15-M: mucho más que Podemos

Hace diez años la Puerta del Sol fue de nuevo una verdadera plaza. Una plaza que no se conoce como tal, pero que en Madrid siempre ha resonado en la historia de España como las campanas de su mítico reloj. Desde que a faca abierta se destriparan los caballos frisones de los mamelucos un 2 de mayo, a cuando se tremoló con ilusión una tricolor que pronto cambió el morado por el rojo sangre. Una plaza que no se llama tal y una puerta que no existe y nadie recuerda. Pero que es kilómetro cero de una rosa de los vientos llamada España. En ese lugar surgió un movimiento que tuvo la magia inicial de que nadie preguntó quién podía estar detrás. Algo transversal, como suelen decir ahora los politólogos cursis. Y que no significa otra cosa sino que a nadie le importa tu ideología o a quién votas, sino tu opinión. Que a nadie le importaba qué votabas, a quién y de dónde eres. Algo, sin duda, que no podía tener mejor patria que la del rompeolas llamado Madrid.

Hace diez años la gente no sabía que era feliz. No lo sabíamos. Jamás pudimos imaginar un futuro con decenas de miles de muertos, millones de parados, empresas quebradas, mascarillas de todos los colores, confinamientos domiciliarios, estados de alarma y toques de queda. Pfizer era una pastilla azul para animar virilidades perdidas. Moderna era una de pueblo. Oxford, un sitio de regatas decadentes. Y si alguien hubiera oído hablar de AstraZeneca pensaría que sería alguna serie de ciencia-ficción o un cohete ruso con ganas de ir al cosmos a darse un garbeo espacial. Aunque pese a esa felicidad, había un latente cabreo en la ciudadanía. En la gente. En el pueblo. En aquellos que habían confiado en unos políticos, unos gobiernos y unos partidos políticos para que les representaran. Pero que se olvidaron de ellos.

Hace diez años Ortega y Gasset se revolvía de su tumba pensando que, tal vez, esa España invertebrada iba a dejar de estarlo. La España de abeles y caínes, de quijotes y sanchos, discutían, debatían, proponían, se unían, en un coro asambleario que era gozo de universitarios que aún creían en las revoluciones a base de eslóganes y sentadas, y de cuarentones y cincuentones que nunca estuvieron en Mayo del 68, pero que de pronto pensaron que debajo de los adoquines podría estar ese mar siempre soñado por los madrileños. Con acampada urbana y señoras vecinas trayendo comida a aquellos que habían decidido pasar las noches iluminados por los neones del Tío Pepe, Sol de Andalucía embotellado. Con tertulias abiertas y debates vehementes sobre todo lo que el ‘zoon politikon’ clásico se tenía que contraponerse al idiota, también clásicamente hablando, por supuesto.

Sin embargo… Goya pintaría aquella jornada de mayo de hace dos siglos, y también que el sueño de la razón produce monstruos. Pues las revueltas y las revoluciones siempre se han escrito con la sangre del pueblo que las protagoniza. O con las lágrimas de sus decepciones. Sea en el siglo que sea. Y lo que comenzara hace diez años, que se recuerda en esa plaza que es puerta, con una placa que reza «Dormíamos, despertamos», tiene mucho de aquel lema del de Fuendetodos. Pues el sueño fue inquieto, pero el despertar no fue, a la postre, reparador. Esa reacción contra la dejadez política, contra un bipartidismo imperfecto, contra un clima social que adolecía de injusticias económicas, no tardó sino un lustro en ser objeto de polémica hasta en la puesta de la mencionada placa.

La transversalidad había desaparecido. El debate se había convertido en una serie de caminos convergentes escorados hacia una dirección concreta. La ilusión de tantos, en el posibilismo de unos pocos. Lo que pretendía ser una ola regeneradora acabó en un lodazal partidista. Cayendo en los mismos errores que se denunciaban. Terminando en un coro de frases manidas y eslóganes aparentemente improvisados. Donde lemas como «no, no, que no nos representan», acabaron siendo espejos valleinclanescos del cercanísimo callejón del Gato madrileño. De aquél grito de «¡sí se puede!», a que al final, pudieron los que jugaron con las convicciones de miles para convertirlas en beneficio propio.

Hace diez años pudo ser un punto de inflexión y, sobre todo, de reflexión para la clase política. Para el escenario de partidocracia imperfecta en el que se ha convertido nuestra democracia, salida de ese mancillado y denostado ‘régimen del 78’. Pero sin embargo, en un giro gatopardesco, todo se quiso cambiar para que nada cambiara. Mucho se podía haber cambiado. Logrado. Pero lo único que veo es que se ha abierto una falsa caja de Pandora donde ni siquiera la esperanza yace escondida como último recurso. De donde, empero, sí salió el peor de nuestros males. El odio hacia el otro. Al contrario. El que no piensa como nosotros. Eso no fue el 15-M. Lo sé bien. Yo estuve allí. Y aquello no fue esto, no es esto. Por más que algunos sigan diciendo que pudieron. Que lograron lo que nadie pensó que lograrían. No. Lograron lo que ellos jamás pensaron que podrían conseguir. Pero no asaltaron los cielos. Más bien, destaparon muchos infiernos. Coreaban que «si nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir». Muchos seguiremos soñando todo lo que pudo ser. Pese a que otros, tras tomar Sol y pedir la Luna, ya tampoco no, no nos representan, que no. Ya no. Nunca lo hicieron.

Javier Santamarta del Pozo es politólogo y escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *