Europa, la crisis de los 50

Cuando el próximo domingo celebremos el 50 aniversario del Tratado de Roma, recordemos que Europa era entonces un continente destruido, dividido, hambriento y amenazado.

Desde entonces, el proceso de integración europea ha sido la historia de un éxito. La Union Europea reune hoy a 27 Estados de un continente reunificado,los viejos enemigos de ayer son los vecinos más cooperativos del mundo, las libertades democráticas y los derechos humanos están más garantizados que nunca y el mercado único, el euro y la supresión de las fronteras han creado un nuevo espacio de prosperidad y solidaridad.

La historia de este medio siglo no ha sido un río tranquilo sino una sucesión de crisis y sobresaltos, a pesar de los cuales se han alcanzado, e incluso superado, los objetivos que se propusieron en Roma medio siglo atrás. Pero los más jóvenes no valoran la importancia de lo conseguido porque nunca conocieron la guerra, ni temen que pueda volver, y la paz ha dejado de ser un objetivo movilizador

Por una feliz coincidencia este éxito sera celebrado durante la presidencia alemana. ¿Y qué mejor escenario para ello que la puerta de Brandemburgo? Fue el símbolo de la división de Europa en la guerra fría y hoy lo es de la libre unión de los europeos, conscientes de que ninguno de sus países podrá hacer frente solo a los nuevos desafíos del siglo XXI. Pero se puede morir de éxito. Y este es el riesgo que corre hoy la UE ampliada, mucho más heterogénea que los seis países que crearon el Mercado Común, enfrentada hoy a problemas radicalmente distintos de los de hace 50 años.

Hace 50 años, la unión entre los europeos fue impulsada por dos temores: el de una invasión soviética y el resurgir del enfrentamiento franco-alemán. Hoy los dos han desaparecido, los antagonismos identitarios han sido neutralizados y ya no es el temor a los demás, ni a nosotros mismos, lo que puede impulsar esa "unión cada vez mas estrecha" que decía el Tratado de Roma. Unidos en la diversidad, decía el motto de la Constitución, pero hoy nos preguntamos cuánta heterogeneidad, de intereses y de voluntades, es compatible con una efectiva unidad.

Por ello, el éxito que celebramos no puede ser minusvalorado, ni servir de consuelo para la crisis que hoy vive la UE. Una crisis puesta de manifiesto por el no de unos y el silencio de otros frente al Tratado Constitucional, pero que responde a causas profundas: el temor social frente a la globalización y una ampliación sin límites, la debilidad económica en algunos países, el sentimiento de pérdida de identidad en otros, el envejecimiento que solo puede ser compensado por una creciente emigración, la dependencia energética, etcétera. Una crisis entre melancólica y nostálgica, de languidez y fatiga, que se parece a la crisis de la cincuentena que llega cuando nos damos cuenta de que el tiempo ha pasado y que los tiempos, los vecinos y la familia han cambiado, que conseguimos parte de lo que nos propusimos pero ya no sabemos muy bien qué más queremos hacer en un horizonte que se acorta...

Algo de eso le ocurre a esa Europa que se resiste a aceptar que ya no es el centro del mundo ni se decide a unir sus fuerzas para hacerle frente. En realidad, los europeos no saben qué más quieren hacer juntos. Algunos países ni siquiera han querido participar en las dos grandes políticas que más nos han unido: Maastricht y Schengen, el euro y la supresión de las fronteras. Y discrepan porque sus diferentes historias han construido distintas visiones del mundo y de la organización de la sociedad, aunque nos empeñemos en englobarlas todas bajo un mismo "modelo social europeo". Por eso está siendo tan difícil la redacción de esa Declaración de Berlín, con la que se quiere saludar el éxito de ayer pero sobre todo dar un nuevo impulso al futuro.

Una declaración que se quiere corta, concreta, inteligible y capaz de conjurar la crisis de los 50 definiendo nuevos objetivos. Que juegue el mismo papel que la de Messina, que sirvió de antídoto al rechazo francés del tratado que creaba la Comunidad Europea de Defensa y abrió el camino del Tratado de Roma, buscando mediante el mercado lo que no fue posible conseguir a través de lo militar.

Pero es difícil que la Declaración de Berlín tenga esa fuerza impulsora, porque la idea de avanzar en la integración de Europa para hacer de ella un actor político global no es hoy más aceptada que hace 50 años. Varios países, empezando por Gran Bretaña y secundada después por algunos nórdicos y más tarde por varios del Este, no han aceptado nunca que Europa sea más que un mercado acompañado de áreas específicas de cooperación. El rechazo o la tibieza a la unión en lo militar o lo diplomático vale también para lo social y lo fiscal, el presupuesto y la macroeconomía, en realidad para todos los símbolos de la soberanía.

Ahí radica la gran cuestión. ¿Saldremos de la crisis de los 50 por arriba, planteándonos nuevas ambiciones que solo pueden satisfacerse con una mayor dosis de unión política, o saldremos por el conformismo escéptico que nos limita a ser un gran mercado o, menos aún, una zona de libre cambio? Hoy,como hace 50 años, la Historia está por hacer y la escribiremos con nuestra mayor o menor lucidez y determinación. Pero ojalá que lo que hagamos a partir de ahora esté a la altura de lo conseguido desde 1957.

Josep Borrell, eurodiputado y presidente de la Comisión de Desarrollo del PE.