¿Un final espantoso o tolerable?

Por Kenneth W. Stein, profesor de Ciencias Políticas e Historia de Oriente Medio en la Universidad Emory, Atlanta, Estados Unidos (LA VANGUARDIA, 02/01/06):

En Oriente Medio están ocurriendo muchas cosas. Abundan los cambios económicos, políticos, sociales e intelectuales. Su velocidad, frecuencia y magnitud son los mayores que he visto en mis tres décadas de estudio, observación y análisis de los acontecimientos de la región. No sólo en Iraq y algunas zonas palestinas, sino también en otros lugares se diluyen -aunque todavía no desaparecen del todolos vínculos del pasado. Los lazos tradicionales están sometidos a una fuerte presión. Cada país se encuentra en una etapa diferente de transición. Ya no existe un mundo árabe. El final puede ser espantoso o tolerable. La incertidumbre es la regla. Nos encontramos en medio de una revolución iraquí que a su vez se encuentra en medio de unos cambios generales más amplios. En mayor medida que en cualquier otro momento de los siglos XIX y XX, la política y los sistemas políticos de Oriente Medio se encuentran en un punto entre la continuidad estricta y el cambio formidable. Ni la creación de estados árabes tras la Primera Guerra Mundial ni la guerra fría entre 1945 y la década de 1990 han tenido tanta repercusión en los valores, las costumbres, los hábitos y las conductas como los últimos seis años. ¿Quién habría creído hace una década que una coalición encabezada por EE.UU. derribaría un dictador árabe y ocuparía una capital árabe? ¿Adónde conduce todo esto? En Oriente Medio solía morir un dirigente clave cada quince o veinte años; desde 1999, han muerto o dejado el cargo más de media docena. El carisma se agota con rapidez. Quienes gobiernan lo hacen de modo provisional, pero ¿qué será lo definitivo? Los dirigentes que quedan de ayer envejecen o son puestos en entredicho. Antes había un control estatal estricto sobre los medios de comunicación. Ahora las redes por satélite e internet convierten en imposible el control de la información. Con pocas excepciones, la política electoral plural era algo inédito en la década de 1990 o con anterioridad a ella. La guerra internacional contra el terrorismo ha hecho que la región de Oriente Medio cobre importancia. Sólo en el 2005, Iraq celebró tres elecciones; los palestinos celebraron decenas de elecciones municipales, primarias y nacionales, y Egipto pasó por los comicios más reñidos de su historia. EE.UU. solía preocuparse de que los estados árabes se alinearan en su contra y en el bando de la Unión Soviética; ahora la política estadounidense se centra en el modo en que se gobierna un país, no en si recibe armas de Moscú. Éstos no son sólo tiempos de transición. Sigue sin estar claro el papel y la influencia del islam en los asuntos cotidianos. Las mujeres laicas y laicizantes, que no sufrieron coacción religiosa bajo el régimen de Saddam, ven ahora el auge de tendencias conservadoras en un Iraq postautoritario y libre. A medida que resultan elegidos políticos islamistas en el nuevo Parlamento iraquí, aumentan las posibilidades de que las mujeres de claras tendencias laicas abandonen Iraq por mucho tiempo. De este modo, el debate sobre el papel de las mujeres en la democracia iraquí queda en manos de quienes controlarán los derechos de las mujeres. ¿Se dirá dentro de cinco años que el Iraq post-Saddam fue peor para la libertad de las mujeres que su brutal régimen? Una revolución tiene tres fases. La primera se caracteriza por la euforia ante el derrocamiento del antiguo y odiado régimen. En la segunda fase se hace necesario reconstruir un sistema político nuevo o diferente; por ello, tratan de conciliarse intereses diversos. Por último, en la tercera fase, quienes se han hecho con el poder toman represalias contra los adversarios perdedores o tiene lugar una guerra civil. ¿Se convertirá Iraq en el 2006-2009 en un Irán de los años 1979-1982? Es muy posible que no. Irán se encontraba entonces decidiendo acerca de su dirección. La mayoría celebraba la partida del sha. En ausencia de instituciones políticas y judiciales independientes, una autocracia sustituyó a otra. Poco a poco, los clérigos y la red de mezquitas se hicieron con el poder. Desplazaron a los defensores de la sociedad civil y se hicieron con los ingresos nacionales del petróleo. Quizá las fuertes identidades étnicas, confesionales y regionales de Iraq mantengan el poder de los clérigos controlado o compensado mediante la tensión política diaria. A diferencia de Irán, el ejército no puede desempeñar en Iraq el papel de administrador del poder. Apenas existe; y, por ahora al menos, los militares tendrán que dejar la política a los políticos laicos y los clérigos. En la segunda fase de la agitación política, diversos grupos que se habían unido contra el autócrata luchan entre sí para lograr influencia y poder en el espacio dejado libre. A diferencia de Irán, donde los clérigos encabezaron la arremetida que destronó al sha, los clérigos de Iraq no pueden atribuirse el cambio de régimen ni contar con alguna ventaja en la conformación de un sistema político diferente. En Iraq, el proceso de redacción de la Constitución del 2005, por más que imperfecto, obligó a compromisos. Y, aunque fueron defectuosas, en las elecciones del 15 de diciembre votaron 11 millones de iraquíes; una participación del 70% es la envidia de cualquier democracia. Para que Iraq sea un éxito, debe aparecer cierto grado de seguridad económica, estabilidad política y justicia social. Las elecciones por sí solas no hacen funcionar las democracias, eso sólo pueden hacerlo los demócratas. En este inicio del 2006, Iraq se encuentra en la tercera fase, en que la revolución devora a sus hijos, pero aún no ha concluido la segunda fase. En otras palabras, la insurgencia y el terrorismo coinciden con la construcción de instituciones políticas; Iraq goza de una abundancia de fuerzas de seguridad nacionales y extranjeras que ayudan al país en su infancia institucional. La eliminación de los insurgentes proporciona a la experiencia iraquí una posibilidad de un éxito futuro. Por medio de la Constitución y las elecciones, el poder ya es hoy compartido. Como unas brasas ardientes capaces de avivarse, las tensiones étnicas y confesionales pueden convertirse en cualquier momento en un gran fuego. De la desaparición de Saddam y la muerte de Arafat hemos aprendido que los vestigios del régimen anterior no ceden el poder con facilidad. Luchan por aferrarse a él. En el caso palestino, la vieja guardia del partido dominante Al Fatah no quiere ceder paso a unos fanáticos más jóvenes e igualmente nacionalistas. También aprendemos que el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, y quienes gobiernen Iraq en un futuro inmediato serán dirigentes provisionales si no consiguen mostrar voluntad y coraje. Tras el fin del autócrata, lo que se necesita es inclusión, no retribución. Sabemos que los palestinos tienen demasiados cuerpos de seguridad; los iraquíes, no los suficientes. En ambos casos, un servicio de seguridad fuerte y centralizado sirve para controlar el desorden y respaldar -pero no obstaculizar- la naciente democracia. Lo que suceda en Iraq y las zonas palestinas puede contribuir a acelerar el cambio en los otros lugares de la región. Podría poner de manifiesto que el pluralismo o la democracia al estilo iraquí/ palestino es capaz de funcionar o que una violenta guerra civil es capaz de desgarrar la sociedad (iraquí/ palestina), afectar (positiva/ negativamente) a sus vecinos e influir de modo (in) directo en los precios del gas y el petróleo, los índices mundiales de inflación y la velocidad o lentitud del desarrollo económico nacional. Cada Estado puede acabar de modos diferentes, en momentos diferentes, o no hacerlo en absoluto. El resultado final puede ser espantoso o tolerable. El éxito se alcanzará y se mantendrá si los dirigentes dan paso a las instituciones, si los habitantes se convierten en ciudadanos y si los extranjeros no se inmiscuyen en los asuntos iraquíes.