40 años y 1 día de la Audiencia Nacional

“La Audiencia Nacional ha cumplido con creces la misión para la cual fue imaginada, a base de la brega permanente de sus servidores y en más de una ocasión a costa de su sangre”. Rafael de Mendizabal Allende. Códice con un juez sedente.

De esta cita, tomada del discurso que el autor pronunció el 31/05/1999 en el acto de recepción como miembro de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y de sus aleccionadoras enseñanzas, quiero partir para conmemorar el cuarenta aniversario de la Audiencia Nacional, sin excluir las dudas e incertidumbres que, día tras día, se han generado en el panal de su revuelta colmena. Mas antes de proseguir, dejo constancia de tres advertencias necesarias.

Primera, que alguna de las tesis y conclusiones que mantendré las he formulado en ocasiones precedentes a ésta, si bien con carácter provisional, de manera que en el presente trámite las elevo a definitivas.

Segunda, que la tribuna es un homenaje a los funcionarios de la Audiencia Nacional que han trabajado y hasta sufrido “en” y “por” ella. Sus nombres son tantos que no caben en la presente dedicatoria, sin exclusión de quienes quizá no sean dignos del mismo reconocimiento.

Tercera, que sobre la Audiencia Nacional, nacida con el sambenito de ser heredera del Tribunal de Orden Público, rábulas y leguleyos han escrito auténticas insensateces no merecedoras, por tanto, de la menor atención.

Dicho lo cual, considero que no hay, porque no debe haber, dos versiones –una para los defensores y otra para los enemigos– de la Audiencia Nacional. Lo que sí es posible que haya son varios entendimientos o interpretaciones como única institución, pues las situaciones y los problemas no se ven lo mismo desde dentro que desde fuera, desde arriba que desde abajo, desde un lado que desde otro. Cada observador tiene su perspectiva y los contornos del objeto analizado se robustecen o se debilitan según el juego de luces y sombras que vienen de los diferentes ángulos.

Así, por ejemplo, se comprende que no falten quienes, al igual que cuando se creó, cuestionen su existencia por contraria a la Constitución, al considerar que se aleja del ideal de que el juez del lugar sea siempre el que conozca del hecho necesitado de intervención judicial. Incluso aún hoy los hay que, con cierta dosis de hostilidad, dicen de ella que se trata de una jurisdicción que viola el derecho al juez natural, lo cual no deja de ser un tópico. Nótese que el concepto jurídico empleado por el artículo 24.2. de la Constitución es el de “juez ordinario predeterminado por la ley” como antítesis del juez ad hoc, elegido para un caso concreto y ex post facto.

Nada hay, pues, de excepcional en la Audiencia Nacional, según reconoció el Tribunal Constitucional en las sentencias 153/1988 y 56/1990. Incluso el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la sentencia de 06/12/1988, dictada en el caso Barberá, Messegué y Jabardo vs. España, rechazó que no fuera un tribunal independiente e imparcial conforme reconoce el artículo 6.1. del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales. Superadas, por tanto, todas las prevenciones habidas sobre su constitución, puede afirmarse que la Audiencia Nacional está hoy plenamente integrada en la estructura judicial.

Más importante aún que la legitimidad de origen es la de su ejercicio. Sin temor a equivocarme, creo que el tribunal, al cabo de estas cuatro décadas, se ha consolidado como una institución clave en la defensa del Estado de Derecho frente a una delincuencia sofisticada y de dimensiones generales. Lo cual no quiere decir que sea un órgano jurisdiccional distinto a los demás y sí piedra de toque para detectar disfunciones que aun cuando no sean exclusivamente suyas, sino del sistema, en ella se notan antes y más intensamente que en otros por la naturaleza de los asuntos y la condición de las personas.

Téngase presente que desde el tinglado de Rumasa, hasta los últimos ovillos de los casos Gürtel, Púnica o de la familia Pujol, pasando por tragedias como el envenenamiento con aceite de colza, los atentados del 11-M o el mal llamado “terrorismo de Estado”, no hay patata caliente en la despensa judicial española que no vaya a parar a los fogones de la Audiencia Nacional, donde se guisan anomalías no deseables, empezando por los excesos de publicidad y terminando por preocupantes supuestos de inseguridad jurídica.

Si hoy la justicia penal tiene vocación de espectáculo, el estrado de la Audiencia Nacional se transforma muy a menudo en un gigantesco escenario iluminado por potentes focos, lo que hace que se convierta en un teatro, cuando no en una plaza patibularia. Con las cámaras apuntando permanentemente hacia su fachada o a la de su sede en la localidad de San Fernando, lo que prima es la imagen, cuanto más llamativa, mejor, de sus protagonistas, o sea, de jueces, fiscales, abogados y, sobre todo, de investigados o imputados, acusados, condenados y absueltos, con menosprecio, en más de una ocasión, de principios y derechos fundamentales.

A la memoria me viene el voto particular disidente del juez norteamericano Oliver Wendell Holmes en el caso Northern Securites Company: “Los grandes casos como los casos difíciles hacen mal Derecho. Porque los casos grandes son llamados así no por su real importancia para modelar el Derecho del futuro, sino a causa de algo accidental de inmediato y sobresaliente interés que apela a los sentimientos y distorsiona el juicio”.

Es más que probable que la vida de la Audiencia Nacional no haya discurrido siempre por el mejor de los caminos, quizá porque no lo diseñaron las mejores manos ni lo trazaron los mejores pies. Sirva de botón de muestra la deformación de la figura de su juez de instrucción. Administrar justicia debe desarrollarse al margen de tentaciones e intrusiones y fresca está aún la imagen del juez invadido de anhelos e inquietudes espurias, que se implicó en el amoral tejemaneje de la política de partido y se dejó comprar por un puesto en las listas electorales. Pero a su lado los hubo, como sigue habiendo, que en su quehacer cotidiano sembraron la semilla que preparó la cosecha que aquí prefiero elogiar. Las instituciones están por encima de la anécdota personal, más o menos decente o pintoresca.

Con todas sus contradicciones y excesos –la bulimia imperialista por una mal llamada “jurisdicción universal” es uno de ellos, aunque, por fortuna, el Tribunal Supremo recientemente ha marcado las lindes– y pese a sus carencias, suplidas en muchos casos con el esfuerzo personal, la Audiencia Nacional mantiene equilibrada la balanza de la Justicia. Dado el lugar central que ocupa en nuestro sistema judicial, es forzoso afianzar la posición de independencia especialmente requerida para administrar justicia en un órgano jurisdiccional de estructura harto compleja.

Que faltan cosas por hacer, es indudable. Se necesita, por ejemplo, que de su seno se destierren las ideas preconcebidas y se expulsen los malabarismos jurídicos, intrusos ambos que se cuelan cuando alguien se empeña en el empleo de una técnica judicial adulterada, con olvido de que las leyes no son moldeables como el barro y el juez no es un alfarero que lo mismo hace un cántaro que un botijo. La justicia es una idea en sí, algo que no puede supeditarse ni a la necesidad, ni a la conveniencia, ni a nada.

Desde aquel histórico 4 de enero de 1977, fecha de su nacimiento, hasta hoy, el tiempo, con su pausado pero inexorable andar, ha transcurrido con suficiente holgura para que haya podido dedicar estas palabras a la Audiencia Nacional, institución a la que pertenecí y serví como mejor supe y pude. La efigie que he descrito más arriba es, tal vez, un tanto generosa. No menos, tampoco, que dudosa y algo emocionante. En estas líneas he tratado de proyectar el rayo de luz que pudiera servirnos para verla. Pero no para verla de cualquier manera, sino, antes bien, para verla tal como es o, al menos, tal como honradamente me parece, sin omitir algún reproche severo; a saber, determinadas abdicaciones de que ha hecho gala respecto a poderes no tanto institucionales como reales, o sea, los llamados fácticos.

No obstante, salvo estas contadas excepciones a las que implícitamente aludo, los jueces y fiscales de la Audiencia Nacional han dado la cara por su independencia cuando la situación lo ha exigido y hasta los ha habido que han jugado el papel de médicos abnegados luchando denodadamente contra la enfermedad, en una cruzada de la que han salido con el alma hecha pedazos. En todo caso, ya se sabe que en este valle de lágrimas, de justicias e injusticias, es difícil resultar indemne de la función de juzgar al prójimo. Si es cierto que la naturaleza humana está determinada por la tragedia, esto es, por aquello que resulta necesario e imposible al mismo tiempo, la tarea de la Audiencia Nacional es penosamente trágica y honrosamente humana. No pretendamos, además, convertirla en divina.

En fin. Lo más interesante, dice Ortega, no es la lucha del hombre con su destino, sino con su vocación, que es tanto como decir la pelea del hombre consigo mismo. En esa contienda quienes trabajan en la Audiencia Nacional han de encontrar el viento que mueva la hélice de sus espíritus. Ellos saben que aunque no sea un tribunal modélico, merece el esfuerzo de todos para mejorarlo, como saben que al escribir lo que pienso no me impulsa ningún otro afán que el de coadyuvar a ese buen fin y el sentimiento de amistad con una buena parte de sus funcionarios, cosa que me honra. Es más, confieso que si no he declarado toda la verdad ha sido por culpa, sin duda, de que el recuerdo de tiempos pretéritos y de compañeros idos me ha entumecido el sentimiento.

Reconozco que donde hay mucho afecto no suele haber demasiada objetividad. Nota de alcance o réquiem por un gran juez. Cuando termino estas líneas me llega la noticia del fallecimiento del magistrado José Moyna Ménguez que lo fue del Tribunal Supremo. Hoy en el corazón de muchos jueces que le conocieron, las campanas de la amistad tocan a difuntos porque acaba de morir un hombre justo. Es una lástima que personas como él se nos vayan muriendo, y pienso si quizá no serán los últimos ejemplares de una especie a extinguir. Sagrado y venerable nombre de la amistad, nos dice Ovidio, a lo que yo añadiría que sólo en la adversidad se te muestra el amigo. Y sé muy bien lo que me digo.

Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.

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