400 euros y otras rebajas fiscales

Estos últimos días parece como si el país hubiera descubierto la economía y la fiscalidad. Y se ha enzarzado en un importante debate acerca de las virtudes de una u otra rebaja fiscal, de sus distintos méritos para estimular el crecimiento económico o de su diferente capacidad redistributiva. No deja de ser sorprendente que, tras una más que tensa legislatura, la discusión gire en torno a bases imponibles, retenciones o tipos marginales.

Es muy positivo, aquí, donde los debates previos a las elecciones tienden a polarizarse hacia temas estrictamente políticos y/o ideológicos, alejados del necesario balance acerca de lo que implican las decisiones económicas de los gobiernos. A fuer de sincero, si algo envidio de las campañas electorales británicas es su insistencia --casi podría decirse su obsesión-- por cuantificar lo que vale cada propuesta y de dónde sacará el partido que la ofrece los recursos para llevarla a cabo. O, en su caso, qué otra necesidad dejará de cubrir.

Vaya por delante, pues, mi grata sorpresa por el rumbo que está tomando la campaña. No obstante, en estas discusiones sobre la reducción de la presión fiscal se echa de menos el debate sobre el nivel del gasto público y su financiación, tratándose de un país que nunca ha alcanzado valores elevados. A mediados de los 70, el gasto público español, en porcentaje del PIB, se situaba escasamente en el 25%, cuando Alemania o Francia superaban el 50%. Más tarde aumentó, y en 1985 llegó hasta el 42% del PIB, pasó luego por un largo periodo de estabilidad y alcanzó su máximo histórico en 1995 (cerca del 45%), por efecto de la crisis de 1992/94. Una tendencia alcista que rompieron los gobiernos del PP, que lo redujeron hasta valores cercanos al 39% en el 2004; y, con el PSOE de nuevo, ha vuelto a aumentar en el último periodo, hasta un 42%.

En síntesis, en España el gasto público se ha mantenido alrededor del 40% del PIB en las dos últimas décadas, muy alejado del más del 50% de Alemania o Francia. Quiere ello decir, que, todavía hoy, los países centrales y nórdicos de Europa están gastando más que nosotros, y que lo han venido haciendo así desde hace varias décadas. Dejo al lector el cálculo acerca del volumen de capital social así construido y lo lejos que nos encontramos de ellos.

Ese menor gasto se traduce en una dotación de capital público más baja, medida por el volumen de sus servicios sociales o gasto de las principales funciones (sanidad y educación). Por ejemplo, ciñéndonos al capital público por ocupado, el español está alrededor del 93% de la media comunitaria. Todavía nos queda mucho por hacer en el ámbito de las infraestructuras, como lo prueba tener un ferrocarril inadecuado para las necesidades económicas del país, por poner el ejemplo más accesible. O en la contenida presencia, al menos hasta la fecha, de una política de vivienda pública más en consonancia con las dificultades de los hogares de menor renta para acceder a un bien tan esencial.

En lo tocante a los servicios educativos, nuestro gasto también es menor al de los países más avanzados y, si en este campo hay diferencias, estas se extreman cuando se toma en consideración el gasto en asistencia social, que en el 2003 era de cerca del 20% del PIB en España, frente al 31% en Suecia, el 29% en Francia o el 28% en Alemania. Finalmente, y no por ello menos relevante, tenemos el ámbito de las pensiones de viudedad y no contributivas, y de los gastos asociados al creciente envejecimiento del país. Sus niveles absolutos son, en los casos de las pensiones mínimas, indignos de un país avanzado y moderno como el nuestro.

Y tampoco podemos sentirnos orgullosos del lento desarrollo de la ley de dependencia o de la inadecuada, por insuficiente, política de apoyo a la familia y a una conciliación efectiva (con una mayor dotación de guarderías y mejores estímulos a la natalidad, entre otros aspectos).

Para responder a la pregunta de si el país demanda rebajas fiscales, habría que añadir la cuestión acerca de qué gasto público está dispuesto a sacrificar. Por supuesto, a nadie le amarga un dulce. Y si le ponen en el bolsillo unos euros de más, seguro que nadie se quejará. Quizá la percepción sería otra si, en el momento de esa transferencia, se advirtiera de que ello implica retrasar la elevación de las pensiones mínimas, aplazar aspectos de la puesta en marcha de la ley de dependencia o dejar de invertir esa cantidad en la mejora de los servicios sanitarios o educativos.

Otra opción sería utilizar ese superávit para rebajar la deuda de nuestro sector público (cerca de 360.000 millones de euros) que, solo en intereses, genera unos gastos de 16.000 millones de euros cada año. Cierto que la gestión de Solbes ha sido más que eficiente. Y que ello ha permitido generar superávit en las cuentas públicas. Bienvenidos sean. Pero antes de retornarlos a los contribuyentes, los gobernantes tienen la obligación de evaluar el coste de esa devolución.

Y ese coste, en términos de lo que no se hace o se retrasa en el ámbito de los servicios públicos o de las políticas sociales, es el que echo de menos en este debate fiscal, ciertamente apasionante, en el que estamos inmersos.

Josep Oliver, catedrático de Economía Aplicada en la UAB.