500 años del descubrimiento del Pacífico

Estamos tan acostumbrados a la unidad del mundo y la dependencia e interconexión entre continentes y naciones que es preciso recordar lo reciente de esta realidad. Para ser exactos, el proceso de globalización tiene poco más de quinientos años y está vinculado de manera indisoluble a la historia de España. El descubrimiento de América se debió a una afortunada jugada política de los Reyes Católicos, al auspiciar en 1492 el extraño viaje («se pueden alcanzar las Indias navegando por el oeste») propuesto por el enigmático Cristóbal Colón. La primera misa cristiana fue celebrada dos años después en Santo Domingo por el jerónimo catalán fray Ramón Pané. Fue el comienzo de una expansión geográfica cuya verdadera dimensión sólo se pudo entrever con el regreso del guipuzcoano Juan Sebastián de Elcano a España en 1521, tras la primera circunnavegación. Jamás habían planeado que ocurriera así. De los 265 hombres que partieron tres años antes, retornaron 18. Fue la muerte de Magallanes en las actuales Filipinas, debido a esa práctica tan europea (y occidental) que consiste en ponerse a arreglar conflictos de otros, la causa de que las dos embarcaciones que permanecían a flote tras cruzar el Pacífico tomaran caminos opuestos. La «Trinidad» debía cruzar el océano retornando por el este y no lo consiguió. En cambio, la «Victoria» mandada por el eminente Elcano, logró atravesar el Índico y retornar a Sanlúcar de Barrameda año y medio después. El mundo y la humanidad eran una sola. Había quedado probado. Semejante empresa se había hecho posible por un esfuerzo mancomunado de españoles de muchas procedencias. Vascos, catalanes, castellanos, extremeños, andaluces, también franceses, alemanes e italianos. Pero es dudoso que aquello hubiera ocurrido sin la llegada previa de Vasco Núñez de Balboa, el 25 de septiembre de 1513, a lo que llamó la «Mar del Sur», sobre el litoral del Darién panameño. Nacido en Jerez de los Caballeros hacia 1475, hijo segundón de una familia de hidalgos, había llegado a América en 1500, de modo que era un baquiano de los mejores. Con esa palabra, usada todavía en países como Venezuela, se designaba a los veteranos de la frontera antillana. Ello sabían que la experiencia era un grado. La palabra «baquía» designaba una sintomatología indefinida, mezcla de fiebres, desarreglo intestinal y dolores de muerte, que si era superada en la isla Española, Cuba o Jamaica, lo convertía a uno en baquiano. Este no sólo había superado las enfermedades tropicales, sino que había adaptado su dieta y cultura a los escenarios americanos. Balboa, como buen baquiano, aprendió que la negociación con los indígenas y el uso limitado de la fuerza eran la estrategia adecuada. De acuerdo con una biografía de finales del siglo XVIII, era «osado en sus proyectos, activo en ejecutarlos, con un ánimo que nunca se vio desmayar en los peligros, y con una resistencia que las fatigas jamás pudieron abatir, al mismo tiempo agasajador, franco y popular con todos; y sus soldados que le veían vestirse y alimentarse como el mas inferior de ellos, consolar á los unos, alentar á los otros, y ser siempre el primero en las acciones y en los trabajos, le adoraban, y le seguían animosos adonde quiera que los llevaba». Esta simbología del personaje resulta tan compleja como apasionante, en especial por su trágico final en Acla el 19 de enero de 1519, cuando fue decapitado tras un juicio dudoso por iniciativa de su gobernador y suegro Pedrarias Dávila. Representante de una tendencia «popular» en el proceso conquistador, Balboa había aprendido en La Española los efectos de la devastación demográfica de los nativos y por eso no les impuso tributos, ni obligó a realizar trabajos forzosos. Trató de disciplinar y contener a sus hombres para evitar abusos, respetó estructuras sociales y políticas tradicionales. Así ocurrió con los indígenas cuevas, cuyo cacique Careta le entregó a su hija Anayansi para sellar un acuerdo beneficioso, dando lugar a un interesante mito de mestizaje, vigente todavía en ese espléndido país que es Panamá. En estos días en que el indigenismo más trasnochado (aliado últimamente con el nacionalismo periférico) sustituye a la verdadera historia, lo que cuentan las fuentes históricas es que auxiliares, guías y acompañantes indígenas permanecieron con Balboa hasta el final de sus días. Resulta imposible que este tuviera una idea cabal sobre las repercusiones planetarias de aquel acto que consumó, metiéndose en las oscuras aguas del Pacífico para tomar posesión de aquel mar en nombre de la corona española y según los rituales del derecho romano. Es dudoso que estuviera tocado de plumas y cargado de armadura, con cruz y espada, como lo representan tantos grabados heroicos, sino guarnecido de ropajes ligeros y rodeado no sólo de la hueste de conquistadores que lo acompañaban, sino de una muchedumbre de nativos. Es posible que cerca de mil, frente a apenas 65 españoles.

Lo habitual en la conquista de América, en cuya interpretación las mitologías criollas han tendido a olvidar de manera interesada la presencia abrumadora de nativos, o de africanos. Ciertamente, Balboa y Elcano convirtieron por un siglo al océano Pacífico en un «lago español», pero un análisis global y actual debe incluir otros elementos. El inmenso mar siempre estuvo allí, pero hasta que Balboa no se sumergió en sus aguas los occidentales —y tras ellos todos los habitantes de la tierra— no supieron que existía como entorno geográfico unitario. Esa incertidumbre expresa bien el espíritu de los descubrimientos, una era de curiosidad y asombro vinculada a las aventuras marítimas, como ha señalado Felipe Fernández Armesto. En verdad, la conciencia de europeos y americanos sobre aquellas décadas transcurridas entre 1480 y 1530 fue bien expresada por el humanista Hernán Pérez de Oliva, quien no tuvo dudas sobre la mutación geográfica que le había correspondido vivir. En una «Memoria» dirigida en 1524 al patriciado de Córdoba, señaló que era preciso impulsar la navegación del río Guadalquivir, «porque antes ocupábamos el fin del mundo y ahora estamos en el medio, con mudanza de fortuna cual nunca otra se vio». En la naciente América española, tal sensación era tan aguda como pragmática. Lo fundamental eran los hechos y las experiencias: de ahí nacerá la ciencia moderna. El conquistador y cronista Gonzalo Fernández de Oviedo mencionó el «imperio occidental de nuestras Indias» y pidió abandonar las discusiones bizantinas, ponerse en suma a trabajar, «pues lejos estamos de donde al presente aquestas cosas hierven». El éxito de Balboa radicó en que fue capaz de explorar y poblar, o si se prefiere en que captó la simultaneidad en ese momento americano fundacional de los impulsos de exploración geográfica con el establecimiento de ciudades. Su tiempo de gloria, como el de todos los conquistadores, duró poco. Porque el impulso de la civilización española fue, al modo de la Grecia y Roma clásicas, el de establecer ciudades y pueblos, muchos de ellos existentes hoy. Nunca podremos olvidar, sin embargo, que fue quien hizo posible que el escenario fragmentado de continentes desconectados se convirtiera en pasado. Con su hazaña, la interconexión del orbe se hizo permanente y el movimiento global de mercancías, personas, ideas y tecnologías se convirtió en irreversible.

Por Manuel Lucena Giraldo, investigador del CSIC.

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