20-N o la necesidad de autocrítica

Muchos de los análisis que se hacen estos días acerca de las últimas elecciones generales giran en torno a la crisis económica, con todas sus ramificaciones, como principal factor explicativo del resultado. Sin desdeñar la relevancia de este aspecto, se echa en falta un análisis que, con algo más de perspectiva, incorpore otras claves que ya se manifestaron en 2008 y que ahora son necesarias para interpretar el 20-N y sus consecuencias.

Por lo que se refiere al PP, hay que recordar antes de nada que el resultado que obtuvo en las elecciones generales de 2008 fue excepcional para un partido derrotado, tanto en términos absolutos (cerca de 10,3 millones de votos) como relativos (casi un 40%).

La principal implicación de este, a veces olvidado, resultado tan notable es que en 2011 una subida relativamente modesta del número de apoyos recibidos ha servido al PP para ganar más de 30 nuevos escaños y casi 5 puntos porcentuales.

Sorprendentemente, la moderación de este ascenso ha llevado a algunos analistas y dirigentes socialistas a restar importancia, o al menos relativizar, el mal resultado, insistiendo en que la clave de la victoria del PP reside más en el descalabro del PSOE que en el avance popular. En su opinión, así lo reflejaría que el número de votos obtenido (10,8 millones, a falta del CERA) sea claramente inferior al logrado por el PSOE en 2008 (11,3 millones), un resultado que entonces se tradujo en "solo" 169 escaños frente a 186 que ahora tiene el PP.

Sin perjuicio de lo que enseguida diré sobre el PSOE y su resultado, hay tres razones poderosas para no subestimar el rotundo apoyo logrado por los populares.

La primera es que el PP acredita haber consolidado un elevado suelo electoral. Así, en las últimas cinco elecciones generales, desde 1996 a 2011, se ha movido siempre por encima de los 9,7 millones de votos. Y lo ha hecho con distintos candidatos, en ocasiones desde el Gobierno y en otras desde la oposición, con victoria o con derrota, y empleando muy diversas estrategias ("crispación" en 2008 y "prudencia" en 2011, por ejemplo), lo que sin duda reafirma la solidez del apoyo.

En segundo lugar, hay que recordar que, a pesar de la baja participación (tras el recuento del CERA quedará en torno al 70%), el PP ha incrementado su apoyo en prácticamente todas las comunidades autónomas (en porcentaje y en la mayoría también en votos), con avances sustanciales en territorios tradicionalmente menos favorables como Andalucía (más de 260.000 votos adicionales respecto de 2008) o Cataluña (más de 100.000).

Y, tercero, hay quien piensa que la mera acción de gobierno, en un contexto económico tan complicado, va a producir al PP un importante e inexorable desgaste en un corto espacio de tiempo. Y, sin embargo, los recortes que han comenzado a aplicar las comunidades autónomas en

siguientelos últimos meses no le han pasado factura alguna al PP (ni a CiU) en las elecciones generales; al contrario, en un territorio emblemático como Castilla-La Mancha ha subido más de seis puntos porcentuales.

Por su parte, el resultado obtenido por el PSOE en 2008 también merece la calificación de excepcional: en número de votos fue el mejor de la historia y en porcentaje alcanzó un nivel casi equivalente al que en 1986 o 2000 se había traducido en una holgada mayoría absoluta.

Decir que ese resultado de hace tres años fue engañoso es seguramente exagerado, pero conocer sus claves es imprescindible para ahora interpretar de forma adecuada la dramática derrota socialista. La idea fundamental es que el triunfo del PSOE en 2008 se basó, más que en arañar votos al PP por el centro, en su capacidad para movilizar a su propio electorado y atraer votos de la izquierda y de ámbitos nacionalistas gracias al éxito de determinadas políticas (la social, señaladamente) y del recurso al miedo a las políticas regresivas del PP. Esa capacidad de los socialistas para aglutinar fuerzas dispares explica entonces su fortaleza, pero al mismo tiempo apuntaba ya su debilidad... como han demostrado las recientes elecciones.

Dejando a un lado el inevitable desgaste que supone gobernar en un contexto de crisis económica devastadora que ha llevado el desempleo a cotas insoportables, el PSOE debería tener claro que lo más preocupante para su futuro es que la gestión del Gobierno de Rodríguez Zapatero en la pasada legislatura ha resquebrajado dos pilares fundamentales de su estrategia política y electoral: el papel central de la política social en el discurso y el miedo al PP como factor de movilización.

Esta mala gestión explica, desde luego, que el desgaste provocado por la crisis se haya convertido en una verdadera sangría de votos. Pero el asunto es aún más preocupante, porque haber incurrido en errores estratégicos tan graves puede tener serias consecuencias para el futuro en todas las direcciones. Hasta el punto de que no es disparatado pensar que podríamos estar en el inicio de un largo periodo de hegemonía del PP en el que este será siempre el partido más votado, de manera que el PSOE solo podría aspirar a que los populares no obtuvieran mayoría absoluta. En este sentido, el PSOE corre el riesgo de convertirse en una fuerza secundaria que se movería entre un 20 y un 30% del voto y sería incapaz, en consecuencia, de "valerse" por sí sola no ya para gobernar, sino para aspirar a ello.

Para evitar este proceso que ya se ha iniciado en ámbitos autonómicos concretos (Madrid es un buen ejemplo), el PSOE tiene que recuperar la credibilidad ante los ciudadanos. Ello pasa por realizar un ejercicio sincero de autocrítica sobre la acción de gobierno y sobre la organización del partido en estos últimos años; y, a partir de ahí, presentar a la sociedad un proyecto que restablezca las señas de identidad (no meros gestos) socialdemócratas, que apueste por el factor redistributivo como pieza fundamental del discurso y que contribuya a recuperar el terreno que la economía ha arrebatado a la política.

A la vista de la reacción del partido tras la debacle electoral, no parece que este sea el camino escogido. Al contrario, el PSOE parece enfrascado en luchas personalistas que lo único que revelan es la esclerosis que sufre el partido.

Por Borja Suárez Corujo, profesor de Derecho del Trabajo y Seguridad Social en la Universidad Autónoma de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *