¿Y si mi hijo se droga?

Este es el angustioso interrogante que la mayoría de los padres de adolescentes se plantean a la vista de cifras de consumo que, pese a haber descendido, continúan siendo preocupantes tal como se nos presentan. Las advertencias que alimentan el miedo actúan al final como profecía que se cumple, y así lo perciben muchas veces los jóvenes, que no se ven reflejados en la imagen que la sociedad proyecta de ellos. Frente al 20% de jóvenes entre 14 y 18 años, que se fumaron un porro en los 30 días anteriores a la encuesta presentada por el Ministro de Sanidad, un 80% no lo hicieron. Un 97,7% de los adolescentes nunca se ha hecho una raya y más del 50% no se emborracha.

Es importante tener en cuenta estos porcentajes, porque de otro modo cometemos el error de normalizar precisamente las actitudes que tratamos de corregir y de hacer que se sientan raros los que no hacen lo que se percibe como habitual para la mayoría de la sociedad, aunque se esté censurando. Una encuesta realizada en institutos resultó muy esclarecedora: un número significativo de los adolescentes consultados confesaron que consumían sustancias cebo que se incluyeron en el test a pesar de no existir. Ellos no querían ser menos que sus compañeros, una reacción normal en esa edad en la que la pertenencia al grupo está tan acentuada.

El otro efecto demoledor de las estadísticas provoca en los padres la impotencia de no saber enfrentarse a un problema que algunos consideran insuperable. Precisamente en un estudio realizado por la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción, un 43% de los padres de niños todavía pequeños confesó no querer que crezcan, ante su incapacidad para ofrecerles argumentos que impidan el consumo de drogas. Un miedo que se traduce en dejación de responsabilidades, que se proyectan sobre la escuela, la Administración, la policía o el psicólogo, al que se acude con mucha más asiduidad en los últimos tiempos de lo que a los propios profesionales les gustaría.

Por eso conviene recordar que de la gran mayoría de los jóvenes que incurren en un consumo experimental de sustancias, de esos que prueban durante los fines de semana, no más de un 10%-15% acaban desarrollando una adicción que requiere tratamiento. Evitar el consumo problemático depende de los factores de protección, y en eso los padres tienen muchos más recursos a su alcance de los que imaginan.

El psicólogo Jaume Funes no se cansa de explicar que los hijos ya saben que sus padres no son Supermán, que no esperan de ellos actitudes heroicas, que saben que se pueden equivocar y que a veces, aunque quieran, no pueden ayudarlos. Lo que quieren y necesitan es sentirse queridos. Eso pasa por acabar con la tacañería emocional, por reconocerles lo que hacen bien, al menos con la misma intensidad que les reprochamos cuando se portan mal, pero también por no disculparse a la hora de prohibir lo que resulta inaceptable.

Frente a esa visión negativa de lo que representa la juventud, en Holanda ha sido todo un revulsivo un interesante estudio editado por la consultora de márketing juvenil Keesie (las conclusiones se están adaptando a la realidad española). Denominan Generación Einstein a los jóvenes del siglo XXI: más listos, más rápidos y más sociables que las generaciones precedentes. Jóvenes individualistas que, sin embargo, priman por encima de todo la familia, la protección, la seguridad y la confianza que encuentran en ella.

El anhelo universal de los hijos es la dedicación, pero no necesariamente se mide en las horas que los adalides de la conciliación de la vida familiar y laboral reprochan a las madres que trabajan, sino en la calidad de la escucha; en ponerse en su lugar; en observarles, porque a esa edad con la cara pagan, y se pueden sacar más conclusiones del lenguaje gestual, de sus silencios, que de sus confesiones. Pasa también por dejarse de prejuicios y reconocer que de los hijos también se pueden aprender nuevas maneras de entender la vida.

Mucha preocupación no necesariamente conduce a una mayor coherencia, como sucede con esa sociedad que censura el botellón, pero que en las salidas familiares con los más pequeños, la cita del fin de semana se centra en el aperitivo, con el bar como referente de ocio, o cuando en las reuniones familiares y con amigos se empeñan en rellenar una y otra vez el vaso del invitado, a pesar de sus quejas, que muestran ante sus hijos que beber, más que en una costumbre, se convierte en un deber social. Padres y madres que pertenecen a ese millón y medio de españoles que se subirían por las paredes si ven a su hijo fumando un porro o tomando una pastilla, pero que engrosan las cifras de los consumidores que abusan de los ansiolíticos y antidepresivos sin prescripción médica.

Lo importante en realidad no es la sustancia, sino el uso que se haga de ella, descubrir qué expectativa no cubierta está rellenando. Vacunar a los hijos contra las drogas no pasa necesariamente por hablarles de hongos, de porros o de rayas, sobre los que los padres no deben tener complejo de desconocer. El papel paterno está más en aplicar las tres erres: responsabilidad, reglas y respeto.

Begoña Del Pueyo, responsable del espacio Padres sin complejos en el programa Protagonistas de Punto Radio.