¿Por qué tienen que bajar los impuestos?

Los impuestos ocasionan a los individuos pérdidas de bienestar cuyo valor monetario es superior a los ingresos públicos que generan. Esto significa que aun cuando cada individuo recibiera del Estado la misma cantidad que le paga a través de sus impuestos, su bienestar se habría deteriorado en el proceso. Los economistas denominan a este fenómeno el peso muerto o el exceso de carga de los impuestos y su coste para la sociedad crece exponencialmente en proporción aproximada al cuadrado de los diversos tipos impositivos. La raíz de dichos costes reside en las distorsiones que los impuestos engendran sobre el sistema de precios. Los impuestos merman la remuneración que obtienen los individuos por la venta de sus servicios productivos o suben los precios que han de pagar por los bienes y servicios que consumen, induciendo así menores niveles de producción y empleo de los recursos productivos.

A pesar de estos costes, los impuestos son imprescindibles para financiar la provisión de bienes públicos. A partir de cierto nivel, sin embargo, la productividad marginal del gasto público es decreciente mientras que los costes de eficiencia de los impuestos son continua y exponencialmente crecientes. Por esta razón, es saludable aproximarse a los niveles impositivos de un país avanzado y con un vigoroso sector público, como es el nuestro, con el prejuicio de que su reducción fomentaría el crecimiento económico tendencial, el garante en última instancia de que podamos mantener o mejorar los compromisos de gasto público. En mi opinión, como espero mostrar a continuación, el prejuicio se puede convertir en un juicio fundamentado en el caso de los impuestos directos, los que desencadenan mayores y más costosas distorsiones en la asignación de recursos.

Empezando por el IRPF, se ha de recalcar que los ligeros recortes de tipos efectuados no han supuesto una reducción del esfuerzo fiscal real de la mayoría de los contribuyentes debido a la insuficiente compensación del impacto de la inflación sobre las correspondientes bases imponibles. Sería especialmente conveniente ampliar el nivel de renta exento de tributación y disminuir significativamente el tipo máximo. Los tipos efectivos del impuesto de sociedades, por otra parte, se sitúan entre los más elevados de la UE, incluso después de la reciente reducción de los mismos. Por razones que se exponen más adelante, una rebaja notable de estos tipos estaría especialmente justificada.

En lo concerniente a la tributación de los rendimientos y ganancias de capital a corto plazo, se han reducido con la introducción el pasado año del impuesto dual, sin duda una de las mejores reformas fiscales efectuadas en nuestro país. Desgraciadamente, los efectos beneficiosos de esta reforma se han contrarrestado parcialmente por el aumento desde el 15% al 18% del tipo de gravamen de las plusvalías y la desaparición de coeficientes correctores, lo que ha supuesto una penalización de las ganancias de capital a medio y largo plazo que sería deseable corregir lo antes posible.

Las cotizaciones a la Seguridad Social constituyen un impuesto sobre el empleo y su elevado nivel no es ajeno a las relativamente altas cifras de paro que padecemos y las bajas tasas de actividad y empleo de los jóvenes y las mujeres, fenómenos todos estos que indudablemente están también provocados por otros factores como el salario mínimo y la estructura del subsidio de desempleo. La reducción de este impuesto se enfrenta a dos obstáculos. Primero, la ilusión fiscal consistente en creer que el sujeto legal que paga el impuesto (la empresa, casi en su totalidad) es el que soporta íntegramente su carga, ignorando la traslación de la misma a los trabajadores a través de menores salarios o menores niveles de empleo. Segundo, el sistema de reparto que regula nuestras pensiones, según el cual dicho impuesto genera derechos de pensión. Este último obstáculo se podría superar si los recortes de las cotizaciones se combinan con medidas encaminadas a reforzar los mecanismos contributivos de nuestro sistema de pensiones.

Dicho todo lo anterior, la bajada de tipos impositivos está sujeta a ciertas restricciones que no conviene ignorar. En primer lugar, los impuestos deben generar un volumen de ingresos públicos suficientes para cubrir los gastos públicos en una posición de equilibrio cíclico de la economía. Si no se respeta esta restricción, el gasto público se terminará pagando con mayor inflación hoy o mayores impuestos mañana. En segundo lugar, aun cuando las reacciones de los individuos y empresas de la economía a los cambios impositivos no son inmediatas, es generalmente mejor bajar impuestos cuando la economía está funcionando claramente por debajo de su crecimiento potencial.

No cabe duda que la bajada de los impuestos señalados, que entraría en vigor el año próximo, cumpliría la segunda condición. En relación con la primera, sin embargo, la justificación del recorte de impuestos directos exige explicaciones adicionales. Supongamos que la estructura actual de impuestos directos e indirectos genera un flujo de ingresos públicos suficientes para financiar el gasto público cuando la economía se encuentra en una posición de equilibrio cíclico. La bajada de impuestos directos estaría plenamente justificada si las ganancias de eficiencia compensaran el recorte de tipos dando lugar a flujos de ingresos públicos cercanos a los que se conseguían antes de dicho recorte impositivo. Ahora bien, ¿qué ocurre si las ganancias de eficiencia son insuficientes, o si el supuesto de partida es incorrecto y los ingresos públicos actuales están sobredimensionados por ritmos de inflación de los bienes y servicios de consumo y de los activos inmobiliarios inconsistentes con el equilibrio cíclico de la economía? Si así fuera, a mi juicio seguiría siendo recomendable efectuar la bajada de impuestos directos, si bien entonces habría que reducir el crecimiento del gasto público o subir los impuestos indirectos.

Si el avance del gasto público fuera imparable y hubiera que aumentar los impuestos indirectos, la estructura impositiva resultante estaría guiada por la regla de Ramsey de la tributación eficiente encaminada a conseguir la máxima recaudación consistente con las menores pérdidas de producción y empleo posibles. Esta estructura se critica a veces aduciendo que consigue la eficiencia a costa de la equidad. Contra este ataque caben varias objeciones. Ante todo, la equidad de la actuación del Estado no se puede juzgar observando únicamente la combinación de impuestos sino que es menester examinar también la estructura del gasto público. Cuando el grueso de dicho gasto se destina a transferencias a favor de los perceptores de rentas medias y bajas, las críticas a la falta de progresividad de la estructura impositiva pierden buena parte de su sentido. Por otra parte, la bajada propuesta de impuestos directos reduciría la carga impositiva de las rentas más bajas de la sociedad. Así ocurre obviamente en el caso del aumento del mínimo de renta exento de tributación, y así sucede también cuando se tiene en cuenta el fenómeno de traslación de la carga del impuesto, con la reducción de las cotizaciones sociales e incluso con la bajada del impuesto de sociedades. Quizá esto último resulte sorprendente para algunos lectores y sea conveniente aclararlo.

Los impuestos los soportan en última instancia las personas, no las empresas. La carga del impuesto de sociedades se distribuye entre los propietarios del capital, los consumidores y los trabajadores. El desplazamiento de la carga hacia los trabajadores se produce porque cuanto mayor es el impuesto sobre el beneficio, menor es la inversión empresarial, y por lo tanto menos crece la dotación de capital por trabajador, el determinante fundamental de la productividad y los salarios reales. La globalización ha acentuado la carga del impuesto que soportan los trabajadores. Así lo corroboran estudios recientes que muestran contundentemente cómo los países con mayores tipos del impuesto de sociedades son los que tienden a registrar menores ritmos de crecimiento de la inversión y de los salarios reales.

José Luis Feito, economista.