11-S

Josep M. Colomer es profesor de Investigación en Ciencia Política del CSIC (EL PAIS, 11/09/03).

Notaba George Orwell que la memoria de los grandes acontecimientos del pasado no es correlativa a su importancia histórica. Todo el mundo recuerda, por ejemplo, cómo se enteró del hundimiento del Titanic, decía Orwell -o del asesinato de Kennedy o del choque de Lady Di, podríamos añadir nosotros-, aunque ninguno de estos eventos tuvo, al fin y al cabo, grandes consecuencias colectivas. Nadie dio mucha importancia, en cambio, a la toma del palacio de invierno de los zares en San Petersburgo por una milicia socialista disidente, recordaba el escritor británico -o a la puesta a la venta del primer ordenador personal, pongamos por caso-, los cuales fueron, no obstante, inicio de nuevos periodos en la historia de la humanidad.

Hay algunos acontecimientos, sin embargo, que tienen a la vez gran impacto inmediato e importantes consecuencias a largo plazo. Todos los americanos con edad suficiente recuerdan vívidamente, por ejemplo, cómo se enteraron del ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, el cual desencadenó la decisiva participación americana en la Segunda Guerra Mundial. Y varios cientos, probablemente miles de millones de personas podemos recordar muy bien dónde estábamos el 11 de septiembre de 2001, ahora hace dos años, cuando alguien nos avisó de que miráramos la televisión.

La noticia del ataque a Pearl Harbor, o sea, el "puerto Perla", en las lejanas islas de Hawai, del que muy poca gente había oído hablar, fue conocida por la radio, casi inmediatamente después de que los aviones japoneses produjeran, en muy pocas horas, más de dos mil muertos (aunque el desastre no se mitificó en forma de película de Hollywood hasta sesenta años más tarde). El acontecimiento marca una línea divisoria entre una época en que Estados Unidos se había retenido, en general, de intervenir militarmente fuera del espacio de las Américas -donde habían disputado con los imperialismos británico, francés y español- y otra en la que, en coalición con las otras potencias, desarrolló una política expansiva de defensa y contención, primero frente a la Alemania nazi y luego frente a la Unión Soviética, sobre todo en Europa occidental y Asia oriental.

En contraste, los ataques del 11 de septiembre, como es sabido, se dirigieron al centro financiero, militar y político del mundo (es decir, las Torres Gemelas frente a Wall Street, el Pentágono y, sin éxito, la Casa Blanca y el Congreso en la colina del Capitolio), fueron transmitidos en directo por televisión y produjeron, también en muy pocas horas, más de cuatro mil muertos (así como una rememoración permanente, a la que no le faltarán, sin duda, varias películas muy pronto). El acontecimiento marca una línea divisoria entre una época en que Estados Unidos dudaba en abandonar la política de contención ante potencias exteriores enemigas, cada vez relativamente más débiles, y otra en la que promueve la vigilancia mundial y, si conviene, el ataque preventivo a los Estados "sinvergüenzas" y agresivos y a las organizaciones terroristas.

El bien recordado acontecimiento del 11-S señala, pues, un nuevo periodo histórico porque dio inicio a una nueva política exterior y de defensa de la única superpotencia del mundo. En el periodo anterior de "contención", la inspiración habitualmente llamada "realista" partía del supuesto de que todo Estado, cualquiera que fuera su régimen político y económico, desarrollaba una ambición de poder que le impulsaba a competir con otros Estados en la escena internacional. Ante ello, la paz sólo podía ser una precaria ausencia de conflicto difícilmente conquistada mediante el "balance de poderes", es decir, la neutralización mutua entre Estados enemigos y rivales para que ninguno de ellos pudiera imponerse sobre los demás. Según el realismo clásico, la mutua amenaza, la formación de amplias coaliciones, la combinación de guerra fría y coexistencia pacífica y las negociaciones diplomáticas entre Estados con fuerza comparable conformaban las relaciones internacionales.

El nuevo enfoque que se ha desarrollado sobre todo en estos últimos dos años conlleva, en cambio, una mezcla de idealismo y realismo. Por un lado, hay idealismo en la distinción entre Estados "buenos" y "malos", así como en la creencia en que las reformas económicas y políticas de los Estados a favor de una liberalización interna y una mayor apertura exterior producirán una disminución de su agresividad. Sin embargo, no se trata del clásico idealismo que en la literatura académica sobre relaciones internacionales suele calificarse como "liberal". Según éste, la paz debería ser sobre todo el resultado del derecho internacional y las organizaciones intergubernamentales, incluida en lugar preferente, en el mundo de hoy, la Organización de las Naciones Unidas. En el nuevo enfoque dominante en la política exterior americana, en cambio, y ante la ausencia de una autoridad mundial vinculante y efectiva, la paz debe ser impuesta por un árbitro que sea capaz de proteger a cada uno de los Estados de las agresiones de los demás.

En conjunto, la inspiración de la actual política exterior americana podría ser calificada de "realismo moral". Frente al pesimismo antropológico y al cinismo estratégico de los realistas clásicos, al final prevalece una perspectiva más optimista. Pese a los temores que muchos sintieron de que, tras el 11 de septiembre, se difundiera el odio racial y religioso contra el mundo árabe y musulmán, el actual intervencionismo estadounidense parte del supuesto de que no es inevitable el "choque de civilizaciones". Por el contrario, se supone que la libertad y la democracia, los intercambios económicos exteriores y el modelo de una sociedad abierta pueden extenderse también a esos países, sin dificultades mucho mayores que las que fueron superadas en decenios anteriores y aún recientes en la Europa y la América latinas y católicas, el Asia oriental budista o sintoísta, o, en un esfuerzo aún incipiente, en el África negra central y meridional.

Muy probablemente, el 11 de septiembre será recordado por ciudadanos de todo el mundo dentro de varios decenios, al menos en una proporción comparable al recuerdo del ataque a Pearl Harbor que ha subsistido entre los americanos. La memoria del acontecimiento no se deberá sólo a la sorpresa y la espectacularidad de los ataques, sino a haberse convertido en un momento de giro histórico mundial. Otros episodios con impacto inmediato se convierten, a la larga, en meras anécdotas más o menos pintorescas. El de hace ahora dos años quedará como el inicio de un nuevo periodo en nuestra experiencia vital.

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