Sobre jueces y política

Tengo para mí que una de las instituciones mejor considerada y, por ende, en la que más confían los españolitos de nuestra hora es la que podemos denominar, en términos generales, administración de justicia. O, si se prefiere, Poder Judicial. Para hacer esta afirmación, no resulta necesario estudiar las recientes encuestas. Es suficiente con observar el común decir de los ciudadanos. Eso de tener «fe en los jueces» y sus decisiones parece un prius generalizado. Y, por supuesto, todo el mundo aclara que «respeta, acepta y acata» la decisión del juez. Aunque posteriormente dicha decisión sea recurrida y, cuando ello es posible, resulte torpe o maliciosamente interpretada y hasta ignorada. El planteamiento me parece muy positivo, en la medida en que se concede un alto grado de confianza a quienes han de emitir veredicto.

Es por esto por lo que resulta de indudable preocupación lo que actualmente estamos viviendo en casos tales como la renovación del Consejo General del Poder Judicial, la recusación de un magistrado en el Tribunal Constitucional en el sentido de impedirle participar y votar en un tema concreto por haber realizado una actividad profesional previa con un informe sobre el mismo, las creo que razonables dudas sobre decisiones de los componentes de la Fiscalía General y sus repentinos cambios en las peticiones de pena y hasta alguna duda que otra en dimisiones no menos repentinas. Sin olvidar que el buen juez Garzón parece condenado a recibir improperios hasta el infinito.

Este conglomerado ha caído casi de pronto sobre la opinión pública y, al menos personalmente, creo que la labor de quienes estos menesteres comentamos, no se debe quedar en la superficie. Hay que ir un poco más allá aunque algunas afirmaciones duelan un tanto.

Ante todo, está claro que los jueces, a cualquier nivel, tienen sus propias ideologías, mentalidades o talantes. Aunque no militen en nada. Son más o menos progresistas, más o menos conservadores. Esto es lógico e inevitable. Y ocurre en todas partes. Piénsese que el Tribunal Supremo en Estados Unidos unas veces ha sido celoso guardián del principio de la libre economía de mercado y otras comprensivo con el intervencionismo. Como a veces ha aplazado la integración racial y otras ha sido adalid de la misma. Se debe hacer el intento, a la hora del veredicto, de la búsqueda de la mayor objetividad «a pesar de lo que uno piense o crea». No siempre se consigue.

Pero lo grave, y hace daño a cualquier institución, es cuando esa mentalidad, que casi siempre origina la posterior conducta, se debe a una especie de «fidelidad», confesada o no, al partido que propone para el cargo. Va de suyo que en el caso del Tribunal Constitucional, como en otros casos, nuestra Constitución encarga la propuesta al Parlamento. O distingue entre Congreso y Senado. Pero lo que nunca dice es que esa labor conlleve un previo «reparto de cuotas» entre los partidos. Según sus propios criterios: tantos para un partido y tantos para otro. Sin más. Sin que nadie se preocupe por la calidad o idoneidad de los propuestos. Estamos ante la intocable hegemonía o la clara partitocracia que en tantas ocasiones vengo sometiendo a crítica. El propuesto siempre tendrá deuda contraída con quien lo propone.

Vivimos en el Estado de Partidos. Y no desconozco ni mucho menos la forma empleada por el siempre maestro García Pelayo para solventar y alejar la sombra de este agradecimiento. Dice así su argumento: «hay que añadir que la función de los órganos de nombramiento (es decir, los partidos) terminan con el nombramiento sin que tenga efectos ulteriores sobre el ejercicio de la función jurisdiccional por parte del Tribunal, que, tanto institucionalmente como en cada uno de sus miembros, está dotado de las suficientes garantías para cumplir su función con imparcialidad e independencia frente a los poderes y a sus portadores. Bajo estos supuestos, la acción del tribunal no sólo está al margen de los criterios e intereses de los partidos, sino que constituye un límite al posible uso inconstitucional del ejercicio de poderes del Estado por parte de los partidos». (Vd. su obra «El Estado de partidos») Personalmente creo que, a pesar de los buenos deseos del maestro, estoy seguro de que no se refería a nuestro país. Y mucho menos cuando la facultad de proponer se otorga hasta al mismo Gobierno.

Pero hemos anticipado que ni el caso que actualmente divide al Tribunal será el único (sobre todo si, además de lo expuesto, la espera de sus decisiones continúa siendo tan extensa), ni me parece correcto el limitarse a la exposición de defectos. Habrá que buscar con urgencia soluciones para que su prestigio y funcionamiento ni se vea disminuido, ni origine víctimas con traumas más o menos dolorosos. Y en esa línea vengo en sugerir dos posibles vías.

La primera, que sin duda no obtendrá mucho apoyo, es la de otorgar a los propios jueces y magistrados alguna participación en el proceso. Debidamente controlada creo que puede caber en lo establecido por la Constitución. Que los nombres que se ofrezcan al Parlamento para su nombramiento constituyan el final de un adecuado camino en el que primen valores profesionales suficientes. Es decir, la introducción de cierto grado de corporatismo ahora tan en boga en los estudios de Ciencia Política y, además, tan practicados en muchos otros casos similares. Al Parlamento se les daría los nombres de los mejores y no los de una u otra tendencia. Y entre ellos habrán de elegir quienes la Constitución determina. Soy consciente de los riesgos, pero, en cualquier caso, me parecen menores que las dichosas cuotas.

Y la segunda, quizá más fácil, que en el propio seno de las Cortes se proceda a crear un órgano o Comisión, integrada por especialistas absolutamente independientes, que, antes de los nombramientos, hayan procedido a analizar y valorar méritos para poder aspirar a la composición de tan alto Tribunal. También hay no pocos ejemplos. Vuélvase a pensar en los muy cuidadosos estudios e investigaciones que el Senado de los Estados Unidos realiza antes de efectuar nombramientos de embajadores, teniendo en cuenta hasta detalles que parecen de poca monta: puestos anteriores, limpieza en las hojas de servicio, comprobación de estar al corriente en toda clase de pagos, etc, etc.

Si por alguna de estas vías o por otras posibles se entra en las propuestas antes de elección y nombramiento, posiblemente se evitarían dudas, paralizaciones, daños a personas y, por supuesto, polémicas que a poco positivo conducen.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.