11-S: El día que estalló la IV Guerra Mundial

Rafael L. Bardají (ABC, 11/09/04)

No es fácil ponerle nombre a las guerras. El término I Guerra Mundial no fue usado hasta 1920 y no de forma generalizada sino como título de una obra cuyo autor, el teniente coronel Repington, nunca saltó a la fama. Mientras se luchó fue «la Gran Guerra»;Truman sólo dio carta oficial a la denominación II Guerra Mundial en septiembre del 45. Desde que ocurrieron los ataques del 11-Sel término «guerra antiterrorista» se ha vuelto común. Sin embargo no da cuenta de la situación real en la que vivimos. El brillante historiador militar y profesor de la Johns Hopkins, Eliot A. Cohen, ha llamado a esta etapa la IV Guerra Mundial. La expresión tiene su mérito y es acertada en la medida en que captura la esencia de la amenaza bajo la que vivimos, el esfuerzo para combatirla, lo global de la lucha y las perspectivas temporales -largas- para ganarla. Es más, sólo entendiendo este periodo como una guerra mundial cobran pleno sentido capítulos que pasan por guerras inconexas como las de Afganistán e Irak.

La primera ventaja del término IV Guerra Mundial (la III habría sido el período de guerra fría, en realidad fría sólo en Europa pero más que caliente en otros rincones del mundo) es que centra bien quién es nuestro enemigo. La definición de guerra contra terrorista se fija en una táctica y no, como debiera ser, en quien la promueve, la financia, la permite y la ejecuta. El enemigo de la IV Guerra Mundial no son los terroristas únicamente. Es mucho más. Es, en realidad, una ideología defendida a través de coches bombas y suicidas y que la comisión del 11-S en Estados Unidos correctamente ha definido como el Islam militante. Y ese Islam militante está compuesto de diversas familias. Por un lado, los Mullas chiíes que forman la élite teocrática dirigente de Irán desde 1979; los fascistas del partido Baas, hoy ya disuelto en Irak, pero en el poder todavía en Siria; y los sunníes radicales, inspirados en el wahabismo de origen saudí, cuya expresión más destructiva es Al Qaida.

El Islam militante odia la modernidad. No soporta lo que nosotros, ciudadanos libres de estados de derecho, economías liberales y culturas políticas separadas de la religión, más apreciamos, la igualdad entre sexos, la igualdad de oportunidades, el derecho a decidir libremente... Inicialmente el Islam militante se concentró en lo que Bin Laden llamó «el enemigo cercano», esto es, los regímenes corruptos del Golfo Pérsico, comenzando por la familia Saud, custodio de los santos lugares. Pero poco a poco su odio giró hacia Israel y el mundo occidental, con los Estados Unidos a la cabeza. Cualquiera que se tome la molestia de navegar por las múltiples webs wahabitas se dará cuenta rápidamente del por qué. La civilización occidental les parece decadente a la vez que peligrosa dado el rápido contagio de sus vicios.

La noción de decadencia es muy importante para entender lo que está pasando. La ambición del Islam militante, que, como dice el estudioso Daniel Pipes, es la única fuerza «con la temeridad de retar el orden mundial liberal en una batalla cósmica sobre el curso futuro de la experiencia humana», sólo puede explicarse porque gentes como Bin Laden creen que somos un tigre de papel, por utilizar su propia expresión, al que se puede derrotar. El 11-S es la fecha simbólica del comienzo de esta IV Guerra Mundial, pero en realidad se venía fraguando desde bastante antes. Prácticamente desde que los terroristas palestinos actuaran impunemente en los años 70. El terror se expandió como arma en el Oriente Medio precisamente porque tenía éxito. Los atentados acaparaban la atención mundial y lo más que arriesgaban sus autores era un breve encarcelamiento, pues nadie quería albergar en sus cárceles terroristas palestinos. O más tarde islámicos. Los europeos fueron irresponsablemente proclives a liberaciones bajo cuerda y al pacto tácito con los terroristas en su afán de evitarse represalias, pero los americanos tampoco fueron muy diferentes. Con la excepción de Ronald Reagan, que autorizó el bombardeo sobre Gadaffi en 1986 por sus conexiones con una serie de atentados contra norteamericanos en suelo europeo, todos los presidentes hasta George W. Bush optaron por una política antiterrorista muy tenue o meramente simbólica. Tómese el uso de unos pocos misiles de crucero aquí y allá por Bill Clinton. Unos en respuesta al intento de asesinato de Bush padre por agentes iraquíes, otros para vengar ataques contra diplomáticos americanos por la red de Bin Laden. En suma, la actual osadía del Islam militante proviene de la ausencia de una respuesta firme y contundente por parte nuestra, los atacados, siempre tentados por la política del apaciguamiento.

Otra ventaja de la expresión IV Guerra Mundial es la implicación de sus muchas dimensiones, comenzando por la ideológica y no necesariamente la militar. Por la movilización de las ideas y no sólo de soldados. Al igual que en la II y la III guerras mundiales, donde se luchó contra el totalitarismo y por la democracia, la batalla que se está librando también responde a dos modelos sociales incompatibles. Arremete contra nosotros una nueva forma de tiranía religiosa y defendemos nuestra libertad. Afganistán e Irak han sido dos frentes contra el terror, pero no se han quedado solamente en eso, en la destrucción de los terroristas y sus apoyos. Para ganar esta guerra se requiere más que eso, puesto que es un pulso entre la democracia liberal y la barbarie. Es necesario perseguir a los terroristas allí donde estén, pero también es necesario cambiar aquellos gobiernos que amparan o prestan colaboración a las redes terroristas. Es más, hay que promover una profunda transformación política y económica de lo que es el caldo de cultivo del terrorismo islámico, el Oriente Medio. Sin la introducción de hábitos liberales, procesos constituyentes y una cultura política moderna, la violencia contra nuestros valores y forma de vida seguirá esparciéndose desde la zona, nos guste o no.

Por último, el término IV Guerra Mundial acaba con la idea de que los terroristas son poco más que criminales y que sus acciones noresponden a una estrategia más amplia. Cuando uno opta por la acción policial únicamente y a lo único a que aspira es a llevar a los terroristas ante la justicia, se está condenando al fracaso. Sobre todo en la era del megaterrorismo y los daños catastróficos. La obligación de todo gobierno hoy no es esperar, sino anticiparse, llevar la justiciadonde estén los terroristas y no al revés. Eso es lo que el Presidente George W. Bush se ha propuesto tras el 11-S y, guste o no, los Estados Unidos son la única potencia en el mundo, bajo el liderazgo adecuado, de proyectar la fuerza militar, económica y cultural capaz de prometernos una victoria sobre el terror. Como ya hicieron en la I, II y III Guerras Mundiales.

En fin, cuando se vive en una guerra mundial se debe aprender a situar cada momento en una perspectiva temporal más amplia. El desánimo, la confusión y el derrotismo se vencen con paciencia estratégica. De las Ardenas salieron informes muy pesimistas sobre las tropas aliadas y la situación en el Pacífico exigió el recurso a dos bombas atómicas para doblegar a Japón. Es lícito preguntarse dónde estamos en la guerra contra el terror. Y la respuesta es que en estos tres años se han logrado importantes avances: Ya no hay santuarios para Bin Laden, Afganistán es hoy más libre que nunca; se ha eliminado a Sadam, auténtico depredador de la región del Golfo; Libia ha dado un giro espectacular en su actitud; se han destapado redes de tráfico de armas de destrucción masiva y hay una promesa de cambio para el Oriente Medio. ¿Qué más se puede pedir? La perseverancia, porque Bin Laden está todavía ahí fuera.

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