¿Quién teme al gen feroz?

A lo largo de casi todo el siglo XX no era difícil leer o escuchar que si uno se lo proponía podía ser tan buen compositor como Mozart, pintor como Picasso, científico como Einstein o, incluso, escoger en la pubertad su inclinación sexual. En otras palabras, la naturaleza humana, entendida como aquellas características, nobles o no, que heredamos de nuestros antepasados, incluyendo las más innatas, instintivas o animales procedentes de nuestros primos lejanos, los grandes simios, no existía. Por el contrario, y muy en especial la mente humana, son una tabla rasa donde genética y herencia nada tienen que ver o hacer y en la que el ambiente es lo determinante. Este enfoque ambientalista tenía, y tiene aún, una base política y moral. Si nada es innato, las diferencias entre etnias, sexos, clases e incluso países no pueden ser innatas, lo que introduce la idea de que con esfuerzo, tenacidad y justicia social se pueda alcanzar la igualdad total y el hombre nuevo,eliminando así racismo, sexismo y diferencias y prejuicios de clase. Al tiempo, la especie humana quedaba separada del resto de los animales por una brecha inalcanzable y dotada de un estatus especial, espiritual, muy acorde con la mayoría de las religiones y con el sentir de no pocos hombres y mujeres de toda índole y condición.

Los avances recientes en biología, genética, evolución, psicología y neurociencias han dado un vuelco radical al problema. La conclusión principal es que entender la mente como una tabla rasa no es sostenible. Vamos por partes. El papel determinante de los genes en numerosas características físicas es universalmente aceptado. Talla y color de la piel son dos de ellas. Padres altos suelen engendrar hijos altos y padres bajos hijos no tan altos, y padres de piel negra dan hijos de coloración similar y padres de piel blanca dan hijos de similar color. A nivel más general, el ejemplo más llamativo son los gemelos. Al tener los mismos genes, su físico es idéntico, o prácticamente idéntico. Además, aunque crezcan y se eduquen en ambientes distintos, la mayoría de sus características físicas y de comportamiento son similares. Esta fue la primera prueba contra la tabla rasa. A ello siguieron datos sobre comportamientos innatos (sin aprendizaje) en niños, algunos de pocos meses, y el caso paradigmático del lenguaje: entre 1 y 3 años son capaces de aprender cualquier idioma sin saber gramática. Aunque es cierto también que sin aprendizaje, estas potencialidades no se desarrollan. Es aquí donde el ambiente desarrolla un papel fundamental: facultar al máximo el desarrollo y expresión de estas potencialidades, cuya base es principalmente genética.

Pero ¿qué se puede pensar sobre características más elevadas y nobles (inteligencia, imaginación, voluntad, abstracción, altruismo, extroversión/ introversión...) o no tan nobles (agresividad, celos, avaricia...)? Aceptar, o tan sólo considerar, una base genética para ellas ha sido y es mucho más problemático. La razón principal fue la alarma, el temor y la incredulidad suscitados por varios estudios que pregonaban la existencia de un gen para cada carácter (amor, fidelidad/ promiscuidad, agresividad, ansiedad, homosexualidad...), estudios que, a la postre, demostraron ser simplistas y a veces erróneos. Con posterioridad, análisis más serios y extensos han identificado diversos (no uno) genes responsables, cuyas alteraciones producen numerosas enfermedades humanas, confieren susceptibilidad de contraer otras y son la base de determinados comportamientos. Sin embargo, si algo hemos aprendido los biólogos en los últimos treinta años es que los seres vivos son muy complejos, que nuestro conocimiento es relevante pero aún incompleto y que los genes, que haberlos haylos, y son muy importantes, no actúan aislados de otros genes determinando características (físicas y mentales) únicas. En realidad, cada carácter depende de muchos genes que actúan dentro de redes complejas formadas por centenares de genes controlando el comportamiento de, e interaccionando con, los billones de células que forman el ser humano, sistema nervioso incluido. Y todo ello en interacción con el ambiente que, en no pocos casos, modula la expresión de los genes dando lugar a formas y comportamientos harto diversos.

En resumen. Genes y ambiente (o entorno) están en continua interacción. Ni los genes determinan al cien por cien el físico y el comportamiento, ni el entorno los puede moldear a placer relegando a los genes a un papel secundario. No son antagónicos; son complementarios. Enfrentarlos es dar alas a una falsa dicotomía. Pero si se me emplazara a escoger, como a los niños entre papá y mamá, a quién prefiero (o mejor, quién es más importante), me decantaría sin duda por los genes. Y por favor, no teman al gen feroz, que no lo es, ni teman preguntarse si el ser humano es muy distinto del resto de los animales, que no lo es. Lo que sí es, y mucho es, es que es más inteligente.

Jaume Baguñà, departamento de Genética,facultad de Biología, Universitat de Barcelona.