10-m, la democracia en la calle

Las grandes concentraciones políticas de los ciudadanos, como la celebrada ayer en Madrid -de enormes proporciones-, lejos de implicar un desprecio al sistema institucional, coadyuvan a ajustarlo y corregirlo, de ahí que el derecho de manifestación esté expresamente contemplado en el artículo 21.2 de la Constitución. Quienes aducen que ejercer ese derecho es una forma de «revuelta callejera» o de «agitación» -así se ha escrito sobre la exitosa convocatoria del PP- muestran una endogámica y burocratizada concepción del sistema democrático y, lo que es peor, incurren en una apropiación indebida de expresiones democráticas que sólo corresponderían, desde su punto de vista, a la izquierda política.
Dicho lo cual, es cierto que las concentraciones ciudadanas en señal de censura, reproche o protesta por decisiones de los poderes públicos suelen delatar graves disfunciones en el correcto desenvolvimiento institucional. En España, y de la mano del Gobierno de Rodríguez Zapatero, se ha venido desarrollando un proceso sostenido de expulsión del sistema de la derecha democrática sometida a una inmisericorde pinza entre el PSOE y determinados partidos nacionalistas con el propósito de revisar y alterar el pacto constitucional de 1978.

Este giro radical de la política gubernamental tiene su expresión más explícita en el llamado «proceso de paz» con la banda terrorista ETA -en el que se inserta la arbitraria excarcelación del terrorista Ignacio De Juana- y se complementa con el impulso de un nuevo modelo territorial -en especial, mediante el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006 y la previsión de una «mesa extraparlamentaria» en el País Vasco que diseñaría un diferente marco político para aquella comunidad- que contradice la letra y el espíritu de la Constitución de 1978, rompe el consenso con el otro gran partido político nacional y clausura la transversalidad de los valores jurídicos y políticos en los que hace casi treinta años acordamos reconocernos todos sin acepción de ideologías.

La percepción de que la política del Gobierno, urdida con organizaciones políticas nacionalistas como el PNV o ERC, persigue la exclusión del Partido Popular como legítima alternativa de poder ha terminado por calar en millones y millones de ciudadanos que consideran -y lo hacen con acierto en muchos casos- que en esta legislatura se está desmantelando la estructura del Estado para migrar a un modelo distinto del actual pero ignoto aún -aunque en ningún caso nacional- en el que la derecha sería considerada poco más que una mera excrecencia.

La salida en masa de miles y miles de ciudadanos a las calles de Madrid para reprochar al Gobierno la excarcelación de un terrorista que se sometió a una huelga de hambre para lograrla es la manifestación de una muy profunda indignación popular ante sus recidivantes muestras de fragilidad en la afirmación de los principios de la libertad -en tanto que destilación última de la convivencia democrática- y ante el despilfarro del patrimonio moral de la sociedad española frente al embate del terrorismo de ETA. De un terrorismo nacionalista y, por lo tanto, separatista, que, en comunidad de fines con alguna de las fuerzas políticas aliadas con el Gobierno socialista, persigue, ni más ni menos, que una victoria política sobre el Estado democrático de 1978. Tal propósito sólo es posible si la derecha española es excluida del mismo sistema -como parece pretender Rodríguez Zapatero- mediante técnicas de aislamiento o de descalificación de su legitimidad democrática.
La excarcelación del terrorista -ni legal, ni moral, ni humanitaria, ni inteligente, como se ha escrito desde territorios mediáticos muy cercanos al Gobierno- ha actuado como precipitante de una energía social muy crítica pero contenida en amplios sectores que el presidente y su partido han despreciado -y siguen haciéndolo- de una forma espectacularmente irresponsable. La colisión con la cuestión terrorista, sin embargo, ha dañado la credibilidad de Rodríguez Zapatero y su testaruda decisión de -en virtud de razones casi esotéricas- persistir en el «proceso» con ETA está exasperando unos ánimos que han soportado demasiada sangre, sudor y lágrimas durante décadas como para, ahora y en función de iluminaciones presidenciales, arrumbarlos en el trastero de los esfuerzos inútiles.

La cesión ante las pretensiones de la banda terrorista -sea con la excarcelación de De Juana, sea con la pretendida negociación política con los delincuentes- es tanto como la culminación de un proceso de liquidación de los fundamentos de este Estado que encuentran en la unidad nacional y en la soberanía residenciada en el pueblo español la quintaesencia del propio sistema constitucional. No es legítimo -y ni el presidente, ni el Gobierno pueden hacerlo- alterar por vía de hecho o mediante subterfugios el pacto de 1978. Pueden hacerlo, pero ha de ser conforme a un procedimiento que nos conduce directamente a un tránsito -otra vez- constituyente en el que la derecha democrática española -la que ayer estuvo masivamente en las calles de Madrid- seguirá reivindicando la vigencia de la unidad nacional que es la que los terroristas pretenden destruir.

Los intelectuales de la izquierda liberal que han pasado por las páginas de este periódico en las últimas semanas -desde Lamo de Espinosa a Joaquín Leguina y Víctor Pérez Díaz, desde Félix Ovejero Lucas a Antonio Muñoz Molina, y los adscritos al moderantismo como Carmen Iglesias, José Varela Ortega, Andrés de la Oliva Santos o Santiago Muñoz Machado- muestran -antes que otras reflexiones- su perplejidad ante el sesgo que están tomando los acontecimientos, enfatizando las responsabilidades del presidente y del Partido Socialista en esta grave deriva, de tal manera que -sin perjuicio de las contraídas por determinadas y graves torpezas del PP- el Gobierno carece de un sostén teórico, lo que connota su política con percepciones negativas tales como las de la improvisación, la banalidad, la inconsistencia y el sectarismo.

En estas circunstancias no puede extrañar que el Partido Popular haya lanzado -y con gran éxito- la convocatoria de ayer, de la que habría que extraer algunas conclusiones, sin que la soberbia o el ensimismamiento nublen a Rodríguez Zapatero la lucidez que debe requerirse a un presidente que tiene que anteponer el sentido estadista a sus tacticismos políticos. La manifestación del 10-M es una muesca en la historia de la democracia española. Se ha rubricado de manera definitiva que un sector sustancial de la sociedad no está dispuesto a compartir políticas de dilución nacional ni renuncias éticas en la lucha contra el terrorismo de ETA.

El dilema ahora no está en la oposición sino en el Gobierno y en su presidente. Y consiste en algo tan sencillo como decidirse por el improbable camino de una negociación con la banda terrorista con el interesado y temporal apoyo de las fuerzas nacionalistas que vienen pretendiendo la destrucción de la soberanía nacional, o el regreso al consenso de la transición que se sustentó en la unidad de España y la autonomía de sus regiones y nacionalidades, la forma monárquica del Estado y un modelo de valores cívicos en los que unos y otros reconocíamos un territorio común y compartido. Rodríguez Zapatero ha podido eludir hasta ahora sus propias contradicciones. Desde ayer, la democracia ciudadana -también institucional en el régimen constitucional- le obliga, ya sin más demoras, a optar entre seguir aumentando la incisión entre españoles o emplearse en la sutura de la herida abierta en nuestra sociedad que hace unas horas sangró a borbotones sobre el asfalto madrileño.

José Antonio Zarzalejos, Director de ABC.