¿Qué quiere Alemania?

A esta altura, todos saben que Alemania lleva la voz cantante no sólo en la eurozona, sino en toda Europa. Dentro de Alemania, supo haber infinitos debates sobre la identidad alemana -lo que un historiador llamó "la continua disputa sobre lo que podría significar ser alemán"-. Pero, en términos de política exterior, la Alemania occidental de posguerra -y, luego, la Alemania reunificada- siempre fue absolutamente predecible: nunca contra Occidente; siempre por más Europa. Actualmente, la "República de Berlín" está muy segura sobre su identidad -y, aparentemente, a la deriva en sus relaciones con el mundo.

Existen razones estructurales para este cambio. Alemania es demasiado pequeña como para ser un actor global, pero demasiado grande como para simplemente estar primera entre sus pares en Europa. Mientras los alemanes normalmente no ven ninguna legitimidad en un rol global, aún en alianza con los antiguos socios del país, los vecinos de Alemania no encuentran legítima una Europa liderada por Alemania.

Contrariamente a los temores de muchos de estos vecinos en 1990 (y contrariamente a lo que muchos analistas sostienen hoy), la República de Berlín no es más nacionalista que la antigua Alemania occidental. Es verdad, el entorno pacifista liberal de izquierda que en la antigua República Federal influyó desproporcionadamente en la opinión pública con sus devociones políticas desapareció durante los años 1990; pero la Alemania más "normal" de hoy no empezó olvidando el pasado nazi y reafirmándose como una Gran Potencia.

Hasta el punto de que haya un nuevo patriotismo alemán es irónico; si hay orgullo, es el orgullo de cuán concienzudamente el país lidió con el doble legado del nazismo y el socialismo de estado de la Alemania oriental (además del orgullo de la economía y la constitución). Los alemanes -por una vez no tan irónicamente- suelen presentarse como campeones mundiales en materia de "reconciliación con el pasado"; y la arquitectura de su nueva capital -ridiculizada por algunos como "masoquismo anticuario"- literalmente le da una expresión concreta a este rasgo distintivo.

Las disputas morales sobre la historia, en algún momento las más mordaces en la Europa de posguerra, quedaron atrás, e incluso el Partido de la Izquierda -todavía un tanto nostálgico de la Alemania oriental- está desplazándose hacia un consenso anti-totalitario, con consecuencias reales para la política y la propia percepción política. Nadie quiere rechazar una legislación sobre ciudadanía que hace del lugar de nacimiento, y no de la ascendencia, la base de pertenencia, y todos están orgullosos de que el populismo de derecha nunca haya despegado como lo hizo en algunos de los vecinos de Alemania.

De hecho, si bien la opinión generalmente aceptada se desplazó hacia la derecha en materia de economía y política exterior desde 1990, el espectro partidario en su totalidad lo hizo hacia la izquierda. Los socialdemócratas, los verdes, el Partido de la Izquierda y ahora posiblemente el partido libertario de izquierda de los Piratas (que obtuvo cerca del 9% de los votos en las recientes elecciones en Berlín, pero que todavía tiene que atrincherarse a nivel nacional) potencialmente representan una mayoría estructural para la izquierda. Hasta la Unión Demócrata Cristiana de la canciller Ángela Merkel es, en muchos sentidos, un partido socialdemócrata de facto y no un partido nacionalista, claramente.

El comportamiento de Alemania hoy no está motivado por el nacionalismo (ni siquiera el nacionalismo económico), sino por la pérdida de las elites alemanas de una brújula política, así como por las nuevas circunstancias nacionales e internacionales de la República de Berlín. Berlín no es la somnolienta Bonn, y el mundo del ciclo de noticias las 24 horas no es el mismo que la atmósfera esnob de la antigua República Federal, donde sólo importaba la opinión de uno o dos periódicos.

En materia de política exterior, Alemania no tiene ningún plan de juego global real: prueba de ello son sus tropezones en el caso de Libia, y sus torpes intentos por obtener una banca permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En Europa, Alemania es obviamente la nación indispensable pero, sin embargo, carece no sólo de un mandato claro para liderar, sino también de un sentido claro de cómo debería verse la Unión Europea después de más o menos concretados los grandes proyectos de paz, el mercado común y la ampliación.

Anteriormente, la cuestión sobre la forma final de Europa se podía posponer u obtener mediante astucias. Hoy, Merkel ha tenido la desgracia de heredar un proyecto incoherente (una unión monetaria sin unión fiscal y política) -una situación que exige algún tipo de visión de un político reconocido por ser bueno para cualquier cosa menos para articularla-. En consecuencia, la clase política de Alemania, confundida sobre lo que quiere y normalmente incapaz de explicarles a los ciudadanos lo que hace, ha respondido con soluciones cortoplacistas: sí, más Europa, pero no estado europeo; sí, más dinero para tapar agujeros negros fiscales, pero no un alejamiento de las antiguas ortodoxias de Bundesbank.

El estilo de Merkel ha exacerbado esta confusión: ella prefiere liderar desde atrás y parece incapaz de pronunciar el discurso de estadista que llevaría a la gente a aceptar medidas más severas. Otros han ocupado este vacío. Hasta las declaraciones más banales de Helmut Schmidt y Helmut Kohl, pronunciándose desde el retiro sobre los peligros de traicionar su sueño europeo, son consideradas perlas brillantes de sabiduría y adoradas como tales.

El presidente de la Corte Constitucional de Alemania abiertamente sostiene que, si se necesita más Europa por razones tecnocráticas, tal vez sea hora de que la gente vote una nueva constitución. Intelectuales prominentes recomiendan que la periferia de Europa pierda sus poderes de manera permanente por el bien del liderazgo franco-alemán. Otros desean que Alemania pudiera ser como Suiza y retirarse de un mundo complejo que plantea demasiados desafíos morales. En lo profundo, sin embargo, todos saben que no hay manera de volver a Bonn.

A diferencia de lo que sucedía en las décadas de posguerra, los alemanes ya no quieren escapar a "Europa" y huir de su difícil madre patria. Las generaciones de hoy están más que cómodas con ser alemanas como para ver a Europa como la respuesta a todos sus problemas.

Aún así, probablemente estarían dispuestos a hacer mucho más con y por Europa si alguien les explicara por qué esto atiende a sus intereses e ideales. El diálogo sobre una nueva constitución amigable con Europa indica que tal vez hasta estarían dispuestos a abandonar lo que, junto con el marco alemán, fue la posesión más preciada de la antigua República Federal: la Ley Básica, casi indiscutiblemente la constitución más exitosa del mundo durante el último medio siglo. Pero los alemanes no la abandonarán a cambio de nada.

Por Jan-Werner Mueller, profesor en la Universidad de Princeton. Su último libro es Contesting Democracy: Political Ideas in Twentieth-Century Europe.

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