30.000 euros por ver la Tesis de Sánchez

Hace poco en una boda escuché una conversación que pretendía ser llamativa. Un invitado desvelaba en mi mesa que se estaba planteando ofrecer treinta mil euros por ver la tesis doctoral de Sánchez. En apariencia el asunto era insustancial (cuando uno oye a Sánchez hablar de economía puede hacerse una composición de lugar), pero después de las declaraciones del ministro Ábalos contra Casado: «Su máster le perseguirá siempre» y del caso que vivimos ahora de la ya exministra de Sanidad, me parece que es una excelente oportunidad para aclarar conceptos.

Recordarán que, en el caso Cifuentes, un portavoz socialista llamado Franco (a este sí que le perseguirá su nombre) se recreó en la materia como si fuera un tábano que Dios enviase para aguijonear a los corruptos. Luego se descubriría que él, previamente, había bruñido su currículo –por error durante años– con una licenciatura extra. Claro que el error habría sido menor de aparecer por azar en su palmarés un diploma de pedicuro y no un título de ciencias exactas. Su crítica a Cifuentes resultaba vergonzosa no por el ensañamiento en sí, sino por la dosis de hipocresía que encerraba. Sánchez debió haberle sacado de aquel pandemonio (este Franco sería más exhumable) y evitado, así, un efecto llamada sobre su controvertida tesis doctoral.

Pero volvamos a la boda. El caballero locuaz mantenía su discurso durante el segundo plato, como divertimento alternativo a un solomillo para mandíbulas de Atapuerca. Afirmaba que la Universidad Camilo José Cela guardaba escondida la tesis de Sánchez como si fuera el Santo Sudario ya que, de salir a la luz, podría verse en situación comprometida.

Recordé entonces que un periodista me había hecho partícipe de sus esfuerzos para hacerse con tan señalado documento. Importante más por lo que ocultaba que por lo que ofrecía: una tesis con algunas páginas extraídas de libros, cuya autoría el exministro Sebastián atribuyó (luego se desdijo airado) en fecha y restaurante concretos y delante de personas reconocibles, al Ministerio de Industria. Abundó el periodista en que una tesis doctoral que precisa unos seis años, Sánchez la había concluido en la mitad. Pasó luego a hablarme de un curso de liderazgo que hizo en el IESE, curso que no obliga a superar un GMAT (examen de admisión de inteligencia rápida) y que Sánchez había exhibido como un «máster», que sí lo requiere, pretendiendo tal vez que se confundiese con el programa estrella de esa institución, dando a entender, gracias a la semiótica de los signos, que él había superado además de un examen de entrada muy restringido, dos años de suma presión.

Cabe hacer notar que las universidades de negocios logran su prestigio, en parte, por la categoría de los alumnos, elevando cada una su umbral de exigencia en la puntuación de ese test (esta prueba de 180 minutos puntúa de 0 a 800, y la media de los alumnos de Harvard y Wharton es de 730). De la pugna por ser admitido en reductos tan selectos, nació la leyenda de los másteres y el que todos los jóvenes anhelaran tener uno. Ante proliferación tan indiscriminada, en algunos departamentos de selección de personal se hace la gracieta de «no me cuentes tu vida y enséñame tu GMAT».

Pues bien, un Sánchez que cuenta su vida, ahorrándose esa credencial, razón para borrar el máster fantasma de su biografía; que además se presenta con un doctorado sin «originalidad», requisito esencial para obtenerlo; y que, por si fuera poco, apoyó el papelón del inquisidor, en su actitud con Cifuentes, es quien pide explicaciones a Casado y también a la ministra Montón.

Volvamos a la boda, que están sirviendo los postres. El bocazas ilustrado, entre el milhojas y el polvorón, exponía con ligereza que de ofrecerse dinero por aquel trabajo, alguien lo filtraría. Una señora le interrumpió: «eso conculcaría el derecho a la intimidad de Sánchez», pero nuestro protagonista despachó el asunto argumentando libertad de expresión. Doña Greta no se dejó amilanar así como así y esgrimió la posibilidad de que incurriera en un delito contra el honor, lo que el «perorante» negó si probaba su veracidad. No obstante, de querellarse Sánchez, el encausado pediría al juez que enviara un atento oficio a la universidad para presentar la tesis como prueba, que era lo que buscaba.

«Ofrecer dinero tal vez fuera cohecho» afirmó un señor a mi lado. Preocupado por esa posibilidad, alguien sugirió para maquillarlo que «se podría hacer un crowdfounding: si se obtuvo un pastón para Artur Mas, la gente también contribuiría para “nominar” a Sánchez». Al orador aquello de nominar le sonó a Masterchef. «Oiga: la tesis de Sánchez tiene aquí el mismo valor que las cintas de Nixon en el Watergate». Acto seguido nuestro brillante lenguaraz, abrumado por su propia elocuencia, se fue a bailar «Paquito el chocolatero».

Aunque las conclusiones sobre la historia académica de Sánchez parezcan más duras de lo que las pruebas autorizan, se tiene que admitir que la repetición de los indicios es contundente. Ahora bien, no deberíamos convertir algo tan serio en un vodevil detectivesco, y menos aun en un juicio definitivo, cuando cabe una solución más idónea. Sánchez con lo de Montón, Casado y Cifuentes ha dado pie a que los españoles pidamos que nos muestre su tesis, porque tenemos, ahora que dirige la nación, un interés principal en conocerla. La regeneración democrática que tanto proclama debe empezar por él. Es un derecho de los ciudadanos el saber con quien se está jugando los cuartos, y qué solidez tienen los fundamentos en que se ha apoyado para llegar a La Moncloa. Es obligado que, junto a la declaración de sus bienes materiales, facilite el acceso público a su capital intelectual (una tesis doctoral es elemento esencial del mismo y no un secreto de estado). Sánchez está forzado a presentarla y no a contentarnos, como prueba de su transparencia, con el sucedáneo engañabobos de abrirnos su residencia oficial; de lo contrario, en las próximas elecciones este episodio le golpeará con la dureza de un bumerán. ¿Tendrá la gallardía de hacerlo? Dependerá de la categoría de su trabajo. Si fuera solvente cualquiera lo enseñaría a primera demanda. Y si, como sospechamos –por su oscurantismo– es impresentable, entonces debería por lo menos tener la decencia de callarse, aunque me temo que ese silencio, por presunciones, podría acabar con su presidencia.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *