¿Siguen siendo necesarias las Cajas de Ahorros?

La pregunta que titula esta Tribuna se me ha formulado con alguna frecuencia en estos días, quizá porque parece que se extiende la impresión -falsa, pero muy claramente perceptible- de que la crisis que hoy padece la economía española en el ámbito financiero tiene como protagonista exclusivo a las Cajas de Ahorros. Es decir, que esa crisis afecta a las Cajas y que resolviendo el problema de las Cajas se habrán resuelto los problemas financieros de nuestro país. No se trata de una idea tan abiertamente manifestada porque su falta de racionalidad es evidente -aunque no son pocos ni poco importantes quienes la han mantenido explícita o veladamente- sino más bien producto de opiniones a medias, informaciones poco concretas y datos parciales, reforzados por la reciente intervención pública de una Caja que ha dañado mucho la imagen de estas entidades. No es de extrañar que en ese falso contexto, en el que las Cajas parecen que son las únicas afectadas por la crisis e, incluso, que son las que constituyen la auténtica raíz de esa crisis, comience a oírse con frecuencia la pregunta de si siguen siendo necesarias las Cajas de Ahorros.

Partamos de un hecho evidente. Desde 1838 en que se crea la Caja de Ahorros de Madrid hasta el día de hoy, las Cajas han logrado abrirse un amplio hueco en el sistema financiero español. En aquellas fechas no representaban nada en ese sistema, pero hoy han desplazado a sus competidores y son las entidades más importantes de entre quienes lo integran, si atendemos a su cuota de mercado en depósitos interiores. No es poco teniendo en cuenta que partieron de cero y que se han dedicado básicamente a movilizar el ahorro de las clases medias y bajas de la población, es decir, de las que menos podían ahorrar.

Precisamente con esa primera finalidad o misión -fomentar y movilizar el ahorro popular- nacieron las Cajas de Ahorros en la Real Orden de 1833, tarea que consiste en impulsar el ahorro en las clases medias y bajas y acumular los recursos procedentes de gran cantidad de pequeños ahorradores para prestarlos a quienes los necesiten y puedan retribuirlos adecuadamente y devolverlos en condiciones razonables de riesgo. Esas labores resultan muy complejas y alcanzar éxito en ellas implica, de una parte, lograr que la recolección de esos ahorros tan diseminados se efectúe con costes relativamente reducidos. De otra, porque para generar primero y luego captar el ahorro se necesita que los ahorradores confíen en la entidad en la que efectúan sus depósitos, lo que sólo será posible si se confirma la solidez de su gestión y, sobre todo, la seguridad, liquidez y rentabilidad de sus colocaciones. Todo eso lo han logrado las Cajas de Ahorros, como lo prueba su importante peso en nuestro actual sistema financiero.

Pero las Cajas tuvieron que cumplir, también de siempre, otras dos finalidades o misiones. En primer término, la de evitar que grandes masas de ciudadanos y no pocos lugares geográficos de nuestro país quedasen excluidos de los servicios financieros. Esos posibles excluidos -personas y lugares- serían los que ofreciesen menores oportunidades de negocio por lo reducido de sus rentas o los que, por su escasa fortuna, ofreciesen mayores niveles de riesgo. El riguroso cumplimiento de esta segunda misión explica, al menos en parte, las mayores tasas de morosidad que hoy soportan muchas Cajas de Ahorros, que han prestado apoyo crediticio a personas de bajas rentas y precarios empleos, primeras víctimas de la crisis económica. Eso, sin embargo, no implica que otra parte de la morosidad actual -posiblemente la más peligrosa- no se derive de dudosas operaciones corporativas a las que nadie supo o quiso poner freno. En segundo lugar, las Cajas se crearon también para luchar contra la usura y usura es todo precio o condición por encima de los que resultarían en mercados de libre competencia. La presencia activa de las Cajas de Ahorros ha logrado que nuestro sistema financiero no sea un puro oligopolio, lo que resultaría inevitable si las Cajas no hubiesen competido duramente con las restantes entidades financieras.

Las dos primeras misiones fundacionales de las Cajas -captación del ahorro popular y evitar la exclusión personal y geográfica respecto a los servicios financieros- son tareas costosas y han supuesto siempre mayores costes operativos para las Cajas. Si esos mayores costes se unen a los menores ingresos que implica de su tercera misión -consecución y mantenimiento de condiciones y precios de libre competencia- se hace bastante difícil que las Cajas puedan constituirse como sociedades de capital con beneficios suficientes para retribuir a sus legítimos propietarios. Por eso su forma institucional ha sido siempre, tanto en España como casi en el resto de Europa, la de fundaciones con actividades empresariales, que pueden retribuir algo menos el capital que utilizan. Pero, al constituirse bajo la forma de fundaciones, han planteado el problema de cómo designar sus órganos de gobierno, que no pueden constreñirse a la mera representación del capital sino más bien ser garantes del cumplimiento de los citados fines o misiones fundacionales.

Éstas son las claves del actual sistema de Cajas de Ahorros. Quizá ahora parezca mucho más fácil la respuesta a la pregunta inicial pues, para un país como el nuestro, con un déficit endémico de ahorro interno que se manifiesta en sus cuantioso déficit exterior y sus no menos abultados déficits públicos, resultaría casi suicida prescindir de entidades cuya misión consiste en el fomento y captación del ahorro popular y que han sabido cumplir con éxito esta tarea a lo largo de una dilatada trayectoria. También resultaría poco inteligente en España, país con poca densidad de población, numerosos lugares habitados y grados apreciables de desigualdad en la distribución personal de su renta y riqueza, prescindir de entidades que tratan de evitar que se excluya de los servicios financieros a personas y lugares de baja renta. Y menos inteligente aún sería poner en manos de los grandes grupos oligopolísticos nacionales la propiedad de las Cajas, que hoy aseguran un grado aceptable de competencia en nuestros mercados financieros.

Necesitamos hoy todavía de las Cajas de Ahorros para atender a esos tres frentes y seguiremos necesitándolas también en el futuro. Pero resulta necesaria y urgente su reforma. En primer término, para que sus órganos de gobierno no olviden sus misiones fundacionales y exijan su riguroso cumplimiento. Dedicarse prioritariamente a la atención de la clase media y baja sigue ofreciendo oportunidades más que suficientes en un país como España. En segundo lugar, para sacar del ámbito de las Cajas tantas influencias espurias como se observan en su actividad. Además, para reducir algo, al menos, el notable peso de las autoridades autonómicas y locales, que en ocasiones actúan como si fuesen administradoras únicas de las Cajas y éstas fuesen bancos regionales, a ser posible también únicos, para lo que andan poniendo vetos a la necesaria reordenación de su mapa organizativo territorial. Finalmente, para posibilitar que, sin perder su naturaleza fundacional, las Cajas se capitalicen adecuadamente.

Todas estas tareas conducen, en primer término, a que las Cajas puedan emitir títulos de capital con derechos políticos, aunque su representación en los órganos de gobierno tenga que ser minoritaria para preservar su naturaleza fundacional. También conduce a separar rígidamente las funciones ejecutivas, propias de la dirección general o del comité de dirección, de las que corresponda al consejo de administración y a su presidente, que nunca podría ser ejecutivo, que debería representar a los intereses generales y cuyo mandato, como el de todos los consejeros en representación de esos intereses, debería tener un plazo amplio pero sin posibilidad alguna de alargamiento. Ese consejo podría integrarse, dentro de un número muy limitado de miembros, por una representación de los títulos de capital y de los impositores, que actuarían en defensa de sus respectivos intereses, y por otra representación mayoritaria de los intereses generales de la Caja constituida por personas independientes, con formación adecuada y trayectoria intachable, que serían garantes de las finalidades fundacionales de estas entidades. Por último, la reforma debería limitar la fuerte dependencia actual de las Cajas respecto a sus Comunidades Autónomas y Corporaciones locales, especialmente en cuanto a su desarrollo territorial.

Establecidas estas necesarias reformas, algunas Cajas como también algunos bancos, necesitarán de ayudas para sobrevivir a la crisis. Valórese, con mucha flexibilidad y especial cuidado, si con tales apoyos esas entidades podrían sobrevivir efectivamente y, si son capaces de hacerlo, habrá que prestarles tales ayudas y animarles a cumplir su tarea. Pero si ni con ayudas públicas son capaces de sobrevivir, procédase lo antes posible a su absorción por otras o a su liquidación definitiva. No mantengamos con vida a entidades que resulten incapaces de cumplir la importante y difícil misión para la que fueron creadas. Esa, me parece, es la respuesta acertada a la pregunta que algunos me han formulado.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.