26-J: la hora de la verdad

Espero que estemos de acuerdo, al menos, en que las elecciones del 26 de junio son las más importantes desde las del 15 de junio de 1977, las primeras democráticas desde la Segunda República. Con ellas acababa una era y empezaba otra, contendiendo partidos del entero espectro político, desde los claramente continuistas del franquismo al recién legalizado partido comunista. El ánimo generalizado en el país era de cambio, y las alternativas, dos, no menos claras: reforma o ruptura. Tabula rasa con cuanto había para iniciar de cero o sustitución paulatina de las estructuras existentes por otras de carácter democrático que configurasen un nuevo Estado. El resultado de las elecciones fue: UCD (una coalición de reformistas del viejo régimen con posibilistas de la oposición), 165 escaños; PSOE, 118; PC, 20. El resto se repartía entre nacionalistas, nostálgicos y radicales de uno u otro signo. No era la mayoría absoluta de los reformistas, pero se le aproximaba, y, respaldado por el Rey, con un plan bien trazado por quien conocía las interioridades del viejo régimen, Adolfo Suárez puso el turbo para una Transición si no perfecta, tan sorprendente como admirada.

Lo que siguió lo saben ustedes como yo: un periodo de cambios de todo tipo, progresos espectaculares en alguno sectores, plena incorporación de España a las organizaciones internacionales, muy en especial a las del oeste, y una paz manchada por un terrorismo que se negó a reconocer el cambio experimentado en el país y atacó a la democracia como había atacado a la dictadura, dejando tras sí casi un millar de muertos, con las consiguientes tragedias en sus familias. Son los héroes y mártires de la Transición, como sus asesinos son sus verdugos y seguirán siéndolo mientras no lo reconozcan.

26-J la hora de la verdadLa gran crisis de 2007, comparable a la de 1929, a la que supera incluso en algunos aspectos, puso fin a lo que creímos era uno de los capítulos más brillantes, prósperos y florecientes de nuestra historia. De entrada, descubrimos que no era oro todo lo que brillaba, pese a tener la misma moneda que los alemanes. Es más, esa moneda nos había hecho creer que éramos ricos, cuando en realidad estábamos llenos de deudas. El despertar de tal sueño ha sido como caer de las nubes: para evitar la bancarrota y la intervención ha habido que hacer ajustes durísimos, con millones de parados, miles de jóvenes teniendo que salir al extranjero en busca de trabajo y un notable adelgazamiento de la clase media. Al mismo tiempo, descubríamos que nuestra democracia no era de buena calidad. Las prisas con que se hizo la Constitución de 1978 –la Pactada la llamaron, al ser la primera acordada por las distintas facciones, en vez de lo impuesto por el gobierno de turno– y la escasa experiencia democrática de sus redactores (en algunos casos, nula) hicieron que se eligieran atajos para obtener el consenso en los temas más controvertidos. Por ejemplo, usar términos que pueden significar cosas distintas, como «nación» y «nacionalidad», «autonomía» y «soberanía», «autogobierno» y «autodeterminación», para salir de los atolladeros. Y si el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, el de la ingobernabilidad está empedrado de equívocos, como le ha ocurrido a la Pactada, hoy más discutida que nunca, hasta el punto de que uno de los temas recurrentes es su revisión.

Otro fue haber dado a los partidos políticos más poder que el prudente, ya que al dominio del Ejecutivo, que les pertenece, se une el del legislativo, gracias a una generosísima ley, la D’Hondt, que premia a los más votados. Y por si ello fuera poco, se les daba un control indirecto del CGPJ, que nombra a los jueces, o sea, el poder judicial también. Lo que ha conducido a una partitocracia, dictadura de los partidos, con la peor de las consecuencias: si el poder de por sí corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. En los años de vacas gordas, cuando quien más quien menos podía arramplar con esto o lo otro, pasó. Pero cuando la crisis económica se cebó con millones de españoles, al tiempo que salían a la luz los escándalos de corrupción de los dos grandes partidos, la Transición entró también en crisis. Devolviéndonos al punto de partida: ¿reforma o ruptura?

Ni que decir tiene que los nuevos partidos surgidos del tsunami de la crisis representan en mayor o menor grado la ruptura con lo anterior, en personas como en políticas, mientras los dos tradicionales prefieren reformar lo que ha ido mal y conservar lo aún aprovechable. Pero ni siquiera en eso están de acuerdo ni los españoles acabamos de aclararnos, como demostraron las elecciones del 20-D, de las que salió un mapa parlamentario tan fragmentado que no se pudo formar gobierno y ha habido que volver de nuevo a las urnas.

Viene caracterizándose el 26-J como una «segunda vuelta» del 20-D. Más bien veo el 20-D como unas primarias del 26-J, es decir, estas son las verdaderas elecciones, las importantes, cuando los españoles, ya más enterados de lo que son los cuatro partidos en liza, debemos elegir a cuál de ellos encargamos gobernarnos la próxima etapa. Tras seis meses de fintas, forcejeos, avances, retrocesos, diseño y marketing, a lo que se añade el año que los emergentes llevan al frente de bastantes ciudades y un debate televisado en el que los cuatro contendientes no hicieron más que repetir sus posturas, las opciones están mucho más definidas: Por un lado, el PP, que ofrece su labor de estos cuatro años, centrada en evitar el rescate e iniciar la recuperación, insuficiente pero real, como avalan los indicadores económicos. En su contra tiene que apenas se ha dedicado a otra cosa, incluido el no haber sabido venderlo ni despertar entusiasmo.

Enfrente está un Podemos que, tras haber engullido a IU y a punto de devorar al PSOE, tiene la osadía de presentarse como una «nueva socialdemocracia», cuando en programas, discursos y actitudes es lo que su fundador ideológico, J. C. Monedero, llamó «un leninismo amable», convertido a última hora por Iglesias en «una nueva socialdemocracia». Cuando los leninismos, amables o furibundos, se han dedicado siempre a apiolar socialdemócratas.

Pero las opciones no pueden ser más claras: democracia parlamentaria o democracia asamblearia; mercado o antimercado; UE o fuera de Europa; sistema o antisistema. A la postre, se trata de elegir entre la prosaica realidad que conocemos y los antiguos cantos de sirena con nueva música. Cuando Iglesias advierte a Sánchez: «Es conmigo o con Rajoy», nos lo está diciendo a todos los españoles.

Ustedes tienen la palabra.

José María Carrascal, periodista.

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