¿Quién teme a Lisbeth Salander?

Lisbeth Salander será un icono audiovisual durante los próximos años, y una apuesta ganadora si se produce la versión de Hollywood de Millennium con Lucy Liu de protagonista. Ha sido calificada como la nueva Jason Bourne, una posmoderna James Bond; es la representante del nuevo género negro schwedenkrimi, y pululará por nuestros medios, carpetas de adolescentes y videojuegos familiares. Ya ha generado un Millennium tour en el barrio de Södermalm, en Estocolmo, donde podemos visitar su bloque de apartamentos y aquel callejón donde ejecuta su venganza con inusual violencia. Es uno de los efectos colaterales de vender millones de copias que desde la rural Umea agradecerán el padre y hermano del fallecido Stieg Larsson.

Pero Lisbeth Salander es, al mismo tiempo, un daguerrotipo oscuro, inesperado, del futuro que podemos tener, de cómo hemos moldeado a las próximas generaciones: más allá de un personaje de novela negra es un retrato de la siguiente generación, lejos del estereotipo que Pepsi utilizó durante años en su publicidad, y demasiado cercano a la frase del sociólogo Alain Touraine: «Nuestra sociedad no tiene mucha confianza en el porvenir puesto que excluye a aquellos que representan el futuro». Y cualquiera de los lectores de la trilogía de culto (es curioso que ya seamos capaces de acuñar como de culto una obra que no estaba ni publicada) deberá reflexionar sobre dos factores que ayudan a perfilar este escenario futuro como estremecedor: quién lo ha dibujado, y cómo lo ha perfilado.

Larsson describe la sociedad bajo una pátina hiperrealista de seres que viven bajo el patrón de tomar café, copular y volver a tomar café. Un autor nacido pobre en Suecia, tan pobre que vive con sus abuelos en el campo hasta los 8 años, idealista fundador de una publicación permanentemente deficitaria donde los periodistas trabajan gratis para poder contar cosas que no les permiten los grandes medios.

Y que logra ser rico solo tras su muerte, para finalmente acabar entregando su fortuna a sus aburridos familiares (uno se los imagina como aquella melancólica familia de William Hurt en El turista accidental, la antítesis del carácter de Lisbeth Salander) por no realizar un testamento para su pareja de hecho durante 30 años. Larsson se cuidaba tan poco, se alimentaba tan mal y fumaba tanto, que muere quizá por un ascensor estropeado que le obliga a subir a pie los siete pisos hasta su despacho profesional. Sencillamente, un hijo de su época, uno de los nuestros.

Pero Larsson, al mismo tiempo, tiene la capacidad de sintonizar con los jóvenes, aquel filo de la navaja donde nos movemos aquellos que interactuamos constantemente con ellos. Larsson no observa en la sociedad lo mismo que los demás. Alguien ha descrito su obra como la voluntad de enseñar el sótano de la sociedad, mirando debajo de la alfombra, aunque sea el perfumado, envasado al vacío, detritus escandinavo.
Larsson ha sido capaz de anticiparnos una Lisbeth Salander de 25 años, una sociópata que no sabemos si ha perdido la noción de la importancia de las normas sociales, o simplemente no las reconoce como tales. Una ciudadana que está en el proceso de encontrar su propia identidad, pero de entrada siempre sospechando de las motivaciones de aquellos que la intentan ayudar a encontrarse. Una representante de la primera generación en décadas que piensa que va a vivir peor que sus padres, una mutación no deseada de Pippi Calzaslargas, una generación que cuando llegue a la jubilación empezará a percibir que este mundo será inhabitable (como acaba de predecir Stephen Hawking).

La misma tristeza, rebeldía y violencia del replicante Roy de Blade Runner, pero sin necesitar el romanticismo de haber visto ya naves en llamas más allá de Orion. Lisbeth ha generado su sociopatía desde una sociedad sueca basada en el bienestar, donde las adolescentes planifican su embarazo hacia los 17 para poder acceder a los servicios sociales de apartamento y sueldo gratuitos durante varios años. Pero también una sociedad que ha generado una de las mayores tasas de delitos de la UE, sea violencia doméstica o acoso escolar.

La rebeldía de Lisbeth proviene de ver lo mismo que nosotros: la prostitución forzada, la violencia machista, el hambre del tercer mundo; unos políticos esperpénticamente populistas, los desastres humanitarios de Bosnia o Sudán, donde intervenimos cuando solo quedan cadáveres, o el retransmitido en directo fin de los polos. Seguro que ella haría suya, como la pareja de Larsson, la frase de Lillian Hellman ante McCarthy: «No puedo acortar mi conciencia para acomodarla a la moda de hoy».

Quizá Lisbeth atrae porque ha sido capaz de vehicular una respuesta a la impotencia que la mayoría de los humanos sentimos ante una realidad incontrolable, de dar salida a tamaña perplejidad. Y quizá deberíamos temerla porque simboliza una generación que no especula, que no juega a la política para enriquecerse, que ni tan siquiera lo contempla robar para acceder a nuestro paraíso consumista. Ni el propio Larsson supo si calificarla de autista, de sociópata o de futuro. Lisbeth, por un lado, es una lejana escandinava de ficción a quien ya le podemos poner un rostro moreno de artista. Pero ha sido engendrada por nosotros, por nuestra educación, porque su motivación vital, la razón de su fuerza, es la venganza.

Gerard Costa, profesor del Departamento de Dirección de Márketing de Esade.