¿Por qué no?

Por Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla (EL PAÍS, 02/11/05):

La Constitución española tiene 169 artículos, cuatro disposiciones adicionales, nueve disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y una disposición final. Pero la Constitución son los dos primeros artículos. Todos los demás no son más que desarrollo de los mismos.

En el artículo 1.1 se define España como un Estado social y democrático de derecho. En el 1.2 se recoge el principio de legitimación democrática del poder. En el 1.3 se establece la única excepción a la vigencia de ese principio de legitimación democrática, la Monarquía, magistratura hereditaria, que, en cuanto tal, no es antidemocrática, pero sí ademocrática. Tanto la parte dogmática, derechos fundamentales, como la parte orgánica, división de poderes, están prefiguradas en estas decisiones políticas constitucionalmente conformadoras del Estado.

En el artículo 2 se define la constitución territorial mediante la definición del principio de unidad política del Estado y el reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que lo integran. Unidad y autonomía no tienen el mismo estatus en la Constitución. El principio de unidad política del Estado es el presupuesto y límite del derecho a la autonomía, de tal manera que no es admisible un ejercicio de tal derecho que resulte incompatible con el principio de unidad. Este es el pacto constituyente en el que descansa la estructura del Estado.

Dicho pacto se desarrolla en el Título VIII de la Constitución, en el que se establece una doble garantía: una a favor del principio de unidad y otra a favor del derecho a la autonomía. Para evitar que el ejercicio del derecho a la autonomía pudiera acabar siendo incompatible con el principio de unidad, el constituyente impuso un proceso de negociación entre el Parlamento de la nacionalidad o región y las Cortes Generales tanto en la elaboración como en la reforma del estatuto de autonomía, proceso de negociación en el que, en caso de desacuerdo, la voluntad de las Cortes Generales, en cuanto expresión del principio de unidad, prevalece sobre la voluntad del Parlamento de la nacionalidad o región, en cuanto expresión del derecho a la autonomía. El constituyente hizo de las Cortes Generales el guardián de la constitucionalidad del Estatuto de autonomía, el garante de la compatibilidad del ejercicio del derecho a la autonomía con el principio de unidad política del Estado.

Para compensar esta garantía, el constituyente estableció otra a favor del derecho a la autonomía, consistente en que la última palabra sobre el ejercicio de tal derecho, es decir, sobre el Estatuto o su reforma, la tendrían los ciudadanos de la nacionalidad o región afectada, que tendrían que aceptar o rechazar el texto en referéndum.

En ningún momento la Constitución atribuye al Tribunal Constitucional competencia alguna en este proceso.

Dicho de otra manera: ni una nacionalidad o región puede imponerle al Estado un Estatuto con el que las Cortes Generales no estén de acuerdo, ni el Estado puede imponerle a una nacionalidad o región un Estatuto sin el asentimiento del pueblo de dicha nacionalidad o región.

Esta es la constitución territorial de España definida en la Constitución, que es el resultado de un pacto de naturaleza política, fraguado por órganos legitimados democráticamente de manera directa, que son los únicos que pueden negociar políticamente y ratificado por un cuerpo electoral que únicamente puede expresarse políticamente.

Un pacto de esta naturaleza es, por definición, un pacto global, que, en cuanto tal, no es susceptible de control jurídico, que es, por definición, un control particularizado.

Cosa distinta es que el Estatuto, igual que la Constitución, sea una norma que tiene que ser desarrollada normativamente y que únicamente a través de ese desarrollo normativo adquiere efectividad. En ese momento sí cabe perfectamente residenciar ante el Tribunal Constitucional cualquier ley del estado o de la comunidad autónoma, que se considere que está en contradicción con la Constitución o con el estatuto y que dicho Tribunal se pronuncie sobre ella. O cualquier norma sin fuerza de ley a través de un conflicto de competencia.

El Tribunal Constitucional no puede controlar el pacto político, pero sí puede controlar el desarrollo normativo de dicho pacto, garantizando de esta manera la supremacía de la Constitución.

Este es el terreno de un tribunal. Si se sale del mismo y penetra en el terreno que está reservado a órganos de naturaleza política, se mete en un laberinto del que no sabe como salir. La trayectoria seguida por la tramitación del recurso de inconstitucionalidad contra la reforma del Estatuto de Cataluña es la mejor prueba de ello.