no sea la materna como, por ejemplo, el chino mandarín.

La pregunta clave que estos días se oye con más frecuencia en la calle es la siguiente: "¿Es que nos toman por estúpidos?". La pregunta, de naturaleza retórica, no asegura ninguna inteligencia por parte de quien la formula y sólo da cuenta de la actitud de desconfianza básica que se establece entre el individuo, presunto ciudadano, y el político, presunto servidor público. La respuesta, por otra parte, está bien clara: sí, nos toman por estúpidos, probablemente porque políticamente es en lo que nos hemos convertido. Llevamos demasiado tiempo midiendo la madurez democrática del país por el orden con que hacemos las colas en los colegios electorales un día cada cuatro años. Pero la estupidez de la situación no tiene su origen en algún tipo de incapacidad atávica de unos u otros, sino en la lógica del sistema político y electoral. Un sistema que nos trata de, nos convierte en y nos obliga a votar como si fuéramos estúpidos. No es de extrañar que, en Catalunya, dos "molt honorables" de larga y comprometida trayectoria política, sin ninguna sospecha de antipoliticismo, hayan aconsejado votar en blanco, en una huida comprometida hacia la única inteligencia política posible del momento.

Una de las frases de campaña de Barack Obama es la siguiente: "Os pido que creáis. Pero no sólo en mi capacidad para llevar el verdadero cambio a Washington. Os pido que creáis en vosotros mismos". Una frase inimaginable en nuestra campaña de duros a cuatro pesetas dirigida a los desconfiados que lo único que creen es que no son tontos.

Salvador Cardús i Ros