En la noche del 13 de abril de 1931, el intendente del Palacio Real, conde de Aybar, tenía que cumplir una doble misión en escasas horas. En apenas un día todas las dependencias del Palacio de Oriente iban a ser ocupadas, controladas, por las nuevas autoridades republicanas. En poco tiempo, el intendente real tenía que finalizar las operaciones de partición de los bienes de la testamentaría de la reina María Cristina que, aunque había fallecido en 1929, aún no se habían llevado a cabo. Además, el conde de Aybar necesitaba retirar el mayor número de valores y bienes privados de Alfonso XIII y de la Familia Real de la Caja de la Intendencia y de otros bancos de Madrid ante el inminente exilio de los reyes. Aquella noche el Palacio Real fue un hervidero de carreras por los pasillos, lloros, incertidumbres y preocupaciones. El servicio del Palacio preparaba baúles de toda la Familia Real y había que trasladar a la anciana y enferma infanta Isabel, la Chata, que falleció diez días después en París.
El drama político y personal fue totalmente inesperado; nada de esto estaba previsto. Alfonso XIII, en su peor pesadilla, no pensó que, como resultado de unas elecciones municipales, iba a tener que padecer el exilio. Por el contrario, don Manuel Azaña, ni en su más dulce sueño imaginó que, en dos días, se iba a producir un vacío de poder y convertirse en la piedra angular del nuevo régimen republicano. Las elecciones del 12 de abril de 1931 son un buen ejemplo de que la política es el desconocimiento de lo que va a pasar al día siguiente.
En el advenimiento de la II República hay que distinguir entre causas estructurales y coyunturales. Las causas estructurales, a la larga, son decisivas. Pero en política no son determinantes si los líderes saben prever, sortear, reencauzar situaciones difíciles. El derrumbamiento de los partidos dinásticos fue debido a que, además de no resolver o reformar los déficits de larga duración del régimen de 1876, manifestados desde 1898, no supieron neutralizar la situación coyuntural del lunes 13 de abril de 1931.
Entre las primeras causas profundas, de largo plazo, cabe destacar el hecho de que la Constitución de 1876 -hasta ahora, la Constitución que ha permitido el más largo periodo de libertades y parlamentarismo en España- estaba pensada y diseñada para una sociedad rural, atrasada y desmovilizada, en relación a los países de nuestro entorno, salvo Portugal. Al comienzo del siglo XX emerge una nueva sociedad española más moderna, urbana, industrial y políticamente cada vez más movilizada.
Los procedimientos políticos decimonónicos, el principio de cosoberanía -el rey y las Cortes- y, sobre todo, la representación política en las áreas rurales, fueron produciendo un peligroso distanciamiento entre lo más dinámico y moderno de la sociedad española y una clase política anquilosada, acostumbrada al turno pacífico y centrada en sus peleas internas de partido mucho más que en buscar el apoyo del electorado. El Real Decreto de disolución de las Cortes, el caciquismo y el encasillado de diputados cuneros, construían una mayoría parlamentaria que, si bien reflejaba un estado de opinión, carecía de legitimidad de representación en una sociedad urbana más moderna y exigente.
Dada la crisis de los partidos dinásticos con el asesinato del presidente del Consejo de Ministros Canalejas por un anarquista-terrorista y la crisis del Partido Conservador (campaña contra su líder: “Maura, no”), se imponía abordar cambios en el sistema político en el sentido democrático. En 1913, Maura y Cambó fueron los políticos que advirtieron la necesidad de autentificar el proceso electoral y dar directamente a la opinión pública el arbitraje de las nuevas mayorías parlamentarias, que Sagasta y Cánovas habían asignado al rey, como era tradicional en España en el siglo XIX. Pero ese proyecto democrático chocaba con la función soberana de la Corona encargada de interpretar y decidir el momento de la sustitución, el turno del partido en el poder.
Apelar a la opinión por elecciones no mediatizadas también chocaba con los notables de los partidos dinásticos, acostumbrados a ejercer el gobierno de modo sistemático cada tres o cuatro años. Ni el rey estaba inclinado a proceder a una revisión constitucional de su papel cosoberano y moderador, ni los líderes de los partidos dinásticos interpretaron que fuera necesario cambiar las condiciones del pacto del turno.
En el mes de julio de 1917, al no existir un impulso en esa dirección, parte de las fuerzas más renovadoras (regionalistas de Cambó, reformistas de Melquíades Álvarez), influidos sin duda por la experiencia revolucionaria democrática-liberal de Rusia, de febrero de 1917, intentaron una reforma constitucional promoviendo una fuerte presión política a través de la Asamblea de Parlamentarios.
La conclusión de este período fue que, el impulso reformista del sistema a través de la Asamblea de Parlamentarios, se disolvió ante el radicalismo y el temor a un amplio movimiento de protesta callejera. La Huelga General de agosto de 1917 asustó a las clases medias. La experiencia del golpe de estado totalitario de Lenin en San Petersburgo y en Moscú en el mes de octubre indicó a los reformistas de la Asamblea de Parlamentarios los eventuales peligros de ruptura del orden establecido. Por último, el ejército se había constituido en protagonista y sostenedor del sistema, a la vez que había impuesto las Juntas Militares de Defensa al gobierno constitucional.
El remedio fue peor que la enfermedad. El mayor protagonismo del ejército, -sobre todo con la aceptación por parte del rey de la dictadura de Primo de Rivera en 1923- lejos de reformar un régimen parlamentario de libertades, terminó por enterrar el entramado de intereses y organización de los partidos dinásticos. Mientras tanto, entre 1923 y 1930, amplias fuerzas políticas -reformistas, algunos líderes de los partidos dinásticos, radicales lerrouxistas, catalanistas, nacionalistas vascos…- pasaron del reformismo dentro de la Constitución al rupturismo republicano.
Salvadas todas las distancias, la presente resistencia de abordar reformas en nuestra actual monarquía parlamentaria por parte del PP y del PSOE, que ha degenerado en una partitocracia, recuerda mucho a la resistencia de liberales y conservadores de abordar cambios y reformas democráticas que Antonio Maura y Melquíades Álvarez habían propuesto para salvar el régimen de la Restauración.
Y ahora veamos la coyuntura. Puestas así las cosas, el gobierno de los partidos dinásticos en coalición que había convocado las elecciones municipales para el 12 de abril, no tuvo un plan B ante un eventual mal resultado, no preparó una respuesta conjunta en comunicación, seguridad y orden público; no se planteó previamente lo siguiente: no preguntamos en estas elecciones por un cambio de régimen o reforma constitucional, ¿qué hacemos si ganamos en número de votos y concejales, pero perdemos las alcaldías de las principales ciudades de España? La improvisación en política tiene consecuencias nefastas.
El almirante Aznar, presidente del Consejo de Ministros de S. M. el 13 de abril, en lugar de proclamar la victoria electoral monárquica en toda España, en cuatro capitales de provincia y en la práctica totalidad de pequeños y medianos municipios, respondió a un periodista sobre una posible crisis de gobierno dado el resultado electoral: "¿Que si habrá crisis? ¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se despierta republicano?"
El rey, con buen criterio, no quiso ser causa de un enfrentamiento civil y abandonó España y el trono, preservando la institución para cuando, de nuevo, los españoles comprendieran y reclamaran el sentido integrador y de servicio de la Corona. En descargo de la responsabilidad del monarca, en toda Europa se planteó, con gran crudeza y dramatismo, la transición entre el liberalismo parlamentario del siglo XIX, constituido por partidos de notables con elecciones censitarias, a un nuevo escenario democrático del siglo XX con elecciones por sufragio universal masculino y partidos y organizaciones de masas.
En este marco lo excepcional fue un resultado integrador y democrático entre el liberalismo y la democracia -como en el Reino Unido y las monarquías del norte de Europa- y lo más habitual fue la caída de reinos e imperios centenarios: el reino de Portugal, el Imperio Austro-Húngaro, el Imperio Alemán, el Imperio Ruso, el Imperio Turco, y numerosas monarquías barridas posteriormente por el nazismo y por Stalin: Bulgaria, Rumanía, Albania, Yugoeslavia. En España esa difícil transición se llevó por delante, en 1931, a don Alfonso XIII y los líderes republicanos tampoco fueron capaces de hacer compatible la democracia con el parlamentarismo y la libertad de los españoles.
En poco tiempo, la II República, inesperada e improvisada, cayó en un proceso de exclusión, polarización y violencia que fueron los prolegómenos de un pronunciamiento de parte del ejército que, al fracasar, desencadenó una cruenta guerra civil.
Guillermo Gortázar es historiador y abogado, su último libro es 'El salón de los encuentros. Una contribución al debate político del siglo XXI'. Madrid. Unión Editorial, 2016.