A tan pocos días del 12 de octubre, la transmisión en directo de los actos oficiales para el acuerdo de paz en Colombia nos sugería imágenes que no se percibían en la pantalla. Pero hoy no tocaremos el trasfondo político, su acierto o sus yerros (el tiempo hablará solo); ni siquiera la inigualable cursilería de Timochenko, el feroz, a juzgar por su mote, que exhibía las ridículas muletillas de un progre cualquiera español, o española: «Colombianas y colombianos», «todos y todas», «hermanos y hermanas», así como cantos a la ecología, el amor a los niños y a la lucha contra la sociedad patriarcal. Con tales cursiladas de progre, el temible Londoño perdía el último adarme de épica que podía quedarle.
Más bien chocaba que el Rey Juan Carlos, representante de España, aparecía sentado en tercera fila, por detrás de Raúl Castro, como era lógico por otro lado y acorde con el nulo papel de nuestro país en el proceso de paz. Se mencionaba a Cuba, al reino de Noruega, al Vaticano, al mesías Fidel, a la OEA, a los santos apóstoles san Chávez y Maduro…
En rigor, se estaba cumpliendo el protocolo y aun había que agradecer al presidente Santos la cita del Rey Juan Carlos entre los dignatarios presentes. La descarnada visión de las imágenes no más corroboraba la desaparición de España en el exterior desde 2004, éxitos futbolísticos aparte. Lejos quedan misiones como la de don Ramón Menéndez Pidal, en 1905, comisionado por Alfonso XIII para mediar en el diferendo de límites entre Perú y Ecuador, del cual el Monarca español era árbitro. Una España mucho más débil, atrasada y pobre (en términos relativos a su época) que la presente y cuya opinión y buenos oficios eran tenidos en cuenta y pese a violentas requisitorias y denuestos más o menos merecidos, como los de José Martí en Nuestra América, donde recriminaba y despreciaba a la España del tiempo por ser incapaz de ofrecer algo más que «pasas e higos secos». Nuestro país, con todo y la enorme corriente migratoria hacia allá, era un referente –para bien y para mal–, con frecuencia atacado, desde el antiespañolismo ciego y sordo del mexicano Fr. Servando Teresa de Mier hasta el peruano J. Mª Arguedas, inmune a razonamientos, pasando por el Evangelio americano (Buenos Aires, 1864) del argentino Francisco Bilbao, cuya «Biblia» americana se basaba –nada menos– en Las Casas, para formar una conciencia autóctona que debía ser anticatólica y antiespañola: «El progreso consiste en desespañolizarse». Y bien azuzados por terceros, como Prescott (Hª de la conquista de México, 1835) para quien el fanatismo, la intolerancia y la codicia son el único legado de España; o, más recientemente, por Laurette Séjourné, o la llamada Escuela de Berkeley (Cook, Borah). Posturas todas ellas nada desinteresadas, pues al deslegitimar la conquista y la colonización hispanas justificaban –y siguen justificando– la penetración norteamericana, inglesa o francesa en diferentes ámbitos e intensidades.
Tampoco faltaron defensores ultramarinos, tan numerosos y activos como los otros, aunque siempre postergados y aislados por los chovinismos locales que los condenan como antiguallas del pasado y sólo útiles para los periódicos juegos florales con España, pero sería injusto no citar a Carbia, Levene, Powell. Hay muchos más en ambas posiciones, pero no nos hallamos sólo ante una confrontación de eruditos obstinados en establecer juicios morales, o de superioridad e inferioridad (a lo que son muy adictos los anglosajones) a partir de la historia, con lo cual se condenan a no entenderla y a instrumentalizarla para asuntos del presente. Más bien pensamos que debemos observar el estado de ánimo en el imaginario colectivo de esos países respecto a España y –¡ay!– actuar en consecuencia.
Pero la España de hoy, en su inanidad política e institucional, es incapaz de superar los viejos clichés de la retórica a los que se aferra desde el franquismo, y se limita a cambiar la grandilocuencia de «la cruz y la espada» (más temible y nociva que los indigenistas) por la ramplona jerga burocrática de los tecnócratas: encuentro de dos mundos; España, puente entre Europa y América, etc. Enmascaramiento verbal para no asumir algo en lo que no creen. ¿Y de dónde sacan que México, Argentina, Brasil –y si me apuran hasta Cuba– necesitan a España para negociar con la Unión Europea?
Mejor que enumerar cada 12 de octubre cuanto de bueno hicieron o llevaron otros españoles a las Indias; o disculpar, malo que bueno, los desmanes o errores de otros más, veo preferible entrar en los hechos, aun pequeños, pero cargados de verdad y de vida. En la película cubana «La bella del Alhambra» asoman dos personajes de farsa que fueron proverbiales y recurrentes en el teatro de la isla a principios del siglo XX. Se trataba del «galleguíbiris» y el «macontíbiris», el español y el negro, contrapuestos pero en el fondo hermanados y amistosos a lo largo y a lo ancho de los lances caricaturescos que aquellas comedias bufas suscitaban. Ambos encarnaban estereotipos muy marcados, resaltaban los aspectos más exagerados y criticables del carácter de unos y otros, pero los personajes y la acción se desenvolvían en términos amables y cariñosos, de familia que se divierte peleando dentro de sí misma y con ausencia casi total de rencor contra los españoles, pese a que la guerra de independencia aún estaba muy cercana. En esos dos personajes antitéticos se resumían y sublimaban todas las mandangas y artimañas jocosas de que somos capaces unos y otros, incluido el oficio de bodeguero del español, como los abarroteros mexicanos, los venancios, o hasta el papá de Manolito, el amigo de Mafalda. Esa idea de la contraposición y coexistencia más o menos conflictiva la refleja bien la literatura de la época, por ejemplo el poema de Nicolás Guillén «Por el Mar de las Antillas / anda un barco de papel, / una negra va en la proa / en la popa un español…», proclamando una fusión que sobrepasa lo amistoso. Bien es cierto que Cuba es meramente un país, y no de los más grandes, y que en América no sólo hay españoles y negros.
Personalmente hemos vivido casos en que la España oficial intentaba congraciarse con nuestros detractores de allá organizándoles eventos, traerlos de paseo, pagarles becas, darles cancha. Y el resultado suele ser tan baldío como cuando trata de ganarse la voluntad, o al menos el silencio, de separatistas o progres de por acá concediéndoles el premio Cervantes, el Nacional de Literatura, el de Artes o Letras de tal o cual ramo, el Carallo Vintenove. Da igual: ni los receptores ni los munificentes funcionarios se lo creen. Falla la cooperación sincera por la base, en múltiples actuaciones menores (que son las convincentes), poco aptas para el relumbrón, los titulares, los pomposos abrazos y los intercambios de medallas; falta la lluvia antigua, como decía aquel jardinero inglés al español, mohíno porque en nuestros secarrales mesetarios no prosperaba el césped: debieron empezar hace cinco siglos.
Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de Historia.