Charles Wright Mills y otros peregrinos

Hace algunos días, en artículo para The Nation, el funcionario cubano Ricardo Alarcón demandó "solidaridad" de los intelectuales y académicos de Estados Unidos con Cuba, evocando el caso del sociólogo y profesor de la Universidad de Columbia, Charles Wright Mills (1916-1962).

Como su compatriota Carlton Beals, quien apoyó la Revolución de 1933 en The Crime of Cuba, el libro ilustrado con fotos de Walter Evans, Wright Mills viajó a la isla en agosto de 1960, cuatro meses después de la visita de Sartre. Allí se reunió con ocho políticos: el presidente Osvaldo Dorticós, el primer ministro Fidel Castro; el presidente del Banco, Ernesto Che Guevara; el ministro de Educación, Armando Hart; el de Comercio, Raúl Cepero Bonilla; el médico René Vallejo, director del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA) en Oriente; Enrique Oltuski, ministro de Comunicaciones, y Carlos Franqui, director del periódico Revolución.

El resultado de aquellos encuentros fue el libro Listen, Yanqui. The Revolution in Cuba (1960), editado al año siguiente en México por el Fondo de Cultura Económica, en traducción de la escritora Julieta Campos, y que, hasta hoy, nunca ha sido publicado en la isla. Wright Mills era reconocido entonces como figura imprescindible de la sociología postfuncionalista en Estados Unidos, una corriente que intentaba dejar atrás el positivismo residual de Talcott Parsons por medio de una relectura de Marx y Weber. Antes de su viaje a la isla, Wright Mills había experimentado esa vía teórica en libros como White Collar. The American Middle Classes (1951), The Power Elite (1956) y, sobre todo, The Sociological Imagination (1959), su gran discusión con Parsons.

De aquella obra sociológica se desprendían, por lo menos, tres mensajes políticos importantes: 1) el crecimiento de la clase media norteamericana en la época dorada de la postguerra estaba generando una nueva estratificación que el Estado debía equilibrar; 2) en la cima de aquella pirámide social se consolidaba una élite militar empresarial que, cada vez más, aspiraba a controlar los medios masivos de comunicación; 3) como se constataba en el fenómeno del mccarthysm, aquel control limitaba la libertad de expresión y -lo que a su juicio era más grave aún- entorpecía el trazado de una política internacional que reforzara el liderazgo de Estados Unidos en el mundo. A este último aspecto, Wright Mills dedicó su estudio The Causes of World War Three en 1958 que, en buena medida, puede leerse como antesala de su libro sobre Cuba.

En Escucha, yanqui, Wright Mills se propuso dar voz a los revolucionarios cubanos ante la opinión pública de Estados Unidos en un año decisivo para la historia de la isla: 1960. Aunque limitó su intervención en el texto a una introducción y un epílogo, la mirada del sociólogo no era neutral, pero tampoco acrítica. En un pasaje de su libro decía "no he pretendido disimular ni subrayar las ambigüedades que he descubierto en los razonamientos de los revolucionarios cubanos". En otro no descartaba que Cuba "pudiera endurecerse en una especie de tiranía dictatorial". Su valoración del fenómeno cubano, en el verano del 60, no era ingenua: "Es posible fabricar hipótesis de pesadilla sobre Cuba", insistía.

¿Qué pesadilla tenía en mente Wright Mills? La que al año siguiente se cumpliría en la historia: el giro comunista del proceso revolucionario y la alianza de la isla con Moscú.

En el verano de 1960, Wright Mills no creía que Fidel, el Che o cualquier otro dirigente con que se entrevistó fuera comunista y así lo refiere más de una vez en su libro. Pero la posibilidad de que Cuba se sumara a la órbita soviética recorre toda su argumentación: "Si hemos de superar esas pesadillas, si deben convertirse en bases de preocupaciones fértiles y de una política constructiva hacia Cuba, es absolutamente necesario conocer, antes que nada, cuáles son las razones, las esperanzas y los problemas de los revolucionarios cubanos". Wright Mills escribía, pues, como lo que era, un intelectual norteamericano -un texano de Waco, por

más señas- claramente ubicado en uno de los polos de la Guerra Fría. 'Si no escuchamos nosotros, otros lo harán', decía. Y ya lo estaban haciendo: para el verano de 1960, los soviéticos estaban sumamente involucrados en la experiencia cubana. La reivindicación de Wright Mills, como la de Sartre y otros peregrinos de los 60, por parte de las autoridades de la isla, quisiera pasar por encima, sin el menor gesto crítico, a medio siglo de comunismo en Cuba. El propio Wright Mills, como es sabido, no se libró de la sovietización de la cultura cubana, ya que durante tres décadas, por lo menos, su obra fue combatida, junto a la de Durkheim, Weber y Parsons, como parte la asignatura "Crítica de las corrientes sociológicas burguesas contemporáneas" en las carreras de Sociología y Filosofía de la Universidad de La Habana. Y no podía ser de otra manera, ya que el último libro de aquel importante sociólogo fue su antología Los Marxistas (1962), en el que criticaba duramente el marxismo soviético y la experiencia de las "democracias populares" en Europa del Este.

La "recuperación" -palabra mágica- de Wright Mills, Sartre, Gramsci y otros marxistas heterodoxos del siglo XX y hasta de algunos filósofos postmodernos, como el italiano Gianni Vattimo y el francés Jean Baudrillard -que hace apenas diez años eran catalogados como "ideólogos del capitalismo avanzado"- no va más allá del ardid instrumental que implica esa "solidaridad" paternalista y colonial, basada en el respaldo afectivo al régimen de la isla. Si la obra de Wright Mills se estudiara y discutiera públicamente en Cuba, muchos cubanos encontrarían que su descripción de una élite del poder, construida sobre la identidad de intereses corporativos entre militares y empresarios, es muy parecida a la que hoy los gobierna desde La Habana. Lo que Wright Mills decía para los Estados Unidos de Eisenhower es perfectamente válido para la Cuba de Raúl Castro.

El discurso y la práctica de la "solidaridad" con Cuba -o con Chiapas, Venezuela, Bolivia o cualquier otra "revolución" del Tercer Mundo- es el gran aporte contemporáneo de la izquierda a la tradición colonial. Cuando releemos algunos textos radicalmente anticoloniales como La República Española ante la Revolución Cubana (1873) de José Martí o Los condenados de la tierra (1961) de Frantz Fanon, nos persuadimos de que la más profunda descolonización es aquella que se opone a que las colonias sean regidas con un régimen "especial", distinto al de la metrópoli, porque sus habitantes no están "preparados" para la libertad. Martí y Fanon, en esencia, rechazaban lo mismo, que España y Francia impidieran a Cuba y Argelia ser como sus metrópolis: dos Estados soberanos. Los intelectuales de la izquierda occidental que hoy respaldan la democracia y el mercado en sus países y justifican el partido único y la economía estatal en Cuba proceden de la misma manera.

El negocio colonial de la "solidaridad" es, entre muchas otras cosas, una maquinaria de distorsión de la memoria histórica y de implacable manipulación de los símbolos nacionales. No deja de ser significativo que quienes dedican varias horas diarias a criticar la economía de mercado sean los mismos que capitalizan al máximo la imagen del Che, las fotos del joven Fidel en el Lincoln Memorial de Washington, las ruinas de La Habana, dos frases aisladas de Bolívar o Martí, las marquillas de tabaco o el paso por la isla de cualquier celebridad global, en viaje privado o público. La inveterada ansiedad de legitimación del Gobierno cubano ha degenerado en una agencia mediática que opera milagros como la conversión al marxismo de Sting, el apoyo al partido único de Gore Vidal, el arrepentimiento de Jean-Paul Sartre por sus críticas al caso Padilla o la transformación de Charles Wright Mills en un pensador antiamericano.

Rafael Rojas, historiador cubano, exiliado en México, premio Anagrama de Ensayo por Tumbas sin sosiego.