¿Un nuevo contrato?

Por Alfredo Pastor, profesor del IESE y de la CEIBS de Shanghai (EL PAÍS, 04/11/06):

La integración de los llamados países emergentes en la economía mundial -la aparición de sus productos en nuestros mercados, la llegada de sus trabajadores a nuestras fronteras- está empezando a cambiar nuestro mundo; lo que vemos es sólo el principio de un proceso de una magnitud sin precedentes, cuyos primeros frutos ya se adivinan; echémosles un vistazo, a ver qué nos depara el porvenir.

Hasta el momento, la integración ha beneficiado a las economías emergentes, como China, donde el sector moderno de la economía, basado en la exportación, ha creado millones de puestos de trabajo mejor remunerados de lo que estaban en la agricultura; ha beneficiado al resto del mundo, porque la combinación de crecimiento elevado y baja inflación de los últimos años se debe en parte a la competencia de los productos asiáticos. Pero no hagamos demasiado caso de los promedios, porque esos beneficios se han repartido de forma desigual: han ganado los trabajadores poco especializados en China, los consumidores occidentales y las empresas que han sabido aprovechar las diferencias de costes entre ambos mercados; en Occidente, han perdido los trabajadores poco especializados y las empresas que no han podido resistir la competencia. Aquí, las ganancias no se han repartido por igual entre consumidores y empresas, porque las enormes diferencias de costes no se han trasladado al consumidor final: el lector no habrá observado una caída vertiginosa del precio de sus camisas, o de sus zapatos: en los últimos años, los precios de vestido, calzado y textiles han subido sólo ligeramente por debajo de la inflación, señal que son las empresas que han sabido trasladar su producción a China las mayores beneficiarias de la integración, y estas empresas son, en su mayoría, occidentales. Hasta el momento el reparto es, pues, desigual, y el proceso no hace sino empezar; en el futuro, la competencia no se circunscribirá a los trabajadores poco especializados, sino que afectará a todos aquellos cuyos servicios puedan ser prestados a distancia: camareros, peluqueros o ministros estarán a salvo de la competencia asiática; no así los analistas financieros o los gestores de fondos, quizá tampoco los profesores; sí los albañiles, no los arquitectos: no creamos, pues, que los perdedores en potencia vayan a ser una minoría marginal, gente sin talento ni educación: estamos al inicio de un largo proceso de gran alcance.

Una consecuencia significativa de ese proceso es el cambio en la distribución de la renta a favor de los beneficios: en un grupo de países ricos, como el G 10, la parte de los salarios en la renta nacional ha caído, en los últimos treinta años, del 62,5% al 59%: éste es un cambio notable, por tratarse de una de las relaciones más estables de cualquier economía. Como los salarios son los ingresos de la mayoría menos próspera de la población, cabe prever que aumente la desigualdad de la distribución de la renta, por lo menos entre los ciudadanos de los países ricos. Claro que la integración de las economías emergentes no es la única causa de una creciente desigualdad, ya que el fenómeno es más antiguo; pero la favorece, y no faltará quien le eche toda la culpa.

Todo esto lleva a una conclusión, que el lector ya habrá oído: para que la integración prosiga -para evitar un aislacionismo ni posible ni deseable- sus frutos deben repartirse de forma más equitativa. ¿Cómo hacerlo? Muchos hemos confiado en que, entre países así como dentro de cada país, los más pobres irían alcanzando a los más ricos, pero la experiencia reciente no permite mantener esa confianza: el proceso de igualación progresiva dentro de cada país, muy intenso entre 1910 y 1960, parece haberse detenido desde entonces, mientras que las desigualdades entre países han aumentado desde esta última fecha. Tampoco cabe esperar demasiado de la redistribución por vía de impuestos: en 25 años, en un país como EE UU, con un sistema impositivo progresivo, la parte del PIB de que disfruta el 1% más rico de la población ha pasado del 8 al 16%: el reparto ha ido en la dirección opuesta.

Y, sin embargo, algo hay que hacer: ya vemos que la operación del mercado por sí sola no está dando resultados aceptables a largo plazo. Para ello hay que empezar por salir del marco habitual: vale hoy lo que decía en 1946 uno de los arquitectos intelectuales del milagro económico alemán: hay circunstancias en que "la rutina y la experiencia del comerciante práctico no bastan, como no basta la práctica administrativa": hay que volver a los principios. Estos pueden ser reducidos a dos: por una parte, la economía de mercado permite movilizar recursos mejor que ningún otro sistema; es, en potencia, el mejor vehículo para cubrir las necesidades materiales del mayor número, y por eso quiere uno conservarla. Por otra, ese vehículo debe ser dirigido a una distribución justa, porque un sistema injusto no es, a la larga, tolerable. Esta orientación de la economía, el marco en el que se desenvuelve el mercado, es el resultado de un contrato tácito que suscriben sus grandes actores: trabajadores, empresas y Gobierno. Cuando el contrato está bien hecho, como ocurrió entre 1950 y 1973, las cosas van bien para la mayoría; cuando no, como ha sucedido desde 1973, el crecimiento y el empleo se resienten. Para abordar con éxito el proceso de integración, ha llegado el momento de suscribir un nuevo contrato. Y, para satisfacer a izquierdas y derechas, sus redactores podrían inspirarse en la frase de aquel liberal que fue Adam Smith, tan injustamente acusado de ser el apóstol del interés egoísta: "Si la prudencia es la virtud más deseable para uno mismo, la humanidad, la justicia, la generosidad y el espíritu cívico son las cualidades más útiles para los demás".