De Estados Unidos y de Europa

Por Eduardo Lourenço, ensayista portugués. Acaba de recibir el Premio Extremadura a la Creación (EL PAÍS, 11/09/06):

Europa, en su realidad concreta, es un conjunto de "naciones", sin ningún "centro" ni voluntad política digna de ese nombre. Nunca Estados Unidos ha estado tan omnipresente en la escena planetaria como en este comienzo de siglo y de milenio. Misión salvadora en lógica prolongación de dos guerras mundiales y de la guerra fría que siguió a la segunda, pero también, después, deseo en apariencia incontrolado e incontrolable, pese al desaire de Vietnam, más tarde compensado por las dos guerras de Irak. Esta omnipresencia estadounidense se correspondió con la retirada de Europa, en sus dos expresiones, de la misma escena mundial por ella dominada desde Waterloo, por lo menos. Y con ella, una nueva relación entre Europa y Estados Unidos y entre Estados Unidos y Europa, si no de total dependencia, sí de subordinación, sin parangón en el pasado.

Como Roma después de la segunda guerra púnica, Estados Unidos, tras el doble desmoronamiento político de la Unión Soviética y de la Europa democrática, asumió sin vacilar la función hegemónica imperial, hasta entonces de exclusiva representación europea. Estamos en plena vorágine imperial e imperialista de Estados Unidos, pero esta vez bajo el signo y la garantía de la democracia ejemplar de la que Estados Unidos se jacta y que nosotros mismos, los europeos, aceptamos como paradigmática, tal vez porque ésta empezó siendo, fuera de Europa, la hija predilecta de la historia europea.

American Vertigo es el acertado título que un europeo, hijo de ese mismo entusiasmo por el mítico Estados Unidos, ha dado a su más reciente ensayo, en la estela de la célebre Historia de Tocqueville. Como todos los ensayos que tratan de entender a Estados Unidos, incluso en esta fase de hegemonía planetaria de dicho país, el libro de Bernard Henry-Lévy es, al mismo tiempo, un ensayo sobre Europa, o mejor, sobre el fondo de Europa. A pesar de su pasión por Estados Unidos, American Vertigo, de resonancias hitchkockianas, es un espejismo. Un doble espejismo: el de la imagen de Estados Unidos en nosotros y la nuestra en Estados Unidos. El ensayo del mediático ex nuevo filósofo es interesante, vivo, apasionado y, en ocasiones, apasionante. Corresponde un poco a lo que esperábamos de esta recuperación de Tocqueville a 170 años de distancia. Pero ya no es, porque no podía serlo, una lectura y una interpretación de Estados Unidos como la que el célebre ensayista e historiador hizo en su tiempo. El espejismo es inverso. La Europa de Tocqueville era el centro del mundo, y la innovación y el golpe de ingenio del autor fue haber comprendido que esa no Europa en vías de construcción no sólo era la "periferia" paradójica de la propia Europa, sino ya otra Europa, una anti-Europa en busca de un futuro que llevara su nombre y fuera el paradigma del futuro.

Hace más de siglo y medio, la tentación, ya entonces fuerte, de leer a Estados Unidos en el espejo de Europa era de naturaleza no sólo equívoca, sino también asimétrica. Europa era, salvo en la excepción de Tocqueville, el modelo; y el joven Estados Unidos, que no había llegado al fin de su "frontera", como mucho una Europa futura. Un todo especialmente en su papel de continente "civilizado" y "civilizador". Dos guerras suicidas, el fin de la descolonización que desde fuera siempre daba a Europa su aspecto civilizador e imperialista, convirtieron al continente de la civilización en destrozos primero; después, en un mundo políticamente sin centro, y, por fin -de nuevo social y culturalmente aún brillante- en una especie de Grecia que ni espera a Alejandro ni a la futura Roma para ser la realidad política subalterna en la que se ha convertido.

Aproximar con fines de comprensión geopolítica a Estados Unidos y a Europa sólo tiene sentido en relación con un pasado reciente en el que uno y otra eran actores de la historia, o con la perspectiva de una Europa, continente unificado o unificable, (in)verosímil en el futuro. Guste o no, Estados Unidos sigue siendo en estos momentos una fuerza que avanza, una voluntad histórica y política con un sujeto propio, y el nuevo César de un imperio romano ficticio, pero que como tal se sueña aún. Europa en su realidad concreta es sólo un conjunto de "naciones", y lo importante es lo que se vive como "naciones", sin ningún "centro" ni voluntad política digna de ese nombre.

En el mejor de los casos, en nombre de su fabuloso pasado político e incluso de una sociedad de resistencia y de protesta ante una sociedad (la misma) hiperliberal como la estadounidense, más que como una Nación.

Pero incluso desde esta perspectiva, la realidad europea es, como mínimo, la de dos Europas, no la antigua, la de la guerra fría, de Oeste y Este, sino una de ideología proestadounidense y semiocupación, y otra, más contestataria, de tradición socializante y crítica con el paradigma estadounidense dominante. Una paradoja casi burlesca, típica de la inversión de signo de la nueva fase de Occidente, es que son los antiguos países del Este los que han caído en la cesta estadounidense como frutos maduros, y los del Oeste, aliados preferentes de Estados Unidos, los que más se oponen a las pretensiones imperialistas del país de Lincoln y Bush.

A pesar de que en el orden político y militar, Europa está reducida a una "otanlandia", la "vieja Europa", tan poco apreciada por Rumsfeld -responsable de la nueva estrategia estadounidense en el mundo-, no es realmente y nunca más será un "estado" entre la serie de "estados" del gran Estados Unidos. Hasta se puede decir que esta supremacía estadounidense tan impresionante en el contexto de un Occidente tan asimétrico como el nuestro es en gran parte ilusoria. Para Estados Unidos sigue siendo importante un buen entendimiento con Europa en todos los planos y, por supuesto, no lo es menos para Europa. Ésta ha demostrado ya que en circunstancias graves es un factor importante para una política planetaria estadounidense que tiene mucho de "huida hacia delante". Y Europa no está sola en el mundo. Sigue siendo un interlocutor válido en el nuevo juego mundial en el que China e India han aparecido o reaparecido con presencia espectacular. Por no hablar de la posición diferente pero complementaria de Estados Unidos y de Europa en relación con el islam.

La "impotencia" europea no es sólo un elemento negativo en la perspectiva de las relaciones Estados Unidos-Europa. Esa "impotencia" también es sabiduría tardía pero real de un continente que, después de varias peripecias suicidas, se ha convertido en el continente de la paz por excelencia. Continente de paz activa, entiéndase, no de espacio egoístamente protegido de los conflictos o ajeno a los males del mundo y, en particular, a los que afectan a zonas en las que Europa tuvo responsabilidades históricas y ahora mantiene deberes éticoimperativos. Estados Unidos, que está o tiene tendencia a estar en todas partes, principalmente desde el punto de vista tecnológico, y a intervenir cada vez más abiertamente en el destino del planeta en su conjunto, no sólo presume de sus fuerzas, sino que tampoco puede llevar a cabo su "misión" providencial sin el consentimiento implícito y el apoyo de Europa, por más subordinada que esté o parezca. Bien mirado, este Estados Unidos tan desaforado y tan dominador del mundo no está seguro de un futuro tan "estadounidense" como ahora lo imagina y nosotros los europeos tenemos tendencia a creer, hipnotizados por el ejemplo de los ejemplos, el del Imperio Romano.

Estados Unidos es un falso Imperio Romano, que se construyó en el tiempo lento de otra civilización inmóvil por dentro durante casi mil años, con cuatro siglos de gloriosa decadencia. En cierto modo, Europa, no sólo como pasado sino también como realidad futura, no tiene menos garantía de perennidad (y de íntima cohesión de memoria) que este Estados Unidos en continuo proceso de construcción-destrucción de su propio modelo. Ni el factor lingüístico hoy tan homogéneo le asegura el dominio cultural que aún posee. Hay un caos inherente en la sociedad estadounidense actual, derivado hasta cierto punto de su dinamismo, que mina de manera sorda o ya visible la especie de "nación", mayor que ella misma, que es Estados Unidos. Es dudoso que el nuevo modelo imperial como solución de emergencia para canalizar sus elementos centrípetos le asegure, como en otro tiempo a Roma, una perennidad política de alcance planetario. Más fácil será que esa actuación proceda de imperios con memoria milenaria y estructurante, entre ellos China y Japón.

De cualquier modo, para que el "imperio occidental" de Estados Unidos se consolide, es imperativo que asocie a una nueva utopía precisamente a esa Europa, hija del Imperio Romano, de donde surgió la idea de imperio mundial. Y que esa Europa no olvide a Rusia, nación mesiánica e imperial. Con estos tres lados podrá reinventar el antiguo triángulo mítico y místico que la religión dominante en Occidente configuró en la Trinidad. Occidente es un todo, y es una ilusión de nación adolescente pensar que la mera supremacía militar, financiera y económica asegurará al descendiente más optimista de la vieja Europa el dominio del mundo. Solo, Estados Unidos no llegará al fin de sí mismo.