¿Qué implica aceptar la diversidad cultural?

Por Micaela Vancea, investigadora de Ciencia Política, Universitat Pompeu Fabra (LA VANGUARDIA, 08/03/06):

La diversidad cultural es un hecho cotidiano de nuestro mundo que cuestiona tanto la universalidad de los derechos como las políticas tradicionales de integración nacional. Los intentos de integrar los grupos minoritarios en un modelo cultural nacional mediante estrategias de asimilación no suelen tener en cuenta el respeto por las diferentes identidades, los derechos de preservación y desarrollo cultural. Por consiguiente, muy a menudo, dichas políticas nos legan resultados ineficientes y escenarios no deseados. No obstante, el grueso de las políticas de inmigración de los países occidentales se fundamenta en el conocido melting-pot.Es decir, están diseñadas con el fin de integrar las minorías en el modelo nacional-cultural dominante en vez de tratar de acomodar la diversidad cultural existente.

El liberalismo político tradicional, centrado en la protección de los derechos individuales y en una aceptación del pluralismo en la esfera privada, considera los derechos culturales como algo superfluo. Históricamente, el liberalismo ha definido los derechos como posesiones individuales y ha pensado en su universalidad como el garante de la igualdad formal y de la no discriminación. Así, los derechos de grupo se sitúan fuera de dicho paradigma moral. ¿Pero es lícito plantear la universalidad de los derechos humanos sin tener en cuenta las demandas de las minorías étnicas y culturales?

En las últimas decadas, la filosofía política contemporánea ha tratado de dar respuesta a esta cuestión. Autores como Will Kymlicka, Charles Taylor o John Gray han renovado el ideario político liberal tradicional inaugurando una nueva línea de pensamiento acorde con los nuevos tiempos. Esta nueva tendencia reconoce y se articula sobre el pluralismo cultural de las sociedades actuales. Su objetivo principal es la promoción, a través de políticas multiculturales, de una identidad nacional de carácter plural basada en la dignidad individual y el respeto de las minorías. Pero la aceptación de la cultura como elemento unificador y, al mismo tiempo, diferenciador genera varias preguntas. ¿Hasta qué punto se pueden reconocer, legitimar y dar cabida, en el contexto de los estados nación, a las diferencias culturales y preservar, a la vez, la cohesión social?

El liberalismo de nuevo cuño debe todavía resolver dos aspectos importantes. Como muestra la mayoría de los estudios, la experiencia nos dice que las medidas de acomodación cultural, como, por ejemplo, la posibilidad de utilizar tu propia lengua materna a todos los niveles, a tener tus propias instituciones educativas y culturales, suelen conducir muy a menudo al aislamiento territorial y social de los diferentes grupos culturales. Al mismo tiempo, un reconocimiento público de la diferencia se vuelve fútil sin una adecuada redistribución de recursos. El reparto desigual de recursos materiales, en una sociedad, determina que las decisiones de interés del grupo minoritario sean siempre tomadas por el grupo cultural dominante.

Para lograr una carta de derechos humanos culturalmente no discriminatoria, es crucial el respeto a las diversas tradiciones y valores culturales que conviven en el mundo. Los derechos humanos deben representar un acuerdo entre las diferentes culturas, un mínimo común denominador, que puede conseguirse abriendo espacios de diálogo, esferas de deliberación pública, tanto en el ámbito local nacional como en el transnacional. Aquellos que, de entrada, ven una incompatibilidad entre los derechos individuales y los derechos de grupo deberían primero reconocer y afrontar el hecho de la diversidad cultural del mundo, entender y aceptar su heterogeneidad, y sólo después tratar de dar respuesta a los problemas que puede conllevar. Los derechos de grupo representan una condición sine qua non del respeto a la diferencia, y las políticas de acomodación cultural y igualdad socioeconómica son su única garantía.