¿Qué significa un final dialogado de la violencia?

Discutimos con más apasionamiento acerca de las cosas que nos son cercanas y evidentes que de lo lejano y abstracto. Pocos están en condiciones de formular una opinión interesante sobre física nuclear o la civilización etrusca, mientras que casi todos tienen alguna idea de, por ejemplo, si puede o debe dialogarse con una organización terrorista, cuándo, cómo y en qué condiciones. Casi todo el mundo tiene una opinión al respecto, que considerará muy fundada simplemente porque es muy sentida. La movilización que suscitan estos debates (por llamarlos así) indica que todos hemos sentido la indignación ante la violencia o la esperanza de su desaparición y hemos adoptado una disposición al respecto. La cuestión es si cabe convertir esos sentimientos en algo más razonable y, sobre todo, en diagnóstico e instrumento para acabar de una vez con el terrorismo.

La palabra diálogo despierta sentimientos inmediatos y contradictorios: para unos evoca la ilusión de un final próximo, en otros suscita un temor al engaño y a una nueva humillación; unos presentan el diálogo como panacea, sin matices ni condiciones, mientras que otros lo excluyen completamente sin considerar sus virtualidades para acelerar el fin de la violencia; para unos es cesión y para otros, prolongación innecesaria. El terreno de juego se polariza entre voluntaristas y agoreros: unos tienden a escamotear las malas noticias y otros tienen dificultades para escuchar las buenas y transformarlas en oportunidades. Hay que reconocer en los primeros esa tenacidad que se necesita para resolver problemas que amenazan con hacerse crónicos, pero también debe concederse a los más recelosos que gracias a ellos se eleva el listón de legitimidad democrática que es exigible a cualquier fórmula de final dialogado.

¿Se debe dialogar con quien te amenaza? ¿Y con quien parece que está dejando de hacerlo? Concretamente, después del atentado de Barajas, ¿sigue teniendo sentido un final dialogado y para qué y bajo qué condiciones? Son preguntas que nos siguen interpelando y a las que debe darse una respuesta reflexiva y matizada, aunque ello exija abandonar la comodidad de los lugares comunes.

El final dialogado fue aceptado por todos los partidos en el Acuerdo de Ajuria Enea en 1988. Por eso compete a quienes ahora se oponen a él explicar las razones a favor de tal cambio de posición. La justificación que éstos ofrecen viene a decir que ahora es posible acabar con el terrorismo por medios exclusivamente policiales. Creo que somos muchos los que pensamos que ETA va camino de darles la razón, como si desconociera que, en la vida, los trenes no pasan cuando uno quiere y con las mismas plazas libres. A medida que pasa el tiempo, las posibilidades de cierre dialogado son menores, los márgenes de maniobra más escasos y el sufrimiento se acumula con mayor inutilidad, si cabe. Podría formularse este cuadro con dos líneas asintóticas que tienden a aproximarse en el infinito, de manera que cada vez es menor la distancia entre una solución dialogada y una solución policial.

Pero la distancia entre ambas soluciones, aunque disminuya, no llega a eliminarse nunca. Por eso cabe mantener el objetivo de propiciar un final dialogado y cuanto antes, siempre que se cumplan determinadas condiciones. Una salida dialogada es siempre mejor, más definitiva, más segura y certificada. Puede servir además para acortar el periodo poniéndole un punto final en vez de prolongar su expiración, lo que supondría seguramente menos víctimas y menos confrontación social. La mera persistencia de la acción policial puede reducir extraordinariamente la violencia, pero no es capaz de asegurarnos su completa inactividad, permaneciendo como una amenaza siempre latente y reproducible.

Si alguna ventaja plantea la idea de un final dialogado es la que se resume en la expresión de dejar siempre, bajo determinadas condiciones, una "puerta abierta". Pero la perspectiva de un final dialogado tiene que formularse de tal manera que no genere en los terroristas una expectativa de negociación política y que al mismo tiempo ofrez-

ca una salida más atractiva que la continuidad hasta el agotamiento. Nada hay más irreductible que un enemigo convencido de que no tiene nada que perder. Es mucho mejor combinar la firmeza con la posibilidad de un cierre dialogado. De lo que se trata, en definitiva, es de facilitar que el abandono de la violencia sea, para el terrorista, menos malo que continuar.

Suponiendo que se acepta el principio de que es mejor un final dialogado que otro policial, todavía queda por resolver la cuestión principal: ¿en qué condiciones puede ser el diálogo un instrumento para acabar con la violencia? Está claro que hay diálogos con quienes amenazan que no son más que una forma de claudicación. ¿Qué tipo de diálogo facilita el final de la violencia sin ofender a las víctimas o deslegitimar las instituciones democráticas? Indudablemente, no puede ser más que un diálogo en el que no se resuelvan asuntos propiamente políticos, que sólo competen a la ciudadanía. Este principio se ha ido haciendo valer poco a poco y ya todo el mundo tiene claro que nunca habrá contrapartidas políticas, salvo ETA y el PP que, por diferentes motivaciones, lo siguen considerando como algo posible (aunque para el PP, al mismo tiempo, no deseable). Pero existe un consenso básico que no deberíamos minimizar y que hace tiempo ha arrebatado a ETA el carácter de agente político con derecho a tutelar las decisiones que sólo competen a la ciudadanía y sus representantes. Todos consideraríamos ilegítimo un diálogo que nos condujera a donde la sociedad vasca, libre y democráticamente, no hubiera querido ir en el caso de que ETA no existiera.

Por lo que parece, ETA no termina de aceptar esas condiciones y mantiene la expectativa de una negociación política. Así lo revela el hecho de que no hablen de proceso de paz, sino de "proceso democrático", que vendría a ser un periodo en el que fuera posible simultanear diálogo y violencia de manera que termináramos acordando algo que contara con su bendición. Pero en la sociedad vasca se ha ido asentando la convicción de que esa simultaneidad es intolerable. Si después del atentado de diciembre, todas las fuerzas políticas coincidieron en elevar el listón de las exigencias para que una futura tregua de ETA fuera creíble (y que hacía prácticamente inservible el mismo concepto de tregua, exigiendo más bien el abandono de las armas), para que un nuevo diálogo con ETA fuera aceptable tendríamos que ser más exigentes en cuanto a las condiciones de "separación" entre las cuestiones políticas y la cuestión de los presos, de manera que no pudiera darse esa mezcla que hace inviable cualquier proceso de paz.

Y es aquí donde se perfila una nueva condición del diálogo que tiene que ver con la pregunta de si el diálogo es causa o consecuencia de la renuncia a la violencia. Se renuncia a la violencia para poder dialogar y no al revés. Sólo cabe dialogar con quienes hayan decidido abandonar la violencia porque lo contrario supone que mantienen la pretensión de forzar una negociación política. Un diálogo con quien no ha renunciado a la violencia termina necesariamente en la cesión ilegítima o en la ruptura. El final de la violencia no se incentiva con el diálogo antes (que generaría la ilusión de que se van a producir contrapartidas políticas), sino con el diálogo después (en orden única y exclusivamente a mejorar las condiciones penitenciarias). Pese a las insidiosas sospechas que algunos continúan sembrando, el Gobierno español, el Gobierno vasco y los partidos que apoyaron la resolución de mayo de 2005 han entendido el diálogo en este segundo sentido y nunca como un eufemismo para la claudicación.

Mostrarse dispuesto a dialogar puede significar muchas cosas, algunas de ellas contradictorias. Si lo dice un terrorista en ejercicio, podemos estar seguros de que anuncia que quiere hablar y mantener al mismo tiempo la dosis de presión adecuada para que hagamos lo que quiere. Si lo dice alguien con buena intención, tal vez no signifique más que un deseo de contribuir a mejorar las cosas y mantener esa esperanza. Pero en política lo decisivo no son las intenciones subjetivas, sino las dinámicas que se ponen en marcha. Y puede que resulte contraproducente dar a entender que la disposición al diálogo sigue siendo la misma, haga lo que haga ETA. La apelación al diálogo no puede llevarse a cabo desconociendo el significado real del atentado de diciembre, los dos muertos, el impacto emocional, la frustración y la pérdida de confianza que supuso. En cambio, la presión (social, policial, política) puede hacer más por la materialización temprana del diálogo que su continua invocación. Seguramente acelerará más la maduración de la izquierda abertzale y nos acercará con mayor rapidez al objetivo que estamos deseando.

Entre las razones del voluntarista y las razones del desconfiado queda un gran espacio en el que es posible trabajar por restablecer las condiciones que permitan un final dialogado de la violencia. En cualquier caso, está claro que no tiene sentido pensar que sigue siendo posible lo que ETA insiste en imposibilitar. No podemos actuar como si la paz fuera una variable independiente de ETA. Hemos de hacer todo lo posible para crear las condiciones que precipiten la decisión de ETA de poner punto final a la violencia. Pero al mismo tiempo no podemos desconocer una realidad que limita nuestra capacidad y nos deja en manos de una decisión que no es nuestra, que corresponde a esa voluntad tan enigmática como siniestra de una organización terrorista. Y lo que se ha comprobado una vez más es la escasa capacidad de influencia que sobre esa decisión tienen tanto Batasuna como el Gobierno español, razón por la que no deberíamos tampoco exagerar sus aciertos o equivocaciones y por la que el fracaso del proceso corresponde a quien corresponde.

Daniel Innerarity, profesor titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.