Memoria Histórica de al-Andalus

Wasington Irving, en sus Cuentos de la Alhambra, pone supuestamente en boca del bajá de Tetuán un lamento por el Andalus perdido: «Se consoló, persuadido de que el poderío y la prosperidad de la nación española estaban en decadencia; de que algún día conquistarían los moros sus legítimos dominios y de que no estaba muy lejos la hora en que se celebrase nuevamente el culto mahometano en la mezquita de Córdoba y un príncipe musulmán se sentase en su trono de la Alhambra. Tales son la aspiración y creencia generales entre los moros de Berbería que consideran a España su legítima herencia». Dejando aparte la exactitud de la cita del norteamericano, más bien parece que debamos fijar la atención en el hecho central: refleja, hace casi dos siglos, un sentimiento que venía de atrás y bien mantenido hasta nuestros días. Cuando la organización terrorista al-Qaida, o su portavoz Ayman az-Zawahiri, o musulmanes «moderados» -pero eficientes comensales por este lado del mar- salmodian cantos al Islam de al-Andalus y a la recuperación del «Espíritu de Córdoba», no hacen sino reproducir uno de los más caros acicates de la fantasía de árabes y musulmanes: la reconquista de al-Andalus. Lo que durante mucho tiempo constituyó un mero pretexto literario de poetas y poetastros árabes, a quienes rebalsaban las obviedades hasta por las orejas, se ha convertido en objetivo político concreto, en especial por la blandura y falta de convicción que preside nuestros actos, un nuevo capítulo de memoria histórica, con su correspondiente arbitrariedad subjetiva, aunque ahora con el agravante de versión moruna.

Alguna vez hemos escrito que el fenómeno histórico denominado al-Andalus merece por nuestra parte un recuerdo amable, pero tal actitud no puede sustituir en algunas de nuestras regiones a los elementos de cultura que suelen esgrimirse con el nombre de «hechos diferenciales». Dicho de otra manera: el aprecio distendido, v. g., de los maravillosos monumentos islámicos de nuestro país no debe desembocar en la instrumentalización de los mismos para cimentar movimientos políticos carentes de otra clase de argumentos. La historia de una tierra (distinguiendo entre el territorio y la población que lo habita en un momento dado) no puede servir de base para inventar hechos diferenciales donde no los hay.

Sin embargo, desde los comienzos de este peregrino movimiento pseudocultural, no han faltado historiadores que han reaccionado tratando de equilibrar el panorama, intentando, con más ardor que apoyos, informar a la población afectada; por desgracia, con escaso éxito. Don Claudio Sánchez-Albornoz -cuya obra ha sido mal entendida y peor comentada y difundida- pretendió, poco antes de su muerte y sin lograr nada, detener la avalancha desinformativa, en publicaciones que no llegaban a la tierra andaluza a la cual iban dirigidas. Escribía: «Encontró a Córdoba llena de carteles de propaganda islámica y se sorprendió de la cesión por el alcalde, para mezquita, del antiguo convento de las Clarisas. El de Granada y varios concejales se habían negado a participar en la fiesta de la Reconquista de la ciudad, por entender que se conmemoraba el aniversario de un día triste de la historia granadina. En Sevilla se habían repartido octavillas protestando del culto de una «secta» -la religión católica- responsable del asesinato de millones de musulmanes andaluces. Confieso mi irritación ante esas noticias...» (El Correo Español. El Pueblo Vasco, 15-3-81). ¡Pobre don Claudio si hubiera vivido para ver lo sucedido después, mientras las ocurrencias de aquellos indocumentados primerizos se iban convirtiendo en dogma indiscutible que organiza reuniones de la OSCE en Córdoba y Alianzas de Civilizaciones en Madrid!

Desde las inocuas e inofensivas exaltaciones líricas del siglo XIX el tono ha ido creciendo sin tregua, ya se tratara de los dislates de Blas Infante o, en nuestros días, de la fijación antinacional de un Juan Goytisolo. Infante asegura muy convencido: «Hay libertad cultural. ¡Andalucía libre y hegemónica del resto peninsular! En Andalucía todo el mundo sabía leer y escribir...». Y, como no podía ser menos, tras confundir al-Andalus con Andalucía, aparece la condena patológica de la España cristiana a la que, quisiera o no, pertenecía el mismo Infante: «Isabel, la bárbara grosera, fanática, hipócrita y cuya figura y cuyo reinado son los más desastrosos que tuvo España (...) Los bárbaros expulsados por el auxilio árabe, con la colaboración de Europa entera, vienen otra vez contra nosotros. ¡Las cruzadas! El robo, el asesinato, el incendio, la envidia destructora, presididos por la cruz» (Andalucía desconocida).

Esta clase de desmelenamientos no queda tan lejos. J. Goytisolo atiza el mismo fuego con idénticos argumentos: «el enfrentamiento del castellanismo más mostrenco con las nacionalidades periféricas nos retrotrae a épocas que creíamos definitivamente extintas (...), como dijo Américo Castro, un grupo humano que ignora de dónde viene tampoco puede saber a dónde va. A los mitos mortíferos de los radicales vascos, hacen eco, como ladridos de un can en la noche, los del españolismo más trasnochado. Volvemos insidiosamente a la apropiación estatal de lo religioso y a las arengas de la patria en peligro» (Blanco y Negro Cultural. ABC, 14-2-04). Desconocemos en qué se puede basar el escritor para hablar de «castellanismo mostrenco y españolismo trasnochado», porque no los vemos por ninguna parte, en especial en 2004, cuando escribía. Y sólo el desmerengamiento de España, minucioso y calculado, que pilota Rodríguez, ha conseguido provocar una reacción, tardía, y cuyo alcance real está por ver. Nadie impide a Goytisolo, por fortuna, decir lo que guste, derecho que no parece reconocer a los demás: publica con normalidad en toda clase de periódicos, incluido ABC, lo cual es un buen reflejo del verdadero talante de unos y otros; por añadidura, debería fulminarse a sí mismo con esa pregunta de saber, o no, de dónde proviene (de los Abderrahmanes, desde luego, no); y, en último lugar, una vez más, otro intelectual flotante mucho más arriba de las nubes, equipara la nuca y la pistola y llama perros a quienes no se tragan -no nos tragamos, ea- sus cuentos de Marrakech.

La hiperinflación de sostenedores y padrinos sólo muestra que nos hallamos ante una corriente de opinión a la moda y asaz rentable, una política de gestos a los que se suma cualquiera pues nada cuestan. El clima de tópico ineludible ha invadido y conquistado los medios de comunicación, de modo que se da una actitud continua de exageración (si se trata de citar aspectos favorables) o silenciamiento (si el asunto es negativo) cuando andan por medio las tres culturas o los inmigrantes musulmanes. Valga un ejemplo. En el año 2002, en Andalucía se produjeron 1.300 nacimientos de hijos de inmigrantes y 70.000 de españoles, sin embargo el titular del diario donde leímos la noticia era «Aumenta la natalidad en Andalucía gracias a los inmigrantes», lo cual no es falso, pero sí una proporción muy reducida de la verdad. Los periodistas, al unísono, parecen verse en la obligación de omitir cualquier crítica hacia los inmigrantes musulmanes, por fundada y puntual que sea, para no ser tildados de racistas. Un clima creado por los medios decomunicación, al alimón con los políticos, y que por irracional y contraproducente que sea, ahora nadie sabe, ni se atreve a combatir.

Del mismo modo que evitamos incurrir en la apología de al-Andalus recayendo en la ristra de tópicos habituales, también evitaremos la concatenación de los aspectos (numerosos) más sombríos que revistió su historia. Baste el resumen ultrasintético del sirio Bassam Tibi: «La cultura de la España árabe fue el Islam y su lengua el árabe. Jamás existió allí nada parecido al relativismo cultural». No obstante, la rueda publicitaria sigue girando, aunque quienes, por industria o afición, actúan de propagandistas del Islam, deberían moderar el florilegio y reflexionar sobre la naturaleza de la mercancía que venden; prescindir, por ejemplo, de la acusación fija de ignorancia a los críticos o dubitativos. Es verdad que la sociedad española sabe poco de la islámica, pero más vale que siga así la cosa, porque, de estar bien informada, los infelices de las pateras no encontrarían mantas y tisanas, sino a la hueste completa de Sancho de Leyva. Con todas las consecuencias.

Serafín Fanjul, catedrático de la UAM.