2023, año de encrucijada democrática

Los últimos meses de 2022 estuvieron marcados en España por una frenética actividad parlamentaria que, lejos de ser señal de eficaz trabajo legislativo en favor del bien común de la sociedad, ha encendido las alarmas sobre el riesgo de que nos encaminemos a ser una democracia fallida. Tengo presente el libro 'Cómo mueren las democracias' donde Levitspy y Ziblatt explican cómo los populismos desmontan de modo gradual –no violento ni repentino– instituciones, valores, derechos y convicciones. Lo que se denuncia sobre Hungría o Polonia, está sucediendo en España, aunque cueste ver más la viga en el ojo propio que la mota en el ajeno.

Felipe VI ha diagnosticado los riesgos a los que están expuestas las democracias del mundo, aplicándolos a la nuestra: división, deterioro de la convivencia y erosión de las instituciones. Lo espeluznante es que uno de los principales promotores esa situación sea el propio Gobierno apoyado parlamentariamente por fuerzas políticas cuyo empeño confeso consiste en minar el orden que sustenta nuestra convivencia democrática dentro de la Constitución y las leyes. La preocupación crece al ver cómo el presidente del Gobierno somete el Estado de derecho a tensiones impropias de una democracia, y parecería dispuesto a hacer lo que fuere –presión, crispación, manejo de la ley…, con propaganda– para seguir en el poder.

Quiero enfatizar que el respeto a la ley viene exigido por el bien común: no es por conveniencia sino por convivencia y por el ser mismo de la sociedad y su posibilidad radical de existencia. Esta perspectiva disipa cualquier duda de adherirse a argumentaciones que contraponen democracia y ley, como si la primera fuera posible sin la segunda. Reunir una mayoría en el Congreso no da patente de corso para alterar el orden institucional sobre el que se sustenta la democracia. Si los secesionistas catalanes se ampararon en su mayoría parlamentaria democrática para perpetrar el dislate jurídico de las 'leyes de desconexión', los partidos que apoyan al Gobierno han aplicado una lógica análoga para alterar, por ejemplo, las mayorías cualificadas requeridas para la renovación del TC, arremetiendo contra sus magistrados –«golpistas con toga»– cuando éstos han osado limitar la capacidad del legislador y decir que nadie está por encima de la Constitución. Sé que los cambios hechos por el Parlamento son posibles en derecho, mientras que el Parlament no tenía poder legítimo para adoptar la decisión de la desconexión. Pero no alterar las instituciones básicas del Estado sin las garantías debidas y tomar atajos corrompe los fundamentos de la democracia.

El golpe mortal que el secesionismo quiso dar al marco jurídico-político que sostiene la Nación fracasó, y la estrategia ahora es avanzar de modo gradual, a través de mayorías en el Parlamento, hasta que las demandas del secesionismo (o al menos buena parte de ellas) puedan ser concedidas legalmente. Seguramente por interés electoral no se vaya a consumar hasta después de las próximas elecciones generales, pero el horizonte está más que pergeñado. Se trata de ir moldeando las instituciones para que desde ellas sea posible reformular la ley y controlarla, cambiándola a demanda, cuando convenga.

En 2017 se produjo un torbellino de emociones agitadas bajo el manto de un nominalismo jurídico que tapaba una aberrante distorsión de los fundamentos del derecho, como entre otros ha explicado Antoni Bayona, profesor de la Universidad Pompeu Fabra y letrado mayor del Parlament, en su libro 'No todo vale' (2019). Lo cito por la lucidez analítica de quien conoce las entrañas del 'procés' y no es sospechoso de no entender los entresijos de la identidad catalana. Bayona recuerda que la vía seguida en Cataluña se opone a los valores fundamentales de la UE y es contraria a la seguida por Escocia y Quebec. Ante el «si la ley no prohíbe hacer algo, significa que lo permite», explica cómo este razonamiento puede ser válido en la lógica del derecho privado, pero no cuando se trata de las normas que establecen la actuación de los poderes públicos: «[estos] no solo no pueden hacer lo que la ley prohíbe, sino tampoco aquello que teóricamente permite si lo hacen al margen de los procedimientos que ésta establece». Esta crítica se puede aplicar a algunos de los últimos cambios aprobados por la mayoría parlamentaria en las Cortes.

Para que no se muera nuestra democracia conviene observar lo que el papa le dijo a Sánchez: construya la patria (pueblo) con todos. O la petición de Don Felipe en su último discurso navideño: el mayor compromiso de todos con nuestra democracia y con la UE. Y esto pasa necesariamente por la separación de poderes en la mejor tradición de la democracia liberal, para que nadie pueda aprovecharse del 'pueblo' absorbiendo sus poderes, controlando las instituciones básicas del Estado so capa de bien e invocando su legitimidad democrática contra la 'pérfida' oposición acusada de ir contra la Constitución por la potente propaganda gubernamental.

Lo mejor puede convertirse en pésimo si no apuntalamos estructuras de justicia y libertad respetando la ley, seguridad de todo el pueblo y baluarte de quienes gobiernan, pero también de los gobernados. Claro que la ley se puede cambiar pero mientras no se cambia ha de respetarse. Y cuando se cambia debe hacerse de manera procedimentalmente justa y correcta, no por la puerta de atrás ni para satisfacer intereses particulares. El principio democrático puede actuar como trampa 'saducea' ignorando resoluciones judiciales o aprobando leyes inconstitucionales, como ha hecho el independentismo, o saltándose la independencia judicial o presionando a las instituciones del Estado, como no se ha privado de hacer el actual Gobierno.

El summum del abuso del principio democrático fue el llamado «Tsunami democrático». Si la democracia implica respeto de los valores constitucionales y las instituciones básicas, cumplimento de las reglas de juego, procesos de deliberación y votación, acuerdos y consensos, tal Tsunami fue un fenómeno que arrasaba el ordenamiento institucional, generaba división y atacaba la convivencia para conseguir sus objetivos. Se calificó de «democrático» para venderlo como fuerza benéfica del pueblo, pero no lo era, porque carecía de respeto a la ley y las instituciones que garantizan la libertad y diversidad/pluralismo de la sociedad y la concordia para convivir y construir juntos.

En el recién estrenado año 2023 nos jugamos mucho. Estamos ante una encrucijada en la cual «es de todo punto necesario recuperar la conciencia ciudadana y la confianza en las instituciones, todo ello en el respeto a los cauces y principios que el pueblo ha sancionado en la Constitución». Son palabras de nuestros obispos tras el intento de golpe de Estado de 1981 y tras el otro gran asalto acontecido en 2017. En su gran discurso de Nochebuena, Don Felipe reconoció que muchas cosas han cambiado desde la aprobación de la Constitución, pero que siguen plenamente vigentes el espíritu que la vio nacer, sus principios y fundamentos, que son obra de todos. Esas son las claves de cómo los españoles transitamos a la democracia y las que nos permitirán mantenerla viva.

Julio L. Martínez es rector de la Universidad Pontificia Comillas.

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