1936. Fraude y violencia

Las elecciones de febrero de 1936 fueron las más importantes en la historia de España hasta la fecha, porque pudieron determinar el destino de un país plena y democráticamente movilizado, y fuertemente polarizado. Sus resultados produjeron un gran vuelco político, pese a que los datos oficiales exactos no fueron publicados jamás, ante la exasperación del propio presidente Alcalá Zamora. Dada la evolución trágica del país poco después, estas elecciones han sido un tema historiográficamente controvertido. Años antes de la muerte de Franco, Javier Tusell dirigió un grupo de historiadores que presentaron la primera historia seria de estas elecciones, aunque las circunstancias de la dictadura restringieron mucho las fuentes.

Por eso es muy bienvenida la publicación del primer estudio exhaustivo de estos comicios cruciales, 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, a base de una investigación muy completa de todas las fuentes disponibles. Es riguroso y objetivo en su análisis, y ofrece conclusiones nuevas y convincentes. Casi inevitablemente supera a su predecesor en todas las dimensiones. Explica de un modo concluyente y detallado la formación del Frente Popular, como de su gran competidor, la Coalición Antirrevolucionaria, y analiza una campaña electoral que, con sus 41 muertos en medio centenar de incidentes violentos, principalmente iniciados por simpatizantes de los partidos y sindicatos obreros, fue la más convulsa en la historia de España. La parte clave trata de la votación misma, tanto la del día 16 de febrero como las posteriores en algunos distritos, de las presiones callejeras y motines en muchas ciudades, y del escrutinio final que había de tener lugar el día 20. El libro examina también de un modo exhaustivo la segunda vuelta del 1 de marzo, la actuación de la Comisión de Actas parlamentaria al fin del mes, y las elecciones nuevas en Cuenca y Granada del 3 de mayo.

El fraude y la violencia aparecieron en seis momentos: 1) la violencia directa en el proceso electoral en algunos distritos, con la rotura de urnas y choques entre los activistas de las diversas candidaturas; 2) la distorsión y cambio de votos en ciertas provincias como consecuencia de los motines de izquierdas; 3) la falsificación deliberada de los resultados en varias provincias por las autoridades provinciales interinas del Frente Popular los días 19 y 20; 4) el ambiente de intimidación y hasta de violencia abierta con que se celebró la segunda vuelta tras las excarcelaciones de los condenados por la insurrección de octubre de 1934, y la toma ilegal de numerosos ayuntamientos; 5) la actuación fraudulenta de la Comisión de Actas; y 6) la arbitrariedad gubernativa y la violencia abierta contra las derechas en Cuenca y Granada, haciendo absolutamente imposibles las elecciones libres. Todo esto fue tan sistemático y continuado que no pudo haber sido el resultado de algún «error» o «exceso», como se ha dicho siempre.

Toda la evidencia indica que la votación del 16 de febrero llevó a un empate, con poca diferencia entre el Frente Popular y la Coalición Antirrevolucionaria. Eso quería decir que la composición del nuevo Parlamento dependería esencialmente no sólo de un escrutinio oficial cuidadoso sino, sobre todo, de una segunda vuelta celebrada con garantías en los distritos que quedaban, todos por cierto de notorio matiz conservador. Sin embargo, la acción directa en la calle de los seguidores del Frente Popular y el anarcosindicalismo, con más y más violencia, forzó la dimisión del gobierno encargado de organizar las elecciones y el nombramiento de uno nuevo bajo Manuel Azaña. No se sabía todavía quién había ganado pero, puesto que Alcalá Zamora no había autorizado la declaración del estado de guerra, el gobierno de Azaña parecía el único capaz de aplacar pacíficamente los desórdenes, cosa que no ocurrió. Así, no fue el Gobierno que convocó las elecciones sino el Frente Popular mismo el que completó el escrutinio oficial. Las alteraciones permitieron sumar a las izquierdas indebidamente unos 30 escaños, a los que se añadieron unos 20 más en las restantes etapas del proceso electoral, uno de los más fraudulentos de la historia de España. Lo que afirmó el presidente de la República en su diario ha sido plenamente demostrado en este estudio. Las ilegalidades convirtieron un resultado ajustado e incierto, con una ligera ventaja para el centro-derecha en la votación popular original, en una dominación parlamentaria aplastante de las izquierdas.

Todo esto está narrado de un modo sobrio y objetivo, sin el menor tono polémico, con una amplia y demoledora aportación documental. El libro ha tenido una venta sensacional desde su publicación a mediados de marzo. Es la investigación de la historia contemporánea más importante que ha aparecido en España desde hace mucho tiempo, y Álvarez Tardío y Villa García incluso evitan toda especulación, tan fácil en un tema como éste, para ceñirse solamente a los hechos demostrables.

Sin embargo, una parte de la historiografía de izquierdas ha preferido eludir el debate y el análisis serio, y difamar directamente a los autores. Hace poco un conocido historiador socialista vinculó el libro a la «derecha más rancia», la típica descalificación política que se usa en estos medios para marginar los trabajos que no les gustan, no importa su exactitud o calidad. Este mismo estudioso, empeñado en demostrar la irrelevancia del fraude, se equivocó gravemente al alegar que no podían sumarse los votos conservadores de las diversas provincias porque no hubo una coalición electoral antirrevolucionaria de carácter nacional, cuando la obra demuestra precisamente lo contrario. Peor es que acusara a los autores de cuestionar la legitimidad del Gobierno de Azaña, cuando nada de ello aparece en el libro. Luego añadía, volviendo a errar, que ya se conocían los resultados cuando Azaña fue nombrado presidente del Gobierno el 19 de febrero. Pese a tanto despropósito junto, el comentarista intentó hacer pasar a los autores del libro por mentirosos.

Aunque lamentable, esto no es sino una muestra del estilo de denuncia e insultos de quienes acostumbran a hacer ideología de la historia, especialmente cuando se muestran incapaces de discutir estudios rigurosos como el de Álvarez Tardío y Villa García. La desmitificación de la Segunda República continúa enconando las bajas pasiones de quienes aspiran a mantener este periodo como un referente idealizado con fines políticos, sea para cuestionar el pacto constitucional de 1978 o, al menos, para continuar alimentando con fábulas una inexistente superioridad moral de las izquierdas españolas. Afortunadamente, estos ideólogos ya no intimidan a los jóvenes historiadores. Ni engatusan a gran número de lectores, ávidos por conocer lo que realmente sucedió y por desterrar los ditirambos guerracivilistas, absurdos ya tras cuarenta años seguidos de libertad y democracia.

Stanley G. Payne, historiador e hispanista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *