Por Alfonso Merlos, profesor de Terrorismo Islamista en el Máster de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid. Acaba de publicar el libro Al Qaeda: raíces y metas del terror global (EL MUNDO, 04/05/06):
Más de dos años después de la masacre, una investigación judicial repleta de lagunas que no es capaz de cerrar en el auto de procesamiento el relato criminal de los hechos ha servido para poner de manifiesto el derrumbe de las dos tesis fundamentales y fundacionales defendidas por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, desde su intervención en la comisión parlamentaria del 11-M.La primera señalaba que nos encontrábamos ante una trama de exclusiva huella islamista desde su primera hasta su última fase de planificación, una teoría sesgada y desmontada por la contratación exterior de una parte del atentado a una red española de delincuentes comunes, una circunstancia completamente inédita y anormal en el modus operandi de las redes yihadistas infiltradas en suelo europeo. La segunda apuntaba a que nos situábamos desde un punto de vista operativo y orgánico ante un atentado de factura similar al 11-S.
La realidad hoy es que Estados Unidos ha despejado todos los interrogantes decisivos de los que España no tiene respuesta.Los estadounidenses conocen con certeza quién ordenó los atentados contra Washington y Nueva York, cuándo lo hizo y desde dónde, quién los diseñó y planificó, y quiénes los ejecutaron. Esa operación de destrucción en masa fue comandada por el propio Osama bin Laden, la idea nació en 1996, surgió en la madriguera principal de Al Qaeda en Afganistán, tuvo como ingeniero al kuwaití Khalid Sheik Mohamed -detenido en marzo de 2003 en Pakistán- y fue completada por una cuádruple célula suicida de 19 terroristas que, ensamblados por un yihadista meticuloso y carismático como Mohamed Atta, se dejaron la vida y la segaron a 2.948 personas en Washington, Nueva York y Pensilvania.
Los españoles, por el contrario, no manejan ni una sola de estas claves sobre la matanza de Atocha. La investigación judicial atribuye de forma desconcertante la autoría intelectual a un documento, Iraqi Yihad: Hopes and Thoughts (La yihad iraquí: esperanzas y pensamientos) que fue redactado como borrador en septiembre de 2003, pero que no fue publicado en la página electrónica de Global Islamic Media hasta el 8 de diciembre posterior, una fecha en la que la organización de la masacre se hallaba en una fase muy avanzada.
En todo caso, carece del menor rigor jurídico la asimilación simple y directa de un artículo de análisis que pudo servir como fuente de inspiración y orientación estratégica del atentado con la figura, aún hoy desconocida, del terrorista que fijó las coordenadas espaciales y temporales concretas de la operación: el hombre que decidió por qué atentar el 11 de marzo y no el 9, por qué hacerlo en Madrid y no en Barcelona, por qué poner las bombas en la red de trenes de cercanías y no en el suburbano, por qué utilizar a una docena de terroristas y no a cuatro o cinco, por qué no consumar el suicidio en la primera tentativa y por el contrario buscar una campaña lenta de desgaste y hostigamiento antes y después de las elecciones, algo impropio de las redes yihadistas que funcionan de manera autárquica y calculan sus golpes de forma autónoma; ese elemento criminal, el verdadero autor intelectual, sigue sin aparecer.
Tampoco la investigación judicial ha definido con precisión la fecha precisa en la que cobra fuerza la idea de atentar contra España y el momento concreto de activar los planes de ataque.Se maneja como referente orientativo el verano de 2003, estableciendo un nexo con la extraordinaria visibilidad que había adoptado el gabinete Aznar en la crisis que acabó con el derrocamiento del régimen de Sadam Husein. Sin embargo, se pasa por alto que, desde antes del inicio de la operación Libertad Iraquí, algunos de los yihadistas que perpetraron la masacre tenían la voluntad y la determinación, más pronto que tarde y con unos medios por definir, de vengar la caída de la célula madre de Al Qaeda en España, la red de Abu Dahdah desarticulada en sus elementos principales en noviembre de 2001 en el marco de la operación Dátil.
Las sombras se ciernen igualmente sobre el lugar desde el que se ordenó la matanza. El auto de procesamiento establece que existen probadas conexiones entre los yihadistas que conformaban una célula local en España con distintos dispositivos en Francia, Bélgica, Italia, Irak y Marruecos, pero, sorprendentemente, no se llega a concretar desde qué territorio se orquesta y supervisa la operación en cada una de sus etapas.
Tampoco está identificado de forma concluyente el ingeniero de la masacre, el hombre que dotó de sentido estratégico y forma operativa a los planes. Las alusiones a las funciones que desempeñaron marroquíes como Hassan el Haski o Youssef Belhadj, vinculados al Grupo Islámico Combatiente Marroquí, son extraordinariamente laxas; a Serhane El Tunecino se le adjudica un papel poco esclarecedor de motor o aglutinador, y más desconcertantes resultan las referencias tanto a Mustapha el Maymouni, el líder de Salafiya Yihadiya en prisión desde 2003, como a Rabei Osman El Egipcio, al que no hay uno solo de los yihadistas que han conocido su tránsito en los últimos años por suelo comunitario que le atribuyan la mínima capacidad intelectual para funcionar como instigador, inspirador, o controlador de una operación de las proporciones de la completada la mañana del 11 de marzo en Madrid.
Sorprende, finalmente, que se presente ante la opinión pública como cerrada e irrevocable la responsabilidad fáctica del atentado cuando, de entre la decena de autores materiales que colocaron las mochilas en los trenes, la investigación identifica a dos, en el caso del juez Del Olmo, y tres, en el caso de la fiscal Sánchez: al menos una decena de yihadistas, elementos descontrolados de terceras redes terroristas o delincuentes comunes pueden estar en libertad.
España tiene varios motivos para pensar que sigue en la parte alta de la lista del movimiento yihadista global. En primer lugar, ha demostrado que es vulnerable a este tipo de violencia, un dudoso mérito que en Europa sólo comparte con el Reino Unido, por lo que es previsible que los islamistas sigan concentrándose en explotar aquí nuevos agujeros de seguridad añadidos a los ya descubiertos. En segundo lugar, la potente ofensiva policial y judicial que se ha desatado contra las redes salafistas asentadas en nuestro país puede provocar el deseo de revancha entre quienes no han sido capturados o contribuir a la movilización, la captación y el reclutamiento de nuevos elementos para el ataque. En tercer lugar, el hecho de que haya sido en España donde se ha perpetrado el primer atentado islamista de letalidad desproporcionada en la historia de Europa y se ha consumado la primera acción suicida, puede generar un efecto de emulación, de fascinación y de contagio entre quienes están dispuestos a repetir la actuación que un complejo conglomerado de células marroquíes, argelinas y sirias desarrollaron en marzo de 2004 con mucho éxito en relación a sus metas.
Todos ellos son elementos difíciles de combatir. Sin embargo, hay un cuarto factor inquietante. La investigación judicial sobre el 11-M ha llegado a una serie de conclusiones provisionales sobre la trama terrorista que, desde distintos sectores políticos, mediáticos y judiciales pretenden presentarse como definitivas e indubitadas sin que hasta el momento se haya apuntalado con firmeza la autoría material ni la intelectual, los pilares centrales sobre los que pivota toda indagación criminal. La justicia puede caer en la tentación de cerrar la jaula por impotencia o por desistimiento y dejar fuera de ella a terroristas vinculados estrechamente a la masacre que siguen en libertad.
No estaríamos ante un caso nuevo. Tras la captura de la célula de Abu Dahdah se dio por hecho que elementos periféricos de esa red como El Tunecino serían incapaces de contribuir de forma decisiva a la planificación de un gran atentado, mucho menos en España; el tiempo, la libertad y la impunidad, sin embargo, le dieron ocasión a Serhane de demostrar lo contrario.
No necesariamente el peligro de una investigación judicial fallida radica en que sea incapaz de poner rostro y sentar en el banquillo a los auténticos arquitectos del 11-M. Basta con que no sean neutralizados terroristas de base hoy irrelevantes sobre el papel para que, con el paso de los meses o en pocos años, tengamos que volver a lamentar que los que ahora aparentan estar desvinculados por completo de la trama o parecen no tener excesiva influencia en ella puedan haberse convertido en los auténticos cerebros de un nuevo atentado de destrucción masiva en España.