¿Y ahora qué?

Tras tres años sin atentados mortales, ETA, el reciente 30 de diciembre, sin previo aviso, decidió dinamitar Barajas. En esta ocasión corrió el riesgo de llevarse por delante todo lo que allí estuviera, y el resultado está a la vista: una zona cero en la capital de España y dos vidas humanas menos, que se añaden al balance general de una organización que nació en 1960, bajo el franquismo, y cuyo primer muerto se producía en 1968, hace ahora casi 40 años.

Cuando el pasado 22 de marzo las campanas al vuelo en este país nos dijeron que se había producido lo que ETA llamaba un «alto al fuego permanente», yo, simplemente, me rasqué la cabeza. Aquella euforia y, sobre todo, aquella escenificación me parecieron excesivas, fundamentalmente porque parecía más que un fin definitivo de la utilización de la violencia como arma política, el inicio de una guerra de sombras donde lo único que se nos repetía -como en el colegio- era que el proceso iba a ser «largo, duro y difícil».

Mi impresión, como la de muchos, era que ETA estaba acusando la dureza de la persecución policial, la colaboración internacional, la aplicación de leyes muy restrictivas, pero, sobre todo, el cansancio de una sociedad y el pésimo ambiente internacional que tenía el terrorismo tras los atentados del 11-S y el 11-M, con la irrupción de un terrorismo islámico suicida que trastocaba cualquier planteamiento robinhoodiano de una organización que en sí misma nos decía que había nacido para liberar a los vascos, cuando éramos los vascos los que queríamos liberarnos de ella.

Se nos dijo, asimismo, que la hoja de ruta tenía sólo dos elementos: el acercamiento de los presos a cárceles próximas a Euskadi, para quitarle presión a una justa demanda, y la posibilidad de que Batasuna pudiera presentarse a las elecciones de mayo, junto a una mesa política que abordaría el encauzamiento, entre todos, de una demanda existente, mucho más, tras el portazo del Congreso de los Diputados al llamado Plan Ibarretxe.

Ya de por sí parecía muy extraño que el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, tomara la indicativa de parlamentarizar un proceso tan incierto. No hay precedentes de que algo así, tan cogido por los pelos, tuviera semejante tratamiento en su inicio, que, además, soportaba, semana va y semana viene, la ruda acción de una oposición de trinchera que no veía por ninguna parte proceso sólido alguno mientras los portavoces de Batasuna, día va y día viene, convocaban ruedas de prensa para anunciar manifestaciones, protestar por decisiones judiciales, opinar sobre lo divino y lo humano, y echar la culpa a todo el mundo sin asumir la menor responsabilidad en nada e ir haciendo subir la intensidad del enfrentamiento verbal y del sinsentido político. Como cuando dirigentes de Batasuna dijeron que jamás condenarían la violencia. Se referían, en su lógica, a la posible violencia de ETA y a la ya presente violencia de la kale borroka.

Todo ese clima de película de los Hermanos Marx comenzó a envenenarse cuando las tradicionales demandas del nacionalismo empezaron a ser reivindicadas también por una ETA que comenzó a tutelar todo el proceso. Territorialidad y derecho a decidir era ya el binomio esgrimido por ETA, no sólo por Batasuna, para que todo aquel rigodón tuviera salida. Lo malo era que cada comunicado de ETA contaba inmediatamente con la exégesis positiva y el amparo de toda la trompetería de Batasuna, la compresión de algunos partidos, la difusión estelar en casi todos los medios y la discusión superficial de casi todas las tertulias mediáticas.

Por eso a nada que alguien conozca lo que es ETA y a nada que alguien conozca de verdad cuál es el verdadero sentido del Estado de España y Francia, podía sentir que aquello no tenía ni pies ni cabeza y que se convirtió tan solo en una bomba a la deriva y con la mecha encendida.

Se nos podrá preguntar por qué casi todos colaboramos en esta ceremonia de la confusión. Pues muy sencillo. Porque todos depositamos nuestra confianza y creímos en su buena intención cuando el presidente del Gobierno, bajo la estatua de Isabel II, hizo el anuncio, mientras parecía que tenía todo el proceso atado y bien atado. Por eso, nadie, en su sano juicio, iba a dejar de apoyar aquella oportunidad para la llegada de la paz, por pequeño que fuera el orificio de salida a una situación tan enquistada.

Se me dirá que el Partido Popular nunca lo creyó. Y es verdad, pero por otros motivos.

El caso es que la bomba explotó el día 30 y se llevó por delante dos vidas humanas y unas instalaciones, junto a decenas de coches aparcados.

Por cierto, menudo servicio de información el del CNI: en el mismo momento en el que el presidente del Gobierno felicitaba el año en el Palacio de La Moncloa y decía que el año que viene íbamos a estar mejor, ETA aparcaba su furgoneta asesina en Barajas.

La pregunta es: ¿y ahora qué?

Se pueden y deben hacer muchas cosas: plenos parlamentarios, manifestaciones, minutos de silencio, análisis sesudos y búsqueda de culpables. Bien. Pero tras esto, ¿qué?

Yo lo tengo cada vez más claro. Está demostrado por cuarta vez que con ETA no hay nada que hacer. Nada. Ni con ésta ni con la que venga, ni con los Ternera, ni con los Cherokis. Nada. Porque estamos ante una organización fanática y totalitaria a la que, o le das toda la razón para justificar su violencia o no aceptará nada de nadie. Al contrario. Creerá que hablamos así porque los débiles somos nosotros.

Llegada a esta conclusión, que no es fácil, pues hay muchos analistas políticos que piensan lo contrario, sólo queda la llamada ETA sociológica. La que le da agua al pez, la que nutre sus comandos, la que sigue empeñada en un discurso rupturista de hace 40 años, la que tiene una épica que termina por impregnarlo todo.

Sólo queda trabajar con esa ETA sociológica para que quienes la integran se convenzan de que la política no puede estar condicionada a la violencia, que la democracia tiene unas reglas de juego que no se pueden traspasar, que la vida humana es el máximo valor a preservar en cualquier sociedad civilizada y que cuando salga por cualquier esquina el Pernando Barrena de turno, diciendo que jamás condenará la violencia, tiene que saber que él tampoco, jamás, será admitido en este club civilizado. Y que si aceptan esos mínimos tendrán toda la cancha de juego a su servicio, y, en caso contrario, serán ellos quienes se cierren a sí mismos las puertas. Tan simple, pero tan complicado como esto.

Aralar lo hizo en su día. El Sinn Fein lo hizo frente al IRA. Falta que Batasuna interiorice que no puede ser el acólito político permanente de una organización terrorista dispuesta a matar, extorsionar, intimidar, si no se le da la razón. Toda la razón. Y nada más que su razón.

Y, detrás de esta idea tan simple, y clara, debería estar toda la sociedad: partidos, sindicatos, medios de comunicación, curas irlandeses de esos que hay hasta en la sopa, organizaciones empresariales sindicales y plataformas mil que pululan alrededor del fenómeno.

Porque esto, de lo contrario, no tendrá solución. Una tortilla de patatas no se hace sin huevos, y sin patatas. No se ha inventado otra fórmula. Un proceso de paz no se hace si una de las partes no quiere. Y está demostrado que ETA nunca asumió el dejar las armas. Ahí está Barajas.

Se me dirá que desconozco las piedras que se han ido poniendo en el camino. Es verdad. Pero existe algo que está por encima de cualquier otra consideración. El que nadie, absolutamente nadie, pueda tomarse por sí y ante sí, el divino derecho de segar una vida humana. Ni la gota de sangre de un colibrí. Nada. Y mucho menos, nadie después, justificarla.

Es Batasuna quien tiene la llave de esta situación. Está en su mano abrir la puerta para entrar en la reivindicación civilizada de una acción política y de unos derechos, o decidir seguir echando la culpa a los demás y seguir siendo el agua donde el pez de ETA sigue campando por sus respetos.

El balón, pues, está en el punto de penalti. El que chute Batasuna el balón sólo es cuestión de Batasuna, no de los demás.

Iñaki Anasagasti, senador por Vizcaya del PNV y secretario primero de la Mesa del Senado.