20 de diciembre, 2015

Que las próximas elecciones son las más importantes desde las que trajeron la democracia a España es una de las pocas cosas en las que estamos de acuerdo casi todos los españoles, y digo casi porque siempre habrá alguno que discrepe, aunque sólo sea por fastidiar. Si entonces se trataba de cambiar de sistema, ahora se trata de renovarlo, no hasta que «no lo conozca ni la madre que lo parió», como dijo Alfonso Guerra, pero sí de eliminar lo que le sobra e introducir lo que le falta, para adaptarlo a las nuevas circunstancias que reinan dentro y fuera. Han cambiado muchas cosas en estos cuarenta años, la primera, el escenario político. No sabemos si el bipartidismo ha muerto, pero que está severamente dañado no cabe duda. Como que el nacionalismo catalán ha dejado de ser clave para gobernar en Madrid. Una buena noticia, que se acrecienta por no haber sido derrotado desde fuera, sino por su propia incompetencia e incontinencia, algo raro en los catalanes.

20 de diciembre, 2015El papel pasa ahora a los partidos «emergentes». Podemos fue el primero en saltar a la palestra, denunciando la corrupción del sistema, lo que le valió una popularidad parecida a la de una nueva estrella de rock. La crisis económica le ofrecía el caldo de cultivo y Pablo Iglesias apostó a la frustración, al cabreo, a la rabia de un pueblo que se creía rico sin serlo y se sentía engañado por sus dirigentes. Fue tal el éxito de su mensaje negativo que llegó a creer que podía «asaltar el cielo» –La Moncloa– no como la Bastilla, sino en unas elecciones. Pero a medida que la situación ha ido estabilizándose y la cólera dejaba paso a esa tendencia humana a acomodarse, el impulso inicial de Podemos ha ido cediendo ante un discurso en la misma línea, pero mucho más positivo, cordial, abierto de Ciudadanos. Es como, ayudado por los primeros indicios de recuperación, Albert Rivera ha ido sustituyendo a Pablo Iglesias como «objeto de deseo» de los descontentos de los dos grandes partidos y hoy parece la piedra angular del próximo gobierno. Digo «hoy» y «parece» porque faltan todavía tres semanas para votar y los acontecimientos van a tal velocidad que cualquier acontecimiento, interior o exterior, puede dar la vuelta al panorama. Aparte de que a Rivera puede ocurrirle lo que a Iglesias: que si a este su truculencia le ha pasado factura, a Rivera se la puede pasar su ambigüedad. A los españoles, como les apuntaba en mi «postal» de ayer, no nos gustan los que están tanto en un sitio como en otro. Y él está. Por lo que quien le vota no sabe nunca a quién terminará apoyando.

Por su parte, PP y PSOE han procurado adaptarse al nuevo escenario, con todas sus hipotecas a cuesta. El PSOE ha cambiado incluso de líder. No el PP. Pero la recuperación económica en marcha, el batacazo que se ha dado el nacionalismo catalán y los últimos atentados terroristas –el peligro une, no separa– favorecen a Rajoy. No conviene olvidar, sin embargo, que es el último en preferencias del gran público, que, por otra parte, cree que su partido ganará el 20-D. Otra muestra de nuestra bipolaridad, de que seguimos siendo diferentes, en muchos aspectos incluso opuestos al resto de los occidentales. Por ejemplo, nos creemos de izquierdas y somos más conservadores que nadie, prefiriendo librar las batallas del pasado a las del futuro, lo que hace, entre otras cosas, imposible predecir este.

Me limitaré, por tanto, a dibujar el presidente que necesitaremos el 21-D: alguien no guiado por la ideología ni el dogmatismo, consciente de la complejidad de nuestro país y del mundo actual. Con pocas ideas, pero muy firmes y claras. Dispuesto a escuchar, pero escéptico ante todo lo que oye. Impasible ante las tarascadas y agradecido a los que le apoyan, pero nada de pagarles con favores estatales. Sin temer a nadie, pero con respeto a todos, pues incluso los rivales son españoles. Oportunista sin caer en el cinismo ni tan apegado al cargo como para cruzar la línea de la decencia para mantenerlo. No debe pretender saberlo todo ni, menos, querer hacerlo todo. Y, sobre todo, consciente de que en España quedan aún muchas cosas que hacer.

La primera de ellas, una vez que la recuperación económica alcance velocidad de crucero, es la enseñanza. El próximo inquilino de La Moncloa tiene que ser el presidente de la educación. España padece un déficit educativo, de educación básica, humanística y científica, fuente del desarrollo de las naciones. Pero sobre todo hay que enseñar a los españoles qué es la democracia. Que no es sólo tener una Constitución, un parlamento, elecciones, partidos políticos, libertad de palabra, de reunión, etcétera. La democracia es, antes que todo eso, responsabilidad. Responsabilidad por lo que hacemos y por lo que no hacemos estando obligados a hacerlo. Sin responsabilidad individual y colectiva nuestra democracia está más vacía que esos pisos construidos durante el boom inmobiliario y nuestra Constitución es papel mojado. La rehabilitación del sistema nacido en 1978 tiene que basarse en el saneamiento de la vida pública y en la absoluta igualdad de todos los españoles. En pocas palabras: en el cumplimiento estricto de la ley. Y quien la infrinja, lo pague. Algo que en un país que ha hecho de los pícaros un importante capítulo de su literatura y un protagonista de su vida pública, sólo se consigue con el ejemplo desde la cima del Estado.

Quiere ello decir que la tarea del próximo gobierno será tan difícil o más que la del primero de la Transición. Entonces había que cambiar el edificio entero en qué vivíamos, sin que se nos cayese encima. Pero había la ilusión generalizada de lograrlo, de salir adelante, de hacerlo habitable para todos. Mientras lo que domina hoy es el enfrentamiento, la división, el escepticismo, la vieja envidia y los nuevos agravios, imaginados o reales. Una tarea equivalente a los diez trabajos de Hércules. La verdad es que, para querer hacerse cargo del Gobierno español, hay que ser muy audaz o muy cándido. Le deseo suerte. Va a necesitarla. Vamos.

José María Carrascal, periodista.

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