50 años de la Revolución Cultural

Wang Jiyu (1951) fue Guardia Rojo (aquí, en España hubo una agrupación política bajo el nombre de la Joven Guardia Roja, de inspiración maoísta) y vivió, con fervor, la denominada Gran Revolución Cultural Proletaria (1966-1976). La cara oscura de un infierno en la Tierra era, como ha reconocido cincuenta años después Wang, «un sistema que nos hizo a todos cómplices». El momento esencial se produce cuando son los hijos los que denuncian a sus padres con las más diversas y peregrinas acusaciones. Solía advertir Ortega que toda realidad que se ignora prepara su venganza. Una venganza que se desvela en el tiempo de manera implacable, anónima, invisible.

Cuando el 16 de mayo de 1966 Mao decide –acorralado por sus propios errores, aún sin digerir la delirante operación del Gran Salto Adelante, que se había llevado millones de vidas, muertos literalmente de hambre– dar una vuelta de tuerca a la situación y lanzar una criminal campaña, más allá de afianzar la causa socialista, afianzarse él y condenar las reformas que habían comenzado los «contrarrevolucionarios», Liu Shaoqi y Deng Xiaoping, es un político en declive. Para él, para su propia supervivencia es necesario promover un culto fanático hacia su persona y apoyarse en unos jóvenes y adolescentes intoxicados con el virus del Pequeño Libro Rojo; volumen que causó paradójico entusiasmo entre conocidos intelectuales europeos y americanos. A partir de ese mayo de 1966 se organizarían «excursiones» siniestras por toda la nación en busca de los «pecadores de clase». Los trenes viajaban llenos de jóvenes a la busca y captura de los supuestos traidores al «socialismo con características chinas». La fiebre represora recorrió Pekín, Shanghái, Chengdu, Guanzouhg y así hasta el último rincón del antiguo Imperio del Centro.

Fue la nueva embestida de la bestia plagada de asesinatos, supuestos –por inducidos– suicidios, persecuciones, destrucción de templos e imágenes budistas («Al infierno con las esculturas budistas, están llenas de mierda de perro»), quema de bibliotecas y propiedades, falsas confesiones, encarcelaciones, deportaciones, denuncias familiares. Una guerra civil encubierta en la que sólo había un bando, ignorada por muchos en Occidente.

Bueno sería que se hiciera público, y se pidiera perdón, a través de medios oficiales hoy, medio siglo después, el catálogo revolucionario: los miles de «juicios populares», las palizas, las humillaciones de los acusados como «enemigos de clase» obligados a portar un cartel que informaba de sus delitos y a llevar los extravagantes capirotes de burro ante las masas maoístas, estas con sus brazeletes, banderas, carteles propagandísticos y, claro está, el Pequeño Libro Rojo. Pero la historia se remonta a un año antes, 1965, cuando comienzan las brutalidades contra los granjeros locales, a quienes se calificaba entonces como «patronos». Los escritores actuales chinos han dejado testimonio de ello, a través de lo que se denomina «la literatura de las cicatrices». Los cineastas están en ello.

Repasar los documentos gráficos (por ejemplo, el imprescindible testimonio recogido en el libro Soldado rojo de las noticias de Li Zhengheng, Phaidon, 2003, un archivo particular y escondido durante décadas), las imágenes de los acusados, «personas indeseables», por formar parte de los «cuatro elementos» (terratenientes, campesinos ricos, contrarrevolucionarios, profesores), deja lo sucedido en Francia en 1789 o en Rusia en 1917 como un apéndice de la barbarie que se cernió sobre China. Gentes que tras el paseo serían fusiladas ante una multitud de espectadores, que asisten, así reflejan sus rostros, con más miedo que curiosidad; a los juicios a los inculpados, todos estos con el cartel al cuello de «elemento revisionista contrarrevolucionario», o de «mantener la línea revisionista de Liu Shaoqi», era, como se ve en otra de las imágenes del libro, «la caída del antiguo mundo»; así los brutales golpes a Li Fanwu, gobernador de la región de Heilonyiang, acusado de llevar el corte de pelo parecido al de Mao, la exhibición ante miles de guardias rojos de los objetos de algunos de los perseguidos por la «acumulación de riquezas» (en algún caso, tres relojes, dos broches y tres bolsos de mano de cuero sintético); o el testimonio gráfico de unos recién casados que decoran su habitación con fotos y escritos de Mao y que serán acusados más tarde de hacer el amor bajo los ojos de su líder, mientras los infelices alegarán que siempre apagaban la luz antes de comenzar.

Son las caras, los rostros, impagables hoy, de un tiempo en el que el desprecio al individuo no tuvo límites. La incursión en la más íntima de las intimidades se había convertido en la forma de dirigir la sociedad. Hay tanto miedo en esas miradas perdidas, tanto odio en los verdugos, tanta entrega colectiva al delirio. Las luchas entre las facciones sin límites. Existe un fotograma que muestra la pelea por el control de un autobús de radiodifusión frente al cuartel general revolucionario de Heilonjiang, o los restos de la biblioteca del Instituto de Construcción de Harbin, en el que se ven destrozados los libros de tapa blanda, pues los de tapa dura habían sido utilizados como armas arrojadizas.

El brazalete de la Guardia Roja era el salvoconducto. Nadie quería ser considerado «menos rojo»; era una salvaguarda que permitiría la impunidad de los actos. Los símbolos salvaban o condenaban vidas. Queda, tras todo ello, la indagación histórica. Lo que se contempló desde cierta Europa intelectual de aquella década como un gran gesto radical y revolucionario. El prestigioso historiador de China J. D. Spence escribió, años más tarde: «¿Se trataba del último y desesperado intento de Mao de llevar a la práctica sus ideales revolucionarios en la nación que había llegado a dominar? ¿Era Mao consciente de los efectos de sus palabras? ¿Actuaban aquellos políticos, especialmente los agrupados en torno a la esposa de Mao, en Shanghái, en su propio beneficio, o creían realmente las cosas extraordinarias que decían de sus antiguos camaradas? ¿Cómo fue posible que millones de jóvenes quedaran atrapados en la retórica de Mao y en su delirante atracción por el caos?». Es un modesto aviso para navegantes desmemoriados. Nunca más.

Fernando R. Lafuente, secretario de Redacción de Revista de Occidente.

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