11-M: el doble instinto

La justicia humana, por más que se administre con el mayor empeño de equilibrio y reparación y dicte incluso sentencias de miles de años de prisión, será siempre imperfecta y comportará factores objetivos de frustración para unos y otros, además de una sensación de fracaso, porque nada puede extinguir la aflicción de una madre ni mitigar su duelo.

Pienso en los cientos de familias víctimas de los atentados del 11 de marzo del 2004 en Madrid, como en las de Londres o Casablanca. El terrorismo, más allá de su espiral incontrolable e imprevisible, sigue siendo el azote que atormenta a las democracias y a ciertos países en desarrollo.

Oímos hablar de morir en la guerra desde la aparición del ser humano sobre la Tierra. Batirse por la propia tierra usurpada o la propia casa destruida es legítimo, sea cual fuere la ideología en cuestión. Pero morir en un tren, un café o un autobús sin ser soldado ni beligerante constituye ciertamente tal grado de novedad que el espíritu racional y los defensores de la modernidad se sienten impotentes.

El gran cambio de rumbo de la relación entre la vida y la muerte aconteció el día en que un anciano senil logró convencer a unos jóvenes de que renunciaran al instinto de vida y lo sustituyeran por el de muerte. Pero no una muerte cualquiera, sino una muerte que pasa por uno mismo y que traspasa, a continuación, el máximo número de personas cuya falta o error consiste en estar ahí en el momento en que el tránsito de un instinto a otro tiene lugar en una especie de trance; o, mejor dicho, en la calma y serenidad que proporciona el deber cumplido. El hecho de dejar de tener la misma percepción del cuerpo que respira, vive y espera ha trastocado los datos de la nueva guerra, la guerra innombrada, la guerra que se libra de manera invisible, la guerra que actúa por sorpresa, la guerra que golpea personas inocentes y cosecha de ello orgullo y arrogancia.

Si se ofrece una vida con tal de suprimir cientos de otras vidas, significa que sentimientos universales como son el miedo y la lucha por la vida - para conservar el cuerpo intacto y el espíritu saludable- se han deslizado desde un modelo de normalidad en dirección al espíritu de sacrificio de carácter mortífero. Cabe considerarlo desde la perspectiva de una patología rara, pero tal enfoque no nos ayudará a progresar. Se trata de una revolución que Occidente no había previsto y contra la que no puede luchar con eficacia. Se ha intentado todo para explicar el gesto de estos jóvenes que se convierten en bombas humanas haciendo estragos. Se ha dicho que el problema obedece a las chabolas de los suburbios y sus condiciones de vida miserables. Pero luego ha podido comprobarse que jóvenes de familias acomodadas, con estudios y sin frustraciones importantes, se han lanzado entre el gentío con explosivos atados al cuerpo. Se ha dicho que la razón de los atentados es el propósito de borrar las humillaciones que sufre el mundo musulmán. Y resulta que las primeras dianas dentro de una mezquita corresponden a musulmanes. Se ha dicho que hay que buscar la razón de los atentados en la venganza contra Israel que ocupa los territorios palestinos y pisotea los símbolos del islam. Se ha visto cómo palestinos de Hamas mataban a otros palestinos con los mismos métodos que las bombas humanas.

En consecuencia, ¿qué hacer?, ¿qué pensar? Cabe analizar el fenómeno desde la perspectiva política, religiosa, psicológica...

Da igual, nos quedaremos con las ganas.

Retendré aquí la noción de transferencia: el instinto de muerte expulsa el de la vida y se convierte en motor de ésta. La vida ya no está ahí, ya no es lo que es para las personas digamos normales;la vida se esfuma en el interior de la cabeza del futuro kamikaze y el goce que extraerá de ello es de carácter virtual; es experimentado de manera anticipada durante el lapso de tiempo necesario para prepararse para convertirse en un suicida-asesino. Vivirá en efecto tal goce intensamente, convirtiéndolo en una razón para abandonar este mundo aureolado por el mayor número posible de víctimas y más si cabe teniendo en cuenta que tales víctimas no son seleccionadas previamente, sino elegidas por el azar del anonimato.

Ahí radica el placer: el futuro suicida-asesino se paseará por la localidad, visitará los lugares de su próxima hazaña y se tomará por Dios. Es decir, se tomará por quien decide quitar la vida a unos y otros, quien decide dañar de por vida la existencia de un transeúnte a quien su acción arrancará una pierna o un brazo, dejará huérfano o morirá a la larga a consecuencia de las heridas recibidas. Actitud, ciertamente, más bien propia del reino de la fantasía y la magia.

Este asesino ya no puede encuadrarse en el esquema de la venganza o del robo para vivir; se halla en la misma entrada de las esferas de la divinidad que hacen de él un ser excepcional confiriéndole un estatus de los más excepcionales que general alguno ha alcanzando nunca si se exceptúa a Hitler y sus colaboradores, que planificaban la ejecución de millones de seres humanos cuya falta había sido nacer judíos o gitanos.

El suicida-asesino gozará del estado descrito mientras llegue el momento de trasladarse a otro lugar, allí donde ni ustedes ni yo sentimos deseos de ir en seguida. Extinto pues el miedo a la muerte, es como si se tratara de la muerte de Dios; entonces todo es posible y, en ocasiones, este posible se reviste de algunas referencias pseudorreligiosas que borran las pistas que persiguen investigadores y políticos.

Afortunadamente, no todo es perfecto. Existe el fracaso. Existe el palo en las ruedas que trastoca el rumbo de las cosas. Existe la vigilancia de la población, como ha sido el caso de estos últimos años en Marruecos, donde los aspirantes a la matanza fueron detectados por transeúntes o policías atentos. ¿En qué queda entonces la famosa transferencia? Porque no funciona. El instinto de vida recobra su lugar y sus derechos, y la bomba humana vuelve a ser un ser cualquiera, trivial, que tiene miedo y hambre, que quiere hablar con su familia, que jura que no volverá a empezar, etcétera. La vida, incluso los remordimientos y la moral, vuelven a visitarle.

La sentencia de Madrid sobre el 11-M no disuadirá ni amilanará a nadie. Quienes se aprestan a ejecutar acciones suicidas y asesinas se sitúan más allá de todo lo dicho en este y ante este tribunal. En último extremo no reconocen siquiera a los condenados por el tribunal de Madrid. No son sus hermanos de lucha. Son criminales porque han sido capturados. Han perdido el precioso instinto de muerte y se han convertido en personas normales. La prueba es que ninguno de ellos se ha dado la muerte en la cárcel e incluso algunos han vertido lágrimas porque no comprenden lo que les sucede. El instinto de muerte no soporta la derrota, la duda, el fracaso. Debe reservarse a los hombres superiores y no a cualquier golfo. Hay que merecerlo y llegar hasta el final de esta lógica infernal que devora cuanto toca.

Pero existe una paradoja: es menester haber sido lo bastante débil (y, por tanto, manipulable) para convertirse en un "hombre superior". Aunque la contradicción no es absoluta: prosigue la lógica de la matanza. Cada uno de nosotros debe saberlo y permanecer vigilante.

Tahar Ben Jelloum, escritor, premio Goncourt 1987. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.