¿Una nueva Francia para una nueva Europa?

La imagen de Francia se ha deteriorado mucho durante la larguísima era Chirac (más de 10 años), probablemente el peor y más corrupto presidente de la V Republica. Con una economía maltrecha, una sociedad dividida y radicalizada, una extrema derecha poderosa, un Islam que avanza destruyendo la cultura republicana, Francia sería el arquetipo de «vieja Europa» moribunda y decadente. Los riots en la banlieu de París, más propios de Los Angeles o Washington que de Europa, y el No sonoro a la Constitución europea, confirmaban esa malaise cuya manifestación más rotunda sería el temor, casi miedo cerval, a la globalización y la apertura al mundo. Los franceses son los europeos que más apoyan a los altermundialistas (nada menos que el 88 por ciento), más del 50 por ciento cree que la globalización es negativa para el crecimiento (sólo el 27 por ciento en España), y hasta un 30 por ciento piensan que la economía (¡francesa!) es demasiado abierta (en España sólo un 11 por ciento). Pero las actuales elecciones muestran signos inequívocos de que los franceses están deseando a pasar página y las advertencias sobre la France qui tombe (Nicolás Baverez), han hecho mella en el electorado.

Cierto que las elecciones francesas son singulares pues en ellas se elige un monarca republicano, prácticamente por encima de la ley, que no da cuentas al Parlamento ni puede ser censurado y ejerce el máximo poder en política exterior e incluso en la interior. Más que el presidente de los Estados Unidos, el de Francia es lo más próximo a un Dios en la tierra por elección. La Republica heredó el Estado absoluto y centralizado de Luis XIV, y eso hace de Francia el país más politizado del mundo, pero también un país convulso y turbulento, la patria de las libertades pero también del «bonapartismo», el «orleanismo» o incluso el coup d´État. Un país difícil, sin duda.

Por fortuna estas elecciones se han jugado en el centro pues, hartos de la tensión entre una derecha corporativa y una izquierda anquilosada, los franceses se han distribuido por todo el espectro político pero son los extremos los que han caído y Le Pen ha bajado del 17 al 11 por ciento mientras el PC no ha llegado al 3 por ciento y el icono del altermundialismo, José Bove, se ha quedado en poco más del 1 por ciento. Mientras, y contra toda expectativa, el centro casi alcanza el 20 por ciento, lo que es una llamada a la moderación pero también una seria advertencia a los partidos clásicos.

Cierto que Ségol_ne Royal ha conseguido sacar al socialismo francés de una profunda crisis, pero ha certificado también el agotamiento del proyecto socialista. Ni por su elegante aspecto de buena burguesa ni por su discurso puede ser considerada una «nueva izquierda», y hasta Le Monde reclamaba «renovar el pensamiento de la izquierda» dejando de «demonizar» la mundialización para salir del «impase ideológico».

El triunfo de Bayrou ha obligado a ambos candidatos a reforzar su centrismo, lo que se vio claramente en el largo y tedioso debate televisado seguido con pasión por más de veinte millones de ciudadanos, y del que destacaré tres hechos. El primero, el tono ensimismado e «introspectivo» (decía Quentin Peel), en el que la política exterior estuvo ausente salvo referencias aisladas; para un país que pretende seguir siendo la luz de la libertad en el mundo, quedaron demasiadas cosas en el tintero. Lo segundo a destacar fue el insoportable tono de arrogancia moral exhibido por Ségol_ne, ya casi un tic socialista que, carente de razones, acude a la descalificación acusando a su adversario de «inmoralidad política». Actitud que redondeó anteayer al asegurar que con Sarkozy la democracia «está amenazada» y su triunfo provocará «violencia y brutalidades». Muy en tono «Zapatera». Finalmente es de destacar la tentación socialista de echarle la culpa al sistema proponiendo una refundación del Estado, casi latinoamericana. Mientras Sarkozy pretende jugar dentro del marco constitucional de la V República, la Royal, de nuevo siguiendo ejemplos foráneos, sugiere la refundación de una VI República.

Aparentemente pues, dos Francias contrapuestas. Aunque tan importante como los desacuerdos son los acuerdos tácitos: nada sobre desmontar el pesado aparato del Estado, descentralizar la administración y abrir el país más allá de la elite parisina, nada sobre abrirse al mundo, y poco sobre la identidad post-nacional de una Francia multicultural, tema explosivo que ambos evitan. Y por supuesto, unos y otros acaban sus mítines con un Viva Francia y cantando la Marsellesa mientras hacen ondear banderas nacionales. Puede que Francia esté desorientada pero al menos sabe que existe y aún tenemos mucho que aprender de ella.

Cuando redacto estas líneas los sondeos indican un sólido triunfo del programa de cambio de Sarkozy por 53 por ciento contra 47 por ciento, legitimado por una enorme participación electoral (superior al 85 por ciento). Las llamadas al miedo se han vuelto contra quienes las lanzaron, y esperemos que la irresponsable y desestabilizadora incitación al desorden callejero que lanzó la Royal en las últimas horas no sea tampoco atendida. Su elección es una gran oportunidad para todos.

Francia es a Europa lo que Madrid a España: el rompeolas de todas sus tensiones. Más que ningún otro país es la representación viva de sus éxitos pero también de sus problemas. De Francia podemos decir lo que con frecuencia decimos de Europa y de España: jamás fue ni tan segura, ni tan libre, ni tan próspera, aunque ella no lo sepa y no lo valore. Pues como Europa (y como España) ha perdido la fe en sí misma y en su propio proyecto y por ello, a veces, el «cambio francés» parece ser más un retroceso que un avance.

Frente a ello Sarkozy representa la esperanza batida entre la moderación y los principios: No quiero ser el presidente de una Francia que se encierra en su historia para escapar al futuro, afirma. Salido de fuera de la oligarquía de la ENA que gobierna Francia desde hace décadas, hijo de emigrante húngaro y de madre judía, que ha aprendido el valor del esfuerzo, es un outsider que ha sabido alzarse gracias a una retórica política de enorme poder y sólidas convicciones que combina el coraje y la fuerza de un Churchill con el utopismo juvenil de un Kennedy y la grandeza de De Gaulle.

Pero Sarkozy no es solo la gran esperanza de los franceses. Lo es también, en buena medida, de todos los europeos. Asistimos a una renovación radical del liderazgo mundial. Es inmediato el fin de los tres mandatos de Blair, otros diez años que acaba de celebrar. En marzo del 2008 habrá elecciones en Rusia y Putin ha anunciado que no se presentará. Con regularidad cósmica, el 4 de noviembre de ese mismo año habrá elecciones en Estados Unidos, y ganen o no los republicanos, será el fin de la era Bush II abriéndose la oportunidad de relanzar la relación atlántica con Europa. Renovación del liderazgo mundial que sigue a la elección de Angela Merkel y de Ban Ki-moon en Naciones Unidas, y que cancela toda una época marcada por el 11-S, Afganistán e Irak.

El mundo necesita gobernabilidad, controlar la mundialización y hacer frente a una agenda de problemas emergentes que va desde el cambio climático a las emigraciones pasando por la proliferación, el terror yihadista o los Estados fallidos. Y eso sólo podrá abordarse a través de un sólido diálogo entre la UE y los Estados Unidos que revitalicen unas Naciones Unidas escleróticas. Sarkozy es la clave del arco de bóveda de esa alianza que restañe heridas entre la vieja y la nueva Europa y la abra de nuevo a una colaboración con los Estados Unidos y otras democracias mundiales. Una nueva alianza en la que España, que ha apostado por aliarse con el problema más que con su solución, no debería estar ausente.

Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología de la UCM.