¿Por qué piensa usted lo que piensa?

¿Por qué, en un momento determinado de su vida, los individuos se inclinan por una opción política en particular? A una pregunta así, de apariencia tan simple, se le pueden proporcionar múltiples respuestas. En lo que sigue me voy a interesar por una.

Hace escasas semanas, diferentes diarios de este país informaban de que los autores de un trabajo publicado recientemente en la revista Nature Neuroscience aseguraban haber hallado diferencias entre el funcionamiento de un cerebro liberal y un cerebro conservador. La sustancia de su tesis era bastante sencilla: el primero reacciona mejor ante los cambios, mientras que el segundo es más rígido. Dudo de que ningún lector medianamente culto se sobresaltara --o ni tan siquiera se sorprendiera-- ante semejante tipo de tesis.

De hecho, desde hace bastante más de cien años venimos escuchando parecidas cantinelas. Todos los cientificismos (biologismo, economicismo, sociologismo...) que estallan en el siglo XIX a raíz del extraordinario desarrollo de las diferentes ramas del conocimiento, creen disponer de la clave de bóveda del edificio del saber y, en la misma medida, se sienten en condiciones de dictaminar qué elemento de la realidad es el que explica de manera más convincente la totalidad de lo que hay.

Pero no nos alejemos del punto de partida. Si, efectivamente, los elementos básicos para entender las diferentes posiciones políticas se encuentran en los cerebros --distintos-- de los respectivos individuos, no se comprenden entonces del todo bien las variaciones que experimentan sus opciones políticas a lo largo del tiempo (a no ser que supongamos que sus cerebros experimentan paralelas variaciones, que explicarían, pongamos por caso, los cambios en el sentido de su voto). U otro argumento análogo: si la causa de los comportamientos públicos posee una raíz científicamente tan contrastada, lo mismo partidos que administraciones y grandes corporaciones podrían establecer, con los poderosos medios de que disponen, predicciones de alta fiabilidad acerca de las preferencias y decisiones de los ciudadanos.

En el fondo, tanto estos como cualesquiera otros argumentos parecidos apuntan en una misma dirección, a saber, la de llamar la atención sobre el hecho de que todos estos ismos ponen en entredicho la autonomía del sujeto a la hora de tomar sus propias decisiones. Que esa autonomía nunca será una autonomía absoluta --una soberanía sin restricciones-- parece fuera de cualquier duda. Todos somos hijos de nuestro tiempo y de nuestra circunstancia, y no es esta una afirmación meramente retórica, sino vinculante. O, con otras palabras, una afirmación que desarrolla unas consecuencias teóricas de alcance.

Probablemente deberíamos empezar, si asumimos una tal premisa, por renunciar a formulaciones de máximos (y de máximos era sostener que todo, ideología incluida, es cuestión de sensibilidad neurocognitiva), en beneficio de posiciones más ponderadas. Del tipo: no nos inventamos por completo, sino que, en el mejor de los casos, nos modelamos. O: no nos creamos de la nada, sino que nos vamos construyendo con unos materiales que no tuvimos la oportunidad de elegir. Somos, como propusiera en su momento el filósofo Javier Muguerza, preferidores racionales. Imperfectamente racionales, puestos a ponderar todavía un poco más la posición.

Lo que equivale a afirmar que dibujamos nuestras preferencias utilizando todas aquellas herramientas y criterios que nos han sido dados, atribuyéndoles un orden o una prioridad que --ella sí-- está en nuestra mano determinar. Podemos abandonarnos a nuestras pulsiones inmediatas (y acogernos a la más liviana e inconsistente de las justificaciones: "¡Es que yo soy así!", exclamamos cuando obramos así) o podemos apostar por una jerarquía de las motivaciones. Es lo que hacen quienes distinguen, por ejemplo, entre intereses y razones. La distinción abre una vía ciertamente incitante hacia los comportamientos éticos en todas las esferas de la vida, pero en particular en la política.

Hace unos años a tales comportamientos se les denominaba desclasamiento (y los protagonizaban todos aquellos que se ponían al servicio de la causa de una clase social distinta a la suya de origen). Hoy, en que tal vez resulte ilusorio confiar en la proliferación de actitudes tan generosas, todavía podemos encontrar a nuestro alrededor pequeños gestos que las recuerdan vagamente. No seremos del todo aquello que venimos obligados a ser por nuestra biología, nuestra cultura o nuestra posición de clase mientras seamos capaces de anteponer los ideales a los intereses, los valores a las conveniencias.

¿Palabrería grandilocuente? ¿Frase rotunda para intentar concluir el artículo con unas gotas de brillo? No. Me refiero, intentando ser concreto, a eso que hacen tantos ciudadanos cuando apoyan a una fuerza política que no les favorece especialmente (o quizá incluso les perjudica en algún aspecto en particular), pero que consideran que defiende un modelo de sociedad más justo o más solidario. Sencillo, ¿verdad?

Manuel Cruz, catedrático de Filosofía en la Universitat de Barcelona.