¿4 de agosto? Ni está, ni se le espera

Ante todo una cuestión previa. Reitero al señor presidente del Gobierno mi petición de que extienda las indicaciones oportunas para que se desmonte, y no vuelva a implementarse, el operativo de vigilancia y seguimiento organizado en los últimos días con dinero público en torno a mi domicilio, mi persona y los restaurantes que frecuento. Ningún mandamiento judicial ha ordenado establecerlo. Ni existe riesgo de fuga ni constituyo ningún peligro para la seguridad del Estado, excepto que se identifique ésta no ya con la comodidad política de un partido sino con la credibilidad de una persona. En cuanto a la destrucción de pruebas, tenga por seguro que, en el caso de que vuelva a disponer de alguna con relevancia judicial, la entregaré, como la última vez y como siempre, a los tribunales competentes; y si su interés es meramente periodístico, la pondré en conocimiento de la opinión pública como es mi obligación. Entre tanto tengo derecho a circular libremente sin que se transmitan mis movimientos ni se hagan fotografías a mis fuentes desde cámaras instaladas en cascos de motoristas. ¿O no, señor Rajoy?

Bien, entremos en materia. El jueves hemos vivido un debate de extraordinario calado político que deja una sensación ambivalente. Mientras su mera celebración fue ya un triunfo del régimen de opinión pública que es la democracia, lo esencial de su desarrollo ilustra como pocas veces los vicios del sistema y su lamentable bloqueo. Basta fijarse en dos momentos, tan fugaces como expresivos, que sirven por sí mismos de compendio de las seis horas de debate.

El primero captó la atención de todos los públicos. Llegó casi al comienzo cuando un Rajoy con mucho más brío del esperado pronunció, después de una de sus clásicas paradinhas, las dos palabras que tanto le cuestan a cualquier gobernante: «Me equivoqué». Lo más importante no fue sin embargo lo que Rajoy dijo a continuación –pues acotó enseguida el reconocimiento del error a haber «depositado» su «confianza» en un Bárcenas que «no la merecía»–, sino la reacción del grupo popular que prorrumpió en un cerrado y prolongado aplauso.

Sin llegar al ejemplo extremo del error que provoca una tragedia, cualquiera puede imaginar algo parecido en su ámbito profesional o familiar. El gerente de una compañía, el director de un periódico o un padre cualquiera, comparece ante el consejo de administración, el comité de redacción, el consejo de familia o cualquier otro órgano de control y reconoce que ha cometido una equivocación de consecuencias muy negativas para todos. ¿Verdad que la reacción inmediata, casi automática, no sería nunca aplaudirle?

El error puede ser recibido con mayor o menor comprensión, con mayor o menor dureza, con mayor o menor exigencia de responsabilidades, pero nunca con el aplauso. A menos que se considere que lo bueno es equivocarse, cuantas más veces mejor, o que el jefe siempre tiene razón y resulta magistral hasta en sus errores. Sólo en un partido político español cabe ya esta segunda hipótesis y por eso no hubo nada de trivial en la reiterada gratitud final de Rajoy por el cheque en blanco que, como no podía ser menos, acababan de otorgarle los diputados populares a los que él decidirá si pone o no en las listas.

Alguien podría alegar que el aplauso premiaba la sinceridad y gallardía del presidente al asumir su equivocación, pero lo cierto es que más bien celebraba el nulo alcance de su gesto. Lo que alborozaba tanto a los diputados del PP era percibir ya en ese momento que la confesión de Rajoy iba a tener una dimensión lo suficientemente limitada como para que ninguno de ellos, ninguno de sus amigos y compañeros de partido, corrieran el riesgo de sufrir consecuencia alguna ni en sus remuneraciones, ni en sus posiciones de poder, ni en ninguno de sus espacios de comodidad y privilegio.

Habría sido distinto si Rajoy hubiera reconocido que se equivocó al aceptar que el partido recibiera donativos ilegales en dinero negro, o al mirar para otro lado mientras los tesoreros efectuaban el correspondiente arqueo, troceo y trasiego de esos fondos; o si Rajoy hubiera reconocido que se equivocó al aceptar, no «anticipos o suplidos a justificar» como eufemísticamente dejó apuntado por si acaso –y que de todas maneras habrían sido incompatibles con su condición de ministro–, sino sobresueldos devengados en metálico con regularidad suiza.

Si el «me equivoqué» de Rajoy se hubiera referido a alguno de estos extremos, no habría tenido más remedio que acompañarlo del anuncio de su dimisión, de unas elecciones anticipadas o al menos de un congreso extraordinario del PP. Y todos esos eran escenarios de riesgo para Sus Señorías. Y no digamos nada si esa admisión de lo que el setenta y muchos por ciento de los españoles continúa identificando con lo que sucedió, hubiera desencadenado la catarsis vivificadora con la que yo soñaba el domingo pasado, mediante cambios drásticos en la ley electoral, la financiación de los partidos, sus exigencias de democracia interna o las competencias de autonomías, diputaciones y ayuntamientos.

Los diputados del PP no habrían aplaudido nada de esto porque hubiera implicado precarizar de repente sus puestos de trabajo. Lo que aplaudieron con alivio fue la constatación inversa de que ni el jueves, ni el viernes, ni el sábado, ni siquiera hoy domingo, tendría lugar en España un 4 de agosto equivalente a aquel francés de 1789 en el que la «fiebre de la generosidad» dinamitó el viejo régimen desde dentro. Por un momento habían temido que la corriente del río fuera lo suficientemente fuerte como para arrastrarles hacia el despeñadero de la catarata, pero ya sabían –y por eso en realidad se ovacionaban a sí mismos– que podrían continuar incólumes, adheridos como lapas a la roca. ¿Un 4 de agosto en España? ¿Pero qué quiere ese loco, que nos demos a nosotros mismos un golpe de Estado? Ni está, ni se le espera.

Con tal de no renunciar a nada –incluido el mando imperial sobre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial–, Rajoy ha preferido instalarse con su mayoría de cemento en el negacionismo de lo que la combinación de los papeles de Bárcenas y sus propios SMS muestra a cualquier ser humano que sea compatible con la inteligencia. Y por si quedara alguna duda de esa bunkerización, su subconsciente le traicionó en el otro momento culminante del debate. Fue un fogonazo tan retórico como definitivo, anexo a la andanada contra nuestro periódico.

Lo de menos fue que Rajoy parafraseara a Rubalcaba para describir la escena del «delincuente que le da una información a EL MUNDO que este manipula y tergiversa adecuadamente para generar una calumnia». Olvidaba no sólo que las denuncias de aquel «delincuente» –condenado por hechos mucho más graves de los que se acusa a Bárcenas– resultaron ser ciertas, sino que él mismo era uno de los dirigentes que con más ansiedad aguardaba en la sede de Génova el resultado de nuestros contactos para utilizarlo como legítima munición contra el Gobierno de González. Tal vez el señor Álvarez-Cascos podría refrescarle la memoria pero conviene subrayar un matiz: mientras el PP sabía que EL MUNDO se reunía con Amedo –o con el contable de Filesa, o con Perote, o con Roldán–, EL MUNDO no sabía que el PP se reunía con los constructores que entregaban el dinero en bolsas en el despacho del tesorero. Lástima que a Rajoy también se le olvidara contármelo aquel sábado del 94 en el que Aznar les encargó a Mayor Oreja y a él explicarme cómo funcionaba la sede de Génova.

Lo más grave que el jueves dijo Rajoy contra sí mismo había llegado en todo caso en el párrafo anterior cuando, acogiéndose a la advertencia del mismo Rubalcaba de que no se debe «convertir el Parlamento en una enorme comisaría», añadió: «Con esas afirmaciones defendía usted a personas de su partido implicados, imputados, citados a juicio oral e, incluso condenados. ¿Y eso vale para todos o sólo para los miembros de su partido? ¿Soy yo de peor condición? ¿Por qué?».

Al speechwriter de Rajoy aficionado a Shakespeare –ya le pillé en su día un par de morcillas de Enrique V– le perdió esta vez la musicalidad de Shylock en la escena clave de El Mercader de Venecia: «¿Por qué? ¿No tiene ojos un judío? ¿No calienta y hiela al judío el mismo verano y el mismo invierno que al cristiano? Si nos herís, ¿no vertimos sangre?... Si nos parecemos en todo lo demás, también nos pareceremos en esto». El problema es que los «cristianos» respecto a los que Rajoy reclama igualdad de trato son en este caso Roldán, Barrionuevo, Vera, Sancristóbal, Urralburu o aquella directora general que trincaba del papel que consumía el BOE.

¡Claro que Rajoy no es de «peor condición» que todos ellos! Bárcenas tampoco. De hecho Rajoy no es de «peor condición» que Rubalcaba cuando les daba protección y cobertura; e incluso no es de «peor condición» que González cuando se negaba a asumir responsabilidades políticas con el pretexto de que nada debía hacerse hasta que no se pronunciaran los tribunales. Pero yo pensaba hasta el jueves –y creo que millones de españoles conmigo– que Rajoy era de «mejor condición» que todos ellos. Por eso pedí en 2004, 2008 y 2012 el voto para las listas que encabezaba.

¿Me equivoqué? ¿Deposité mi confianza en una persona que no la merecía? No creo que, si un día llego a esta conclusión, reciba grandes aplausos por parte de nuestros lectores. De momento Rajoy nos amenaza y coacciona con esos puñales que extrae prestados de la peor vaina ajena. Dime a quién citas y te diré quién eres. Pero puesto que amor con amor se paga, recordaré lo que aquí mismo escribía cuando González nos acusaba, por boca en efecto de Rubalcaba, de «manipular y tergiversar» las revelaciones de ese «delincuente»: «Lo que usted pretende no es encabezar una sociedad democrática, sino presidir una secta de comulgantes con ruedas de molino. Usted pretende corrompernos. Usted pretende instalarnos perpetuamente en la mentira… Usted pretende envilecernos, obligándonos a seguir adelante como si nada hubiera sucedido, como si no supiéramos lo que sabemos, como si los conceptos de legalidad y moralidad no significaran nada para nadie, como si todos fuéramos oportunistas cobardes o cerriles, como si todos nos apellidáramos como esos prohombres de su partido que por caridad hoy no mencionaré». Fin de la autocita.

Pero aún añadiré una concreción más: al sostener que descubrió que su amigo y protegido Bárcenas era un «falso inocente» cuando apareció el dinero que tenía en Suiza y pretender que eso es compatible con enviarle con posterioridad el SMS del «sé fuerte», lo que usted nos propone es que aceptemos que lo blanco es negro, el cielo amarillo y las estrellas marrones; que las cuestas son llanas, el agua no moja y el fuego no quema; que ni estamos en 2013, ni ha empezado agosto, ni hoy es día 4. Usted propone que dejemos el asunto en que tal vez hoy sea el 3 más 1 o como máximo el 5 menos 1. Algunos no servimos para eso, pero a la vista está que muchos otros sí. Y no se preocupe: González gobernó muchos años en esas condiciones y, como se ha visto esta semana, usted ha llegado al poder más que aprendido. Total que felices vacaciones… si le dejan.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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