11-M, 11 horas

José Alejandro Vara (LA RAZON, 02/12/04).

Cuando se sentó en la mesa circular de la Sala Internacional del Congreso, José María Aznar, frío como un bacalao noruego, delgado como el aire, pareció pensar aquello de Travolta en «Cómo conquistar Hollywood»: «Señores, yo soy el que dice cómo están las cosas».

Y lo dijo. Fueron once horas para decir su verdad sobre el 11-M. Para el desahogo, para el desquite, para la clarificación, para la defensa, para el ataque, para la dignidad. Once interminables horas que parecen muy cortas si se ha de responder a ese caudal de ponzoña que arrojaron sobre él y su partido desde aquella mañana de los trenes del horror. No se olvide que a Aznar –como deja caer en privado– menos «pederasta», le han llamado de todo. Asesino, traidor, golpista, autoritario, soberbio, energúmeno, mentiroso... Homosexual, tampoco, porque ahora es valor que cotiza al alza y podría tomarse como piropo. Y el lunes mismo, un tal Perales le tachó de ser «el peor matón de la derecha española», venablo novecentista y trasnochado que tan sólo hiere a quien lo lanza.

Y los arrolló. Este joven expresidente del Gobierno, que se fue a su casa porque quiso y cuando quiso, que ni siquiera es diputado, ni senador, ni ocupa cargo público alguno salvo la honoraria presidencia del partido que él hizo grande, que ocupa su tiempo entre la hiperactividad de FAES y sus clases en Georgetown (donde desgrana en un meritorio inglés dos clases de hora y media al día ante un alumnado serio y preparado), que sólo ve la cadena Fox y a quien reclaman desde todos los rincones del planeta para participar en charlas sobre el terrorismo global, este, en suma, jubilado por voluntad propia, no sólo fue capaz de demostrar el raquitismo intelectual de algunos de nuestros padres de la Patria, sino que convenció a todo el que le quiso escuchar sin orejeras en las neuronas.

Al margen de algunos pequeños puntos necesitados de mayores precisiones, como el hecho, no anecdótico, de que no convocara a la Moncloa al líder de la oposición en las primeras horas terribles del atentado, Aznar fue capaz de reconstruir una narración de los hechos con la solidez de una cámara acorazada. Ni una fisura, ni una grieta, ni un chirrido, ni una arista, ni un cabo suelto. Evitó la jerga politicoide, la morralla dialéctica, el parlamentarismo de floritura y quincalla. Habló como un hombre de Estado que pretende desentrañar el episodio más grave vivido en los últimos años en nuestro país. Sin concesiones a la galería, sin guiños impropios, sin oratoria de salón. Letal y certero, como un volapié. Enérgico y grave, como una sentencia. Bronco y rotundo, como el estruendo de una pieza de artillería. Nueve meses de agresiones, persecuciones y hostigamientos dan para eso, y mucho más. Nueve meses de acoso, de infamias, de calumnias, en los que no sólo fue declarado enemigo público número uno del orbe, de ser comparado con Ben Laden, de ser acusado de crímenes contra la humanidad.

Quizás con la excepción de la comparecencia de Acebes, la Comisión del 11-M ha sido hasta ahora una alborotada jaula de grillos en la que la única conclusión es que no hay conclusiones. Salvo la que nos ofreció, ante el pasmo clamoroso de sus correligionarios, el hábil interrogador socialista Álvaro Puerta, quien, en su balbuciente paroxismo por zarandear a Aznar, incurrió incluso en una hiperbólica alabanza de George Bush.

Con el rostro cada vez más afilado y seco, con la voz más quebrada, con la mirada más gélida, Aznar dejó cinceladas en el frontispicio de la Comisión tres o cuatro verdades irrebatibles: El Gobierno no mintió, no ocultó información (más bien la concedió en exceso, según los investigadores) no manipuló, detuvo a los autores de la matanza a los tres días, dejó demostrado que el atentado nada tuvo que ver ni con las Azores ni con el envío de tropas a Iraq. Y, pese a quien pese, el atentado dio paso a un vuelco electoral.

Los palmeros del «Gobierno mentiroso» seguirán dando palmas. Pero ahora ya con una sola mano. No necesitaba Aznar salvar su honor ni el de su partido. Pero sí necesitaba hacerse oír. Y sus palabras sonaron con tal estrépito que han derrumbado los muros de la insidia. Ahora está por ver si la Comisión sigue su rumbo (hacia ninguna parte) si el PSOE admite las declaraciones de los 23 testigos que tiene citados el PP, si se atisba siquiera de lejos el perfil de la verdad. Es lo que pidió Aznar, transmutado de acusado en acusador. Que se desvanezca la neblina que aún oculta la realidad de lo que ocurrió en los tres días de plomo. Y sobre todo, que ocurra cuanto antes.

Aznar, en once horas, azotó a los fariseos y los arrojó del templo. Dijo cómo están las cosas, sin trampas ni intermediarios. Ofreció todas las repuestas y exigió unas cuantas más. Tanto su partido como diez millones de españoles lo necesitaban.

Ahora volverá a su despachito en FAES, volverá a Washington, volverá a sintonizar la Fox, recorrerá el mundo atendiendo invitaciones. Y seguirá pensando, como tantos, que el autor intelectual de aquel negro episodio no se oculta en montañas lejanas ni en desiertos remotos. Con la conciencia bien tranquila.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *