1989 fue el momento dorado de Europa

El año 1989 fue el más importante en la historia mundial desde 1945. En la política internacional, 1989 cambió todo. Produjo el fin del comunismo en Europa, de la Unión Soviética, de la guerra fría y del "corto siglo XX". Abrió la puerta a la unificación alemana; una ampliación de la Unión Europea sin precedentes históricos, que ha hecho que se extienda desde Lisboa hasta Tallín; la ampliación de la OTAN; dos décadas de supremacía estadounidense, la globalización y la ascensión de Asia. Lo que no cambió fue la naturaleza humana.

En 1989, los europeos propusieron un nuevo modelo de revolución no violenta, de terciopelo, que puso en tela de juicio el ejemplo violento de 1789, que durante dos siglos había sido a lo que la mayoría de la gente se refería al decir "revolución". En vez de jacobinos y guillotinas, ofrecieron a la gente poder y negociaciones en una mesa redonda. Con la impresionante renuncia de Mijaíl Gorbachov al uso de la fuerza (un luminoso ejemplo de la importancia del individuo en la historia), de pronto se desvaneció con suavidad un imperio dotado de armas nucleares que muchos europeos habían considerado tan duradero e impenetrable como los Alpes, entre otras cosas porque poseía esas armas de aniquilación total. Pero, como si aquello fuera demasiado bueno para ser verdad, 1989 también nos trajo la fatua del ayatolá Jomeini contra Salman Rushdie, que fue el pistoletazo de salida de otra larga lucha en Europa, antes incluso de que hubiera acabado verdaderamente la anterior.

Años así ocurren sólo una o dos veces en el transcurso de una vida. El año de los atentados terroristas del 11-S, 2001, fue también importante, por supuesto, sobre todo porque transformó las prioridades de Estados Unidos en el mundo, pero no cambió tantas cosas como 1989. Igual que la guerra fría había afectado hasta al menor Estado africano, al convertirlos a todos en peones posibles del gran tablero de ajedrez entre el Este y Occidente, el final de la guerra fría también afectó a todos. Y lugares como Afganistán cayeron en el olvido, abandonados por Washington, porque ya no importaban en un enfrentamiento mundial con la ya ex Unión Soviética. Los muyahidines habían hecho su trabajo; los muyahidines podían desaparecer. Excepto que un muyahidin llamado Osama Bin Laden no estaba de acuerdo.

El epicentro de 1989 fue Europa, entre el Rin y los Urales, y allí es donde ha habido más cambios. Todos y cada uno de los países vecinos de Polonia son hoy nuevos, una cosa distinta de la que eran en 1989. Muchos de los Estados y varios límites fronterizos del Este de Europa son más recientes que los de África. Y la experiencia de vida de cada hombre, cada mujer y cada niño ha cambiado hasta ser irreconocible: sobre todo, en la República Democrática Alemana, de cuya sentencia de muerte se cumplen 20 años el lunes por la noche, cuando se conmemoren las primeras brechas abiertas en el muro de Berlín.

Es decir, a ras de suelo, tenemos las historias de esas vidas individuales: las de los jóvenes checos, húngaros y de Alemania del Este que nacieron en 1989 y disfrutan y aprovechan las oportunidades de la libertad, y las de las numerosas personas de más edad y peor situadas que han sufrido dificultades desde entonces y se encuentran ahora enojadas y desilusionadas.

En el otro extremo, tenemos el baile mundial de las superpotencias, viejas y nuevas. En teoría, hoy son tres: Estados Unidos, China y la Unión Europea. Estados Unidos sigue siendo la única superpotencia genuina y tridimensional. Cuando los ex presidentes Gorbachov y George H. W. Bush se reunieron con el ex canciller Helmut Kohl en Berlín la semana pasada, Bush padre rindió un empalagoso tributo a su amigo "Mijaíl". Podía permitirse ser generoso; al fin y al cabo, Estados Unidos ganó. Mejor dicho, resultó ganador, en parte gracias a sus propias políticas, pero también gracias a la labor de otros. Sin embargo, no se puede afirmar que EE UU haya empleado muy bien sus 20 años posteriores de supremacía, sobre todo durante el mandato de Bush, hijo de Bush. El país ha vivido a todo tren y ha acumulado una enorme deuda, tanto de los hogares como nacional. No ha creado un nuevo orden internacional duradero. Ahora tiene un presidente maravilloso que aspira a lograrlo pero que, seguramente, ya no cuenta con los medios necesarios.

El triunfo más inesperado es el de China. Recordemos que, cuando Gorbachov visitó Pekín a principios del verano de 1989, tuvieron que introducirlo en Zhongnanhai, el complejo de los dirigentes del Partido Comunista, a través de una puerta lateral, por todos los manifestantes que llenaban la plaza de Tiananmen. China parecía estar al borde de su propia revolución de terciopelo. Pero entonces llegó la matanza del 4 de junio. Un escalofrío recorrió Eurasia, desde Pekín hasta Berlín. China y Europa rompieron de manera espectacular. Traumatizados por las protestas de Tiananmen y por la caída del comunismo en la Unión Soviética y el Este de Europa, los líderes del Partido Comunista Chino se aprendieron sistemáticamente las lecciones para evitar la suerte de sus camaradas europeos. Aprovecharon las oportunidades económicas que ofrecía la globalización, cuyo catalizador decisivo había sido, a su vez, el final del comunismo europeo, y siguieron avanzando por la vía que Deng Xiaoping (un individuo equiparable a Gorbachov por su influencia en la historia) les había marcado.

El resultado es un híbrido que puede resumirse burdamente con el nombre de capitalismo leninista, algo que no podíamos imaginar en 1989. Y una nueva superpotencia con 2 billones de dólares de reservas que tiene agarrado por el cuello a Estados Unidos. Es una superpotencia frágil, por supuesto, con muchas tensiones y contradicciones internas, y demasiada poca libertad, pero un rival formidable para el capitalismo liberal y democrático de estilo occidental. Mucho más formidable, por cierto, que el islamismo militante y retrógrado, que es una amenaza real pero no un competidor ideológico serio.

Y luego estamos nosotros: la vieja Europa, donde empezó todo. He sugerido en otra ocasión, en un ensayo publicado en The New York Review of Books y reeditado hace poco en The Guardian, que 1989 fue el mejor año de la historia europea. Es una afirmación audaz, e invito a los lectores a que sugieran un año mejor. Pero 20 años después, y en mis momentos más sombríos, 1989 me parece a veces la última floración tardía de una rosa muy vieja. No hay duda de que hemos hecho cosas buenas desde entonces. Hemos ampliado la UE. Tenemos (por lo menos, algunos de nosotros) una moneda europea única. Contamos con la mayor economía del mundo. Sobre el papel, Europa tiene buen aspecto. Pero la realidad política es muy diferente.

Ésta no es la Europa generosa con la que soñaban en 1989 visionarios como Václav Havel. Es la Europa del otro Václav, Václav Klaus, que firma el Tratado de Lisboa rechinando los dientes después de extraer unas cuantas concesiones pequeñas y provincianas. Es la Europa de David Cameron, que, en la estrechez nacional y defensiva de su concepción de Europa, representa bastante bien al europeo contemporáneo (¡Ojalá estuviera vivo Churchill!: Europa tiene necesidad de él). Y, hundidos en el narcisismo de las pequeñas diferencias, semidormidos ante el mundo de gigantes que surge a su alrededor, los políticos corrientes en Francia, Alemania y Polonia no son mucho mejores.

Veinte años después, la pregunta que debemos hacernos los europeos es ésta: ¿Podemos recuperar algo de la audacia estratégica y la imaginación histórica de 1989? ¿O vamos a dejar que sean otros quienes den forma al mundo, mientras nosotros nos acurrucamos como hobbits en nuestras guaridas nacionales y pretendemos que no hay gigantes dando pisotones sobre nuestras cabezas?

Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos y ocupa la cátedra Isaiah Berlin en St. Antony's College, Oxford, y es profesor titular de la Hoover Institution, Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia