15 años del 'smartphone'

Hace unos días, The information, quizás la publicación con más recursos y prestigio de Silicon Valley, publicaba un estudio realizado entre los padres del condado de Santa Clara acerca de como gestionaban con sus hijos el consumo de teléfonos móviles y tabletas. La conclusión era mucho menos espectacular de lo que se suponía. En realidad hacen lo mismo que el resto de padres que se dedican a otras profesiones que no tienen nada que ver con la tecnología. Sus hijos empiezan a disponer de móvil con nueve años (los más precoces) o con 14 (los padres más prudentes). Acceden a las tabletas con menos edad incluso. Nada particularmente reseñable y que indica que, 15 años después de su lanzamiento, seguimos sin saber domeñar los excesos que apareja la exposición a los teléfonos móviles.

Lo cual quiere decir que sus hijos están expuestos al riesgo de adicción igual que los del resto de las familias, es decir, aproximadamente un 80% realiza un consumo intensivo y están al borde de convertirse en adictos según el Ministerio de Sanidad de España. Dejando de lado las estadísticas, basta conversar con otros padres, observar el comportamiento de los adultos en público o explorar los nuevos servicios ofrecidos por las clínicas especializadas en adicciones, en las que la dependencia del móvil llega casi a equipararse con la del abuso de las sustancias, para darse cuenta del problema social que suponen. La imagen de un chico encerrado en su habitación, a altas horas de la madrugada, a oscuras, en vela y con el potente reflejo del móvil en su cara se ha convertido en la pesadilla de los padres de esta generación. Pero insisto, el consumo de Whatsapp en determinadas personas adultas ronda el delirio y enturbia las conversaciones y las relaciones sociales por lo que no estamos hablando solo de un problema de adolescentes.

El teléfono móvil es paradójico. Su estética, de superficie lisa y monocroma, su grosor casi del filo de una navaja, no podría ser más minimalista. Es un ordenador en el bolsillo. Su principal popularizador, Steve Jobs, hacía gala de minimalismo siempre que podía. Con sus caros y austeros jerseys de cuello alto de Issay Miyake, sus jeans y sus zapatillas New Balance. La mítica foto de Steve Jobs en una habitación vacía, bebiendo de un mug, en una postura que no dejaba de resultar incómoda por su artificiosidad (sin apoyatura), y únicamente acompañado por un estéreo y una lámpara fue tomada hace nada menos que 40 años.

En su libro Desear menos, Kyle Chaika casi se mofa de esa foto del hombre que facturaba un billón de dólares en su mansión de los Gatos vacía, porque no había encontrado una decoración que le satisficiera. Ese asceta cuyo estéreo luego se supo que costaba 8.200 dólares de la época y cuya lámpara había sido adquirida en Tyffanys. La foto fue tomada en 1982 y se consideró el epítome del minimalismo. Veinticinco años después su empresa, Apple, lanzaría al mercado el iPhone, inspirador de lo que después se daría en llamar teléfonos inteligentes (smartphones). Estoy por decir que 15 años más tarde, ahora, han revolucionado la vida cotidiana de la gente y acaparado su tiempo, lo más preciado, como ningún otro invento en la historia. Desde luego, da la impresión de que su influencia ha sido mucho más decisiva en la vida de la gente que la de, por ejemplo, la píldora.

La paradoja surge de que Jobs, quien recibe un tratamiento no muy distinto de una deidad a su fallecimiento, lanza al mercado una mercancía de diseño minimalista que se transforma en el elemento más disruptivo, ruidoso y acaparador de las vidas contemporáneas. El filósofo coreano-alemán Byung Chul-Han ha dicho que el teléfono móvil es un aparato de subyugación que actúa como "un rosario y sus cuentas", que un like es "el amén digital". Las sombras de la caverna de Platón pasan a ser la vida o más (el término virtual se equipara a real) y en el móvil nos confesamos y nos desnudamos. Nunca el minimalismo, la aparente renuncia al deseo, generó mayor insatisfacción, falta de autoestima y deseos de validación. Justo para lo que se supone que se había inventado el minimalismo como antídoto.

No se ha conocido otro artilugio en la historia humana que genere mayores adhesiones a lo que Etiene de la Boétie denominó servidumbre voluntaria, es decir, la facultad humana de ser sometidos de forma voluntaria. Cedemos nuestra intimidad y datos gustosamente a cambio de la promesa de entretenimiento, información y validación. El ruido que produce en nuestras vidas y la invasión de nuestra intimidad es atronadora. Impulsa la productividad y el consumo al tiempo que erosiona las relaciones familiares, personales y de confianza. Acceder a lo viral es un lujo, pero también puede transformarse en una amenaza si uno mete la pata. En su libro iGen, Jean Twenge define el proceso de transformación que sufren los adolescentes convertidos en personas tristes, decepcionadas e irascibles al estar expuestos horas y horas a la pantalla del móvil en sus habitaciones.

Chaika describe un mundo de cafés y espacios cada vez más minimalistas, limpios y austeros en los que reina el ruido invisible de las imágenes, sonidos y textos de los teléfonos móviles, un ruido que nos deja permanentemente insatisfechos y hambrientos al que compara con una bolsa de patatas fritas que siempre invita a picar una más. El "minimalismo digital" surge como respuesta a esta dependencia e intranquilidad permanente y consiste en limitar, generalmente con escaso éxito, el consumo de redes sociales o mantener apartado en la distancia el teléfono móvil varias horas al día. Surgen los spas que facturan por proporcionar a sus clientes la experiencia de la deprivación sensorial, también llamada Técnica de Estimulación Sensorial Restrictiva (REST o TESR en español). Hay 300 instalaciones de deprivación sensorial en Estados Unidos. Una técnica, consistente en flotar en un tanque de agua con sal Epsom (sulfato de magnesio) en la oscuridad, que reduce los niveles de cortisol, la hormona del estrés, un 25%, aumenta la interocepción y la consciencia de uno mismo, la respiración y las pulsaciones. Reduce la ansiedad general, un problema del que están llenas las consultas de los psicólogos y psiquiatras.

Lo habitual es que, como forma de absolver a la sociedad en su conjunto, se hable de la adicción de los adolescentes a los teléfonos móviles. Pero la realidad es que, 15 años después de su lanzamiento, adictos somos todos y el secreto mejor guardado son esos informes que recibimos acerca de cuantas horas diarias de media pasamos con el móvil y que no compartimos con nadie. Jamás el minimalismo, antídoto contra el deseo o al menos contra el deseo desordenado, había generado más caos y desasosiego consentido en nuestras vidas.

César García es profesor de Comunicación en la Universidad Pública del Estado de Washington.

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