¿Queda algo de aquel consenso?

Cuando andamos celebrando por doquier tanto la bondad con la que se llevó a cabo nuestra transición a la democracia cuanto su inseparable consecuencia de los treinta años de las primeras elecciones generales habidas en junio de 1977, han abundado las insoslayables loas a personas concretas. Y creo que nada hay que objetar al respecto. Siempre resulta más fácil agradecer lo individual que lo colectivo. Porque, me atrevo a pensar que está quedando huérfana de elogios la base que empujó y permitió la construcción del edificio: la clase social entonces existente y el consenso político que la definía.
Es posible que en algún lugar a ella me haya referido. Por eso lo de hoy no es mero tributo. Lo que me ocupa es comparación. Porque de esto, de equiparar antaño y hogaño, es como suele caminar la historia. Huyendo del ancla que se empeña en detenernos en la nostalgia. Por supuesto. Pero, de igual forma sabiendo aprovechar la lección y el consejo que toda equiparación arroja.

En los años sesenta y setenta, se ha ido consolidando entre nosotros y quizá por primera vez, una creciente burguesía llamada a desempeñar un papel importante en los momentos de la transición. La verdad es que no resulta fácil ni su exacta denominación, ni mucho menos su rigurosa composición. Era algo que no existió cuando en los años treinta chocan con violencia quienes lo tenían todo o casi todo y quienes nada poseían. Está por estudiar con rigor la carga de malignidad particularista que esto tuvo en las zonas rurales españolas, posiblemente como algo más importante que las razones ideológicas. La guerra también fue en dichos lares guerra de intereses, envidias, delaciones y revanchas.

Y barrunto que bastante antes de noviembre de 1975 y al pairo del creciente desarrollo económico que España experimente, esta nueva clase social posiblemente propicia a ser llamada nueva burguesía, pero integrada, sobre todo en las zonas rurales, por sectores diversos es la destinada a servir ahora de colchón entre escasos extremos. Una clase que se define mucho mejor por lo que no quiere que por lo que quiere. Y lo que quiere es un tránsito pacífico que no ponga en riesgo nada de lo hasta entonces meritoriamente adquirido. No quiere contiendas ideológicas, ni vueltas a una guerra que anda ya bastante en el olvido y que las nuevas generaciones no han conocido, ni revanchas con el inmediato pasado. Quiere caminar hacia un futuro ya diseñado en la democracia europea al uso. Lo pasado, pasado queda y las posibles purgas quedan para la historia. Y así, asumiendo sin ira lo de antes, encuentran el apoyo de un discurso del Rey, en los difíciles momentos de su proclamación precisamente ante unas Cortes integradas según el modelo orgánico hasta entonces vigente. Un discurso que habla de «nueva era» a la que a todos son llamados, de libertades propias de la democracia, de su deseo de ser Rey de «todos los españoles», de los antaño vencedores y vencidos, sin el menor reproche al pasado que hay que asumir como tal y, sobre todo, de concordia en el gran pueblo español para mirar sin ira al futuro.

Esto caló en profundidad y despejó muchas dudas. Y ante este singular paso, avalado luego por la Reforma que el mismo hemiciclo aprobó y que el pueblo pudo asumir en Referéndum, todos tuvieron que ceder. Los de antes y los de luego. El pueblo soberano se organizó en partidos y el 15 de junio de 1977 es llamado a participar en las elecciones. Y el pueblo acudió con muchas dosis de ilusión y de esperanza. Había llegado el nuevo régimen de democracia. Una sociedad ilusionada. Crédula de la bondad del cambio. Y el pueblo habló con voz fuerte, pero serena.

¿Qué queda de ese gran consenso social y de esa inicial ilusión treinta años después? Es la gran pregunta para reflexionar, corregir y hasta dar entrada a la desilusión. Porque me parece no muy osado afirmar que eso último es lo que ha tenido esa entrada en nuestra actual sociedad. Nos hemos vuelto bastante descreídos con casi todo lo prometido. La experiencia vivida (en cuyo detalle aquí no puedo entrar) ha golpeado una y otra vez la inicial creencia de buena fe. Y, sobre todo, está haciendo trizas el también inicial y colectivo consenso. Estamos manchando gran parte de nuestro sistema establecido y ello conduce, necesariamente, a la ruptura del consenso. Y, naturalmente, sin las bases de un fuerte acuerdo en muchas facetas de la vida política, nada se podrá llevar a cabo.

No serían pocas las causas que han dado origen a la inexistencia del gran consenso nacional (que no tiene que ser necesariamente consenso puntual entre partidos), que es el que importa. Y con toda preocupación, me atrevería a sintetizar tres que estimo decisivas:

a) El actual desbordamiento, personal e ideológico, del llamado Estado de las Autonomías. Sencillamente, queriendo o por presiones, lo que hoy contemplamos está muy lejos de lo que se pensaba como un legítimo reconocimiento de la diversidad regional sin dañar a la unidad de la Nación. Poco o nada queda de este espíritu inicial que así resultó asumido. Funcionan las instituciones autonómicas con mayor o menor acierto. Bienvenido sea. Pero el conjunto, lo que constitucionalmente debe ser llamado exclusivamente «Comunidad Autónoma» camina por donde quiere. Cada una con su apellido, algunas con manifiesto desapego a esa unidad citada. Con paulatino desguazamiento del Estado y, por supuesto, con el permanente juego que equipara lo diverso en diferencial. Y en vez de lo, común, buscando lo que separa en claros nacionalismos excluyentes. Lógicamente, los ciudadanos caen en la compresible división y el consenso se quiebra.

b) Otro similar desbordamiento: el de nuestros partidos políticos. No se trata aquí de recordar cómo están dañando el funcionamiento de las instituciones. Tampoco del muy triste espectáculo que estamos viviendo con pactos y componendas post-electorales que claramente desvirtúan la voluntad del elector. Me refiero a que también sus conductas han acabado dañando fuertemente el consenso nacional. Ha aparecido una increíble «lealtad al partido» (lo he oído esgrimir incluso en oposiciones a Cátedras) y una profunda penetración en sectores que debieran tener otros valores ajenos a esas lealtades y a esas nefastas «cuotas».
Y lo peor, el consenso se ha roto mediante la descalificación que no tiene sentido: ¡otra vez con la acusación de «facha» a quien discrepa! Y en el seno de la familia o del claustro universitario, la discordia sustituye al acuerdo pacífico, al necesario consenso.

c) Y, por último, como gran causante de desacuerdo y prueba clara de revanchismo trasnochado, la aparición de eso que llaman «Memoria Histórica». Totalmente sesgada por pensar únicamente en un bando en la guerra que se creía olvidada o, al menos, asumida. Y que viene, a estas alturas, a resucitar rencores, abrir heridas y condenar «culpables». El tema es de suma gravedad y bien merecería de serenos estudios que pusieran las cosas en su sitio y, sobre todo, fueran estudios rigurosos, sin medias verdades y, por ello, en la línea de lo que constituyó nuestra Reforma que con tanta fiesta celebramos en su día. Los padres de esta desafortunada desventura, están claramente frente a lo que un día deseara el Rey y también la sociedad. Un fatal palo al consenso, porque no puede haber concordia de lo que sea fruto de la ira. De la ira, únicamente nueva ira puede nacer. ¿Es eso lo que se quiere?

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.