14 de abril: la República

Hace 80 años, en un 14 de abril como hoy, se proclamaba en España la Segunda República. En sus pocos años de vida democrática, fue un intento de modernizar a un país profundamente atrasado, sometido a un sistema de propiedad oligárquica, regido por una monarquía corrupta, que había avalado la dictadura de Primo de Rivera en 1923, un Ejército políticamente activo adicto al statu quo político asegurado por el rey Alfonso XIII, en el que la Iglesia católica, desde el púlpito y a través de la enseñanza, ejercía una intensa influencia.

Con los primeros decretos aprobados por el Gobierno de Alcalá Zamora y las leyes posteriores a la aprobación de la Constitución democrática del 9 de diciembre de 1931, ya con la coalición republicano-socialista presidida por Manuel Azaña, se iniciaba un proceso reformista que sentó las bases de aquella modernización, truncada por el golpe de Estado de Franco y la guerra civil. Un proceso que inició la reforma agraria para intentar un cambio en la estructura de la propiedad de la tierra que permitiese un nuevo sistema económico; que intentó establecer las bases para la separación entre la Iglesia y el Estado, excluyendo de la enseñanza a las confesiones religiosas; que procuró desvincular al Ejército de la influencia sobre el poder civil; y, que, a través de la Constitución, pretendió resolver, mediante la fórmula del Estado integral, la diversidad política de los pueblos y territorios del Estado, es decir, de resolver el contencioso histórico de la inserción de Catalunya y del País Vasco en España. Y todo ello en el marco de una Constitución que, como la alemana de Weimar (1919) y las constituciones de Austria y Checoslovaquia (1920), era expresión de aquel constitucionalismo de entreguerras que reconocía un amplio catálogo de derechos de libertad, políticos y sociales, a fin de construir un marco constitucional de garantía para la adecuada concurrencia de la libertad y la igualdad, como base esencial de la democracia. Una Constitución que aseguraba la racionalización de las relaciones entre el Parlamento y el Gobierno y que creaba, bajo la influencia intelectual del jurista Hans Kelsen, el Tribunal de Garantías Constitucional para asegurar la prevalencia de la Constitución frente a los excesos del legislador. Y que consolidaba la República como la forma de gobierno más democrática.

Este proyecto reformista chocó desde el inicio con la radical y violenta oposición de los tres pilares del antiguo régimen monárquico: el Ejército, que ya se sublevó en 1932 con el golpe de Sanjurjo; el boicot de los terratenientes, que respondían al campesinado hambriento y analfabeto, con aquello de «si queréis, ¡comer República!», y la Iglesia del cardenal Segura, que apelaba a la cruzada contra la masonería y el comunismo. Todo lo cual no suponía nada nuevo bajo el sol: así había sido desde los inicios del siglo XIX, expresión de la frustrada historia del Estado español contemporáneo, impotente para afrontar el reto de llevar a cabo una revolución liberal. En este sentido, la Segunda República fue un intento de revertir aquella dinámica, que había hundido a España en la más pura marginalidad carpetovetónica. Frente al reformismo republicano, el golpe de Estado de 1936 y la dictadura franquista representaron, en su manifestación más dura, una línea de continuidad con el pasado, al mantener anclada a la ciudadanía española en la condición de súbditos de dictaduras, regímenes autoritarios y pronunciamientos militares, como así había ocurrido a lo largo del siglo XIX.

A 80 años vista, afortunadamente, la situación es otra. Sobre todo porque esta ciudadanía dispone de bases democráticas para el ejercicio de la libertad, aseguradas por la Constitución de 1978.

Con la perspectiva que ofrecen las reformas republicanas de los años 30, hoy puede afirmarse que el Ejército está sometido al poder civil; que el sistema económico es socialmente más equilibrado, aunque la crisis financiera vigente ponga de relieve su profunda injusticia, la palpable inanidad de los controles institucionales y la escasa capacidad de maniobra del Gobierno para afrontarla. Pero sigue siendo una asignatura pendiente la separación de la Iglesia católica respecto del Estado. La aconfesionalidad proclamada por la Constitución, que debería asegurar la neutralidad del poder público respecto de la religión, contrasta con el tratamiento privilegiado que en materia económica, tributaria y, sobre todo, de enseñanza recibe el culto católico del Estado, a través de los inconstitucionales Acuerdos de 1979 firmados con el Estado Vaticano. Por lo que concierne a la realidad plurinacional que ya afrontaba la República, la Constitución de 1978 ha sido objeto de una restrictiva interpretación por el Tribunal Constitucional que ha desactivado en lo más esencial, la reforma del Estatut del 2006, lo cual deja de nuevo abierta la cuestión de la inserción de Catalunya en España. Tras el tiempo transcurrido, viejos problemas siguen ocupando un lugar en la palestra, cosa que no es muy edificante.

Por Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional, UPF.

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