¿Una nueva visión de la arabidad?

Todas las cumbres de líderes árabes, tanto las ordinarias como las extraordinarias, tienen una larga tradición de desencuentros, decepciones y fracasos. Presentan, hasta ahora, un balance final con bastantes más aspectos negativos que positivos, más de retórica barata y hueca que de sólido contenido real, más de transitorias aspiraciones coyunturales -que rápidamente se diluyen- que de proyectos firmes y realizables y más de renuncias que de logros. No es que la celebrada a finales del pasado marzo en la capital saudí, Riad (cabe recordar que este nombre significa en lengua árabe los jardines) haya supuesto un giro contrario y significativo en esta repetida y claudicante trayectoria, pero sí ha sido un encuentro bastante diferente en algunos aspectos.

Alguno de ellos nada insustancial y baladí -especialmente pensando en términos de futuro posible-; al contrario, bastante enjundioso y hasta quizá trascendental. Es el caso, por ejemplo, del enunciado en el título de este artículo, al que no haré ahora sino una primera aproximación. Se trata de una de tantas cuestiones árabes internas, interárabes, que no gozan de especial atención ni comentario en medios occidentales. Entre otras razones, porque para hacerlo hay que emplear también material producido por los propios árabes -en su discurso y en su lenguaje-, lo que exige aptitudes y conocimientos muy poco frecuentes en los medios en general. O al menos poco reconocidos y practicados. Lo menos que cabe afirmar es que resulta una práctica insuficiente, y con frecuencia nociva, equivocada y engañosa.

Suscitaba yo hace casi dos años en este mismo periódico (22-11-2005) un interrogante crucial e inquietante: si se estaba produciendo la desarabización del mundo árabe y acerca de ello planteaba dos preguntas. La primera: esta erosión de la arabidad del Makrex -Próximo y Medio Oriente- coincide con la emergencia de otras partes del espacio árabe: el Jalich (El Golfo) y el Magreb. ¿Propiciará esto el inicio de otros procesos que cabría denominar, en principio, de rearabización? La segunda: ¿cabe la posibilidad de plantearse otro hecho indisolublemente entramado con el suscitado aquí, la posibilidad de la desislamización y la reislamización del mundo árabe? Pues bien, seguramente ha llegado el momento de abordar la cuestión.

Entre los grandes temas enunciados y debatidos en la mencionada cumbre de Riad -y que se recogen y exponen en su declaración final-, hay alguno que, sin llegar a ser insólito en esta clase de reuniones, sí es infrecuente y habitualmente soslayado. En concreto, el que plantea «la identidad árabe (al-huwiya al-arabiya) por la vía del sostén de sus elementos y apoyos básicos y para consolidación de la pertenencia a ella». Los propios términos que se utilizaban están, a mi modo de ver, elegidos con sumo cuidado y cautela, renunciando conscientemente al empleo de otros posibles y, en gran parte, similares: al-uruba (la arabidad) o al-qawmiya al-arabiya (el panarabismo, el nacionalismo árabe), por ejemplo, adscribibles a proyectos e ideologías anteriores y que se identifican con ellos. Seguro que esto quería evitarse a toda costa.

La cuestión es por esencia de enorme complejidad, importancia e influencia, no sólo en el porvenir inmediato del propio mundo árabe, sino de toda la zona, con sus intrincadas y múltiples implicaciones internacionales. Insisto en que yo sólo empiezo a suscitar aquí algunas de sus facetas y dimensiones principales.

Por ejemplo, el país que patrocina la iniciativa: Arabia Saudí. La posible asunción de un liderazgo árabe -siempre disputado y jamás resuelto realmente- por parte del régimen saudí no es un asunto nuevo ni totalmente inesperado o sorprendente; y, por descontado, tampoco resulta insignificante ni indeterminante para el futuro, desde el ya inmediato. Lo recuerdan así bastantes reconocidos analistas, como el kuwaití Muhammad al-Rumayhi: «Todo observador ha de ver cómo el reino saudí ha podido sustentar últimamente una política clara y sincera en diversos expedientes espinosos. No a causa de lo ocurrido en septiembre del año 2001, sino desde antes. Es una política que ha fructificado ya en más de un expediente y cuya coordinación, con anterioridad a la cumbre, así lo indicaba». Como recuerda una destacada personalidad política tunecina, que fue embajador en el reino saudí, «puede afirmarse que la política saudí se caracteriza por buscar lo útil, sin importarle el brillo mediático ni satisfacerse como lemas huecos».

La que es, seguramente, la valoración mayoritaria sobre el acontecimiento, se expresaba con claridad en artículos aparecidos muy poco después de finalizada la reunión en el diario árabe quizá más influyente en la actualidad. Así, por ejemplo, se hablaba de «la cumbre del atrevimiento árabe, a expensas de radicalismos de charlatanería», porque «no se puede hacer del mundo árabe una potencia regional, poseedora de su voluntad independentista, de sus mecanismos, de sus medios, de sus capacidades materiales y morales, con frívola palabrería cósmica y difundiendo testimonios de locos. Eso no llegará sino con la acción común, las posiciones únicas, guardando la identidad, la estabilidad y la seguridad de la zona, cooperando, con ánimo generoso y comprensivo con los bloques regionales y mundiales correspondientes».

No quiero hacerme eco ahora de las valoraciones radicalmente contrarias que aparecen también en otros medios, refiriéndose por ejemplo a «la cumbre de las reclamaciones americanas» o a «la cumbre de los dictados y la derrota». Hasta el representante más conspicuo de Al-Quds al-Arabi, habitualmente muy hostil con el régimen saudí, reconocía que «la confirmación del liderazgo saudí para los árabes tiene suma importancia, porque ello significa la provisión de la cobertura sunní árabe e islámica ante cualquier golpe americano, próximo o casi seguro, contra Irán».

Directamente relacionado con todo lo anterior está la personalidad del principal piloto de la iniciciativa: el rey Abdallah de Arabia Saudí. Es, indudablemente, una persona que ha gozado siempre de gran respeto, aprecio y credibilidad por parte de muchos árabes de diversa extracción, situación social y tendencia política, y a quien se tiene desde antiguo por defensor a ultranza de una araboislamidad genuina. Como ha recordado recientemente un académico saudí, «no tiene ni dos, ni tres, ni cuatro rostros, sino solamente uno, y sólo dice aquello que tiene el significado de lo que quiere decir. Es un árabe, musulmán, y nadie puede pugnar con él en su arabidad y su islam». En términos similares se expresa otro conocido articulista: «Para que Arabia Saudí pueda asumir con eficacia este mando pionero, tiene que contar con numerosas condiciones que lo aseguren, y no me cabe ninguna duda, de que el rey Abdallah goza de una popularidad en el interior y en el exterior, que alcanza quizá el grado de consenso nacional».

No faltan tampoco los analistas, diplomáticos y altos funcionarios de diversos países -y no sólo saudíes- que recuerdan que desde la muerte de Gamal Abdel Naser el mundo árabe está sin un dirigente fuerte y capaz de unir a los distintos pueblos, y que seguramente es el propio rey Abdallah el único que podría llevar a cabo esa misión; aún más, hay quien llega a afirmar que «el monarca saudí se ve a sí mismo como el nuevo Abdel Naser, pero sin socialismo».

Cabe la posibilidad de que la cumbre de Riad sea, como afirma el prestigioso analista egipcio Wahid Abdel Mayid, «la última tentativa para construir un mínimo de cooperación en la etapa actual de la historia de los árabes» y que «la cooperación en el tiempo actual signifique asegurar las vías necesarias para la continuidad de la acción árabe conjunta más de lo actualmente en curso, hasta alcanzar una posición unida o común. Es la acción común, y no la posición común, lo que puede alcanzarse en el tiempo de la ruptura, especialmente cuando ésta nace de un desacuerdo entre dos métodos y dos maneras de mirar las situaciones del mundo árabe, sus cuestiones y sus relaciones con la sociedad internacional, y no sólo entre esas dos posiciones».

Importa también advertir que en la declaración final de la cumbre se ha resaltado la importancia que tiene la potenciación de los asuntos educativos, en sus diversos niveles y esferas, para el reforzamiento de esa identidad y de sus sostenes civilizadores y culturales; y que es a la lengua árabe a la que incumbe el papel de expresar la identidad cultural unida y de conservarla, en un marco civilizador alzado sobre los valores espirituales, morales y humanos, como se ha encargado de afirmar y recordar oportunamente el director general de la Isesco, organismo que a nivel islámico cumple el mismo papel que la Unesco.

En suma, todas estas nuevas opciones, perspectivas y hasta quizá proyectos que se abren, y que surgen en medio árabe casi al completo y en la cuna propia de los árabes y del islam, constituyen un hecho de gran importancia y que puede significar cambios quizá determinantes para toda la zonas y, vuelvo a repetir, en el marco de los múltiples intereses y tramas internacionales que en ella confluyen. Precisamente que surjan ahí, en ese escenario tan disputado, conflictivo, desgarrado y de incierto futuro, lo reviste aún de mayor trascendencia.

En qué medida esto puede concretarse en una nueva concepción de la arabidad islámica es un tema absolutamente fundamental, apasionante, y decisivo, pero también, con seguridad, el de más difícil análisis, cálculo y pronóstico. No afecta sólo a los árabes y a los musulmanes, sino que nos afecta a todos.

Pedro Martínez Montávez, arabista y profesor emérito de la Universidad Autónoma de Madrid.