25 de octubre: ¿qué autodeterminación?

La fecha histórico-simbólica es el 25 de octubre de 1839, fecha de la promulgación de la ley de confirmación de «los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía», con la que hizo juego de contraposición, casi siglo y medio más tarde, el 25 de octubre de 1979, fecha del referéndum del Estatuto de Guernica.

Lo iba a ser igualmente el 25 de octubre de este año de gracia de 2008, en torno al cual se ha ido montando en la Comunidad Autónoma Vasca durante meses y meses todo un ciclo político que, estirado desde muy lejos, debiera haber acabado dentro de dos años. Ha terminado mucho antes y, a lo más, hoy habrá en unos puntos concretos de Euskadi un reducido alarde audio-visual, tierra-aire, donde quedará claro un sí coral a Euskal Herria, junto con un sí a la paz y al poder de decisión: Bakea, bai-Erabakia, bai. Euskal Herria con paz y poder de decisión. (Erabakimena, hubiera sido tal vez más preciso).

El poder de decisión o derecho a decidir de los vascos -mi gentilicio masculino es inclusivo, como el de Sabino Arana-, que no hace sino sustituir el nombre más largo y equívoco de autodeterminación o el más complicado de «ámbito vasco de decisión», ha sido el lema, el estribillo, el señuelo y el comodín de todo ese ciclo, programado, sostenido y desarrollado por el Gobierno tripartito vasco.

Desde fuera, pero no desde lejos, sorprende la falta casi siempre de respuesta político-pedagógica por parte de la oposición de los llamados partidos constitucionalistas (¿expertos en constituciones?) ante tamaña simpleza, que bien puede denominarse trampa. Que el presidente del Gobierno autónomo vasco -el lehendakari- se niegue incluso a sí mismo al querer negar el Estatuto de Guernica y la Constitución española es una cosa demasiado repetida, y otra muy distinta la necesaria réplica que exige el ardid de presentar el derecho a decidir, mezclado con el derecho a la paz, como derecho fundamental y natural del pueblo vasco. Con lo fácil que es, sacando a colación casos concretos y recientes, poner el ejemplo del poder de decisión que tienen, según eso, el ayuntamiento de Mondragón, las Juntas de Vizcaya o el Territorio Foral de Alava. ¿Qué poder, en qué ámbito, en virtud de qué? ¿Quién, cuándo y cómo decide?

Ya Engels había escrito que el proletariado debía reconocer la independencia política y la autodeterminación (Selbstimmungsrecht: el derecho a disponer de sí mismos) de las naciones grandes e importantes de Europa y que, en cambio, era absurdo el «principio de las nacionalidades», sobre todo cuando Napoleón III lo aplicaba como forma de equiparar las naciones menores a las mayores. El Congreso de la II Internacional, celebrado en Londres en 1896, afirmó, tomando pie del caso polaco, el «pleno derecho de todas las naciones a la autodeterminación», siempre subordinado a los intereses de la socialdemocracia internacional. Y así pasó a la Constitución soviética y a la teórica ortodoxia marxista-leninista.

En 1918, el presidente Woodrow Wilson, en su mensaje al Congreso, propuso la self-determination para los pueblos sojuzgados de los tres imperios -ruso, austro-húngaro y otomano- que se deshacían tras la Primera Guerra Mundial. Lenin no aplicó precisamente el derecho de autodeterminación a los pueblos oprimidos del imperio de los zares. Y tampoco, dentro de América, el presidente Wilson y los presidentes que le precedieron. Años después, la Alemania nacional-socialista lo invocó para incorporar al Tercer Reich todas las minorías alemanas de los estados circundantes.

El principio y el derecho de autodeterminación de los pueblos oprimidos o coloniales se recogió en la Carta de las Naciones Unidas en 1945 y en algunos textos posteriores, como los Pactos internacionales de los Derechos Humanos en 1966. Y aquí acaba el derecho positivo internacional de la llamada autodeterminación externa o política, que ningún Estado de los 192 que componen la ONU ha considerado nunca como derecho de ningún pueblo, país, nación o minoría dentro de sus límites geográficos y jurisdiccionales.

Todos los países que en este siglo han ejercido ese derecho lo hicieron tras la implosión o explosión del Estado plurinacional común, generalmente formado por la violencia o la necesidad, como en los casos zarista-soviético y yugoslavo. Los que se separaron pacífica y acordadamente eran antiguos estados independientes, unidos posteriormente, como Suecia-Noruega o Chequia-Eslovaquia. A nadie con la cabeza en su sitio se le ocurre pensar que Gran Bretaña, Francia, Canadá, Australia, China, la India, Indonesia, Irán, Turquía, Méjico, Brasil, Italia y otros estados decisivos en la ONU hubieran podido votar el derecho de autodeterminación de todos los pueblos, fuera de las circunstancias susodichas, como algunos voceros de la confusión jurídica y terminológica se empeñan en sostener entre nosotros. Y la misma reciente decisión de la Asamblea General de llevar a La Haya el caso de Kosovo sería absurda, si ese derecho fuera una posesión pacífica dentro del máximo organismo internacional.

Así, pues, arrumbados el marxismo-leninismo y los imperios coloniales, el principio nacionalista-autodeterminista acaba convirtiéndose, al decir del profesor Ladevéze, en el fin de un proyecto político al que se subordina la concepción de la misma democracia. No hay democracia hasta que una identidad nacional constituyente no consiga su proceso de constitución identitaria. Las diversas ideologías de nacionalismo extremado sólo se diferenciarán en los métodos empleados para alcanzar el fin.

Pero es el caso que frente a esta autodeterminación externa o política existe otra interna o moral, llamada también cultural. El ejercicio de ésta no es más que la expresión del derecho (con su deber correspondiente) de toda persona y de todo conjunto de personas de vivir libremente en su comunidad o comunidades, con sus tradiciones e innovaciones culturales, políticas, religiosas o lingüísticas. A ese «ejercicio de autodeterminación de los pueblos» se refería Juan Pablo II en su célebre discurso ante la ONU, tan mal interpretado por ciertos nacionalistas que cogieron el rábano por las hojas. Y a esa autodeterminación, de raíz cristiana y kantiana, se refieren los textos de la ONU cuando no se refieren explícitamente a la capacidad de decisión de los pueblos colonizados u oprimidos

El derecho de autodeterminación moral o cultural es universal, según el derecho de gentes y según el derecho internacional actual. El derecho de autodeterminación exterior o política no lo es, sino condicionalmente, y puede estar justificado moral y por tanto políticamente, según los casos, como hemos visto en el ordenamiento jurídico de la ONU, o, como explicó en su día, en la versión más generosa del tema, el tribunal constitucional de Canadá.

No se puede confundir, pues, a cada paso -confundiendo al mismo tiempo a la ciudadanía- la doble traducción jurídico-político-moral de este concepto-palabra clave de nuestro diccionario, que es la autodeterminación, por razones o sinrazones de ideología partidista y electoral.

[Era el 24 de octubre de 1839, poco después de terminada la guerra en el Norte tras el convenio de Vergara, y la víspera misma de la promulgación de la ley. La Diputación provincial de Navarra, en una exposición a Su Majestad la Reina Regente sobre la ley ya aprobada en las Cortes, decía entre otras cosas:

«La Navarra quiere la Constitución del Estado de 1837: esto es lo que ante todas cosas quiere. (...) También quieren los navarros sus fueros, pero no los quieren en su totalidad: no estamos en el siglo de los privilegios ni en tiempo de que la sociedad se rija por leyes del feudalismo. Cuando se han proclamado los principios de una ilustrada y civilizadora Legislación, la Navarra no puede rehusarlos. El país quiere que los fueros sean compatibles con su conveniencia pública general y ni quiere ni puede querer leyes de pura y exclusiva aristocracia. (...) Confírmense los fueros de Navarra, salva la Constitución del Estado. Quede ilesa y preservada en Navarra la Constitución de la Monarquía y así habrá un lazo de unión y un norte fijo que conducirá infaliblemente al puerto de salvación y evitará para siempre todo naufragio».]

En 1982, al contrario de lo que hicieron los representantes de la Comunidad Autónoma del País Vasco tres años antes en su Estatuto de Autonomía, los navarros mantuvimos en el Amejoramiento del Fuero la vigencia de la ley de 25 de octubre de 1839, la del 16 de agosto de 1841 y disposiciones complementarias, en cuanto no se opusieran a nuestro nuevo pacto foral.

Acertamos hace más de siglo y medio y volvimos a acertar hace 26 años.

Víctor Manuel Arbeloa, escritor, ex presidente del Parlamento de Navarra y ex senador.