¿Que no llore la blanquita!

Congo, sonrisas de niños, vestidos de colores, hambre, sida, diamantes y ajedrez. Son los ingredientes de mi intensa conexión con un hospital de Mbuji-Mayi, la segunda ciudad de un país inmenso, rico y masacrado. Quedé tan impresionada tras mi visita que ahora envío material quirúrgico para aquella necesitada gente y he organizado para noviembre un torneo benéfico con seis ex campeones del mundo en Vitoria.

«¿Que no llore la blanquita, hermana, que no llore, dígale que estoy bien!». Aquella niña postrada en la cama había quebrado todas mis defensas. Me considero experta en África pero soy incapaz de contener las lágrimas ante el drama desgarrador del que era testigo. Los ojos hundidos y negros de Kalashi y su mirada profunda aún proyectaban alegría, a pesar de su cuerpo destrozado por la desnutrición, de las llagas abiertas como si fueran quemaduras y de la debilidad extrema que apenas le permitía moverse. Me tragué muchos sentimientos para cumplir el último deseo de la niña. Moría veinte minutos después en brazos de la hermana Margarita Torres, monja franciscana de Medina del Campo (Valladolid).

Si viajar es la mejor escuela de vida, el África negra es un aula especial de aprendizaje acelerado. Colores, sabores, olores y sonidos muy intensos aderezan un contraste brutal entre el lujo más exquisito y la pobreza más insultante. Incluso entre los pobres hay una diferencia enorme y esencial: en algunas zonas están casi siempre alegres y son razonablemente felices; en otras, sufren mucho y viven poco. ¿Qué los distingue? El agua, ese mismo elemento que nosotros derrochamos.

Al hospital de Lukalenge, a 12 kilómetros del centro de Mbuji-Mayi, capital de la remota provincia de Kasai Oriental, al sur de la República Democrática del Congo, se llega por caminos sin asfaltar; en las viviendas no hay energía eléctrica, y el agua potable más cercana está en un pozo situado a unos tres kilómetros. Cada mañana, cuando las primeras luces del hermoso e indescriptible sol africano alumbran las tierras ocres, una larga hilera de niños y algunas mujeres envueltas en preciosos colores desfilan, armados con cubos y otros recipientes, en porfía del elemento más vital. Muchos hombres están desempleados o trabajan en las cercanas minas de diamantes, enterrados en el fango, bajo condiciones infrahumanas. Otros, también sus mujeres, improvisan cada día un mercadillo con lo poco que tienen: tres o cuatro cocos, algo de verdura, unos pescaditos arrancados del río -más lejano que el pozo- y algo de maíz.

Por injusto y absurdo que parezca, la cercanía de las piedras preciosas no evita la pobreza extrema de un gran porcentaje de los cuatro millones de personas que viven en Mbuji-Mayi, cuya población ha crecido tan desmesuradamente como los beneficios de las empresas europeas y estadounidenses que extraen los diamantes. En realidad, todo, desde el tamaño hasta el propio caos reinante, es desmesurado en este país de cientos de tribus y 250 lenguas, ninguna de las cuales abarca a más del 5% de la población. Las elecciones de 2006 se celebraron con poca violencia, si la medimos con los parámetros de la zona, aunque los seguidores del líder derrotado en las urnas, Bemba, siguen haciendo de las suyas de vez en cuando. Se supone que el Gobierno del presidente Kabila está respaldado por la UE y EEUU, pero la tarea que le espera es gigantesca y muy complicada. Los militares de la ONU han empezado por lo más elemental: elaborar un censo de policías y soldados. Como éstos pasan mucho tiempo sin cobrar su sueldo, son la principal fuente de criminalidad y de extorsión.

Cuando las monjas franciscanas se instalaron en la colina de Lukalenge, la zona estaba casi desierta. Pero, hacia 1993, hubo una llegada masiva de refugiados procedentes de Cabinda, Shaba, Katenda, Bukavu , diferentes zonas del Congo donde la pobreza y el peligro de muerte se mezclaban cada día. Las monjas empezaron su labor hospitalaria con unas tiendas de campaña; luego, un laboratorio y un centro de nutrición; y una sala para tuberculosos y enfermos de sida. Pero todo eso provocó la llegada de más refugiados. Así, de los cuatro millones de habitantes de Mbuji-Mayi, unos 200.000 viven cerca del hospital, que cada día atiende a unos 80 enfermos, y un total de 37.142 a los largo del año 2006. Las enfermedades más corrientes son paludismo, fiebres tifoideas, tuberculosis, amebiasis, sida, desnutrición y toda clase de problemas dermatológicos, la mayoría por falta de higiene; es decir, de agua.

Las hermanas franciscanas recibieron hace poco una excelente noticia: el Ayuntamiento de Linares, la ciudad jiennense que cada febrero organiza el torneo de ajedrez más importante del mundo, se ha comprometido a financiar (18.000 euros) la construcción de un pozo al lado del hospital, gracias a una conversación que mantuve con el alcalde, Juan Fernández, reelegido por mayoría absoluta el 27 de mayo.

A mis 44 años, hija de un prodigio del ajedrez, trabajo en los hoteles Lakua y Ruta de Europa. Tras varios viajes turísticos, estaba muy sensibilizada para con el continente negro pero no podía imaginar las consecuencias de donar unos aparatos al hospital de Lukalenge, a petición del ginecólogo bilbaíno Ramón Monasterio. Después de conocernos a través de un amigo común, el buen médico pensó que era yo su compañera idónea en su próximo viaje a Mbuji-Mayi, en febrero de 2006.

Era una época muy dura para mi: mi padre, Jesús, ajedrecista incurable, había fallecido tres meses antes sin ver cumplido su deseo de juntar a varios campeones del mundo de para disputar un torneo en el hotel Lakua. De modo que a la vuelta del impresionante viaje al Congo, organicé la Liga de Campeones de Ajedrez en su memoria y a beneficio del hospital de Lukalenge. Mientras tanto, almaceno máquinas y material quirúrgico para enviarlos a Mbuji-Mayi.

A mi regreso de África, dediqué un emocionado mensaje a la niña que vi morir en brazos de la hermana Margarita. «Querida Kalashi: Nada ni nadie me ha llegado al corazón con la misma fuerza que tú. En unas pocas horas te he querido mucho y te he llorado. El hambre me ha mirado a los ojos. Y a la vergüenza que sentía siguieron unas lágrimas silenciosas que tú quisiste secar con tu manita. Me consolabas casi sin fuerza, pero con mucha ternura. Aún te escucho: ¿Que no llore la blanquita, hermana, que no llore, dígale que estoy bien! Y cuánto te lo agradezco, porque hoy tengo una nueva fuerza: tú».

Anabel de la Fuente