522 mártires del siglo XX

EL domingo 13 de octubre de 2013 pasará a la historia de la Iglesia como un día memorable: se celebra en Tarragona la solemne misa presidida por un representante del Papa Francisco, el cardenal Angelo Amato, en la que tendrá lugar el acto pontificio de la beatificación de 522 mártires del siglo XX en España. Concelebran todos los obispos españoles y unos treinta extranjeros, junto con mil cuatrocientos sacerdotes. La asamblea litúrgica se compone de unos veinticinco mil fieles, entre los cuales se hallan presentes alrededor de cuatro mil parientes de los nuevos mártires, incluso algunos hermanos de sangre, que se unen a los miles de hermanos en religión, miembros de los veinticuatro institutos de vida consagrada a los que pertenecían la gran mayoría de los nuevos testigos de la fe beatificados.

¿Quiénes son estos mártires del siglo XX? ¿Por qué son beatificados por la Iglesia? ¿Qué aportan estos actos a la sociedad de nuestros días?

En Tarragona serán beatificados tres obispos (los de Jaén, Lérida y auxiliar de Tarragona), 97 sacerdotes y tres seminaristas diocesanos, 412 consagrados y consagradas, y siete laicos. Su edad media era de 43 años. Con ellos, el total de mártires del siglo XX beatos o santos será de 1.523. Como es sabido, el total de eclesiásticos asesinados en los años treinta está en torno a los siete mil, de los cuales 12 eran obispos, unos 4.000 sacerdotes seculares y cerca de 3.000 religiosos y religiosas. Los laicos que fueron muertos por el hecho de ser católicos se cuentan también por miles.

Los mártires del siglo XX son personas de la misma fibra espiritual que los de los primeros siglos y los de todas las épocas. Son cristianos que, llegada la hora de la verdad, prefirieron morir a traicionar su fe. En el año 259, al obispo de Tarragona, Fructuoso, y a sus diáconos Augurio y Eulogio, el gobernador romano les pedía que quemaran incienso en honor del emperador, reconociendo así su divinidad. No lo hicieron, y fueron quemados vivos ellos en el anfiteatro de la ciudad. En 1936, al joven sacerdote menorquín Juan Huget, de 23 años, el militar llegado a su pueblo de Ferreríes le exigió que, si no quería morir, escupiera al crucifijo que llevaba en la sotana que le acababan de arrancar. No lo hizo, y fue asesinado a sangre fría, de un tiro en la cabeza.

Los perseguidores siempre tienen una excusa política: puede ser «traición a Roma» o «traición a la revolución», pero siempre hay en el corazón de los mártires un amor más fuerte que la muerte, y en la intención de los verdugos, un odio objetivo a la fe profesada por sus víctimas. Para los romanos, la fe cristiana era causa nefanda de corrupción del civismo de los súbditos de Roma y de disolución del Imperio. Los revolucionarios de la Europa del siglo XX pensaban que la fe cristiana era «el opio del pueblo», o bien un veneno para el «superhombre». Tanto la Roma pagana, «feliz y madre», como el Estado totalitario, supuestamente creador del «hombre nuevo», ocupaban de hecho el lugar de Dios y violentaban, por tanto, la conciencia de quienes no podían reconocer otra divinidad que la de Aquel que ha creado el cielo y la tierra, y revelado plenamente su omnipotencia en la debilidad de la Cruz.

El siglo XX es el siglo de los mártires. Los totalitarismos de uno y otro signo han sido terriblemente eficaces en el intento de doblegar las conciencias y de aniquilar pueblos, clases, razas o iglesias. Los mártires cristianos no son las únicas víctimas del siglo de la violencia sistemática al servicio de ideologías inhumanas. Todas las víctimas han de ser reconocidas. Se cuentan por decenas de millones. La Iglesia las reconoce a todas y desea que se guarde vigilante memoria de todas. Pero además beatifica y canoniza a algunos de sus hijos que murieron por el solo hecho de ser cristianos, «firmes y valientes testigos de la fe», como reza el lema de Tarragona. No sólo lo hace la Iglesia católica. Por ejemplo, la Iglesia ortodoxa rusa ha canonizado ya a 1.100 nuevos mártires; fue la que más sufrió el martirio en el siglo XX: unos 250 obispos y 200.000 monjes y clérigos fueron asesinados por ser tales.

La veneración de los mártires acompaña a la Iglesia desde sus orígenes. «Si a mí me han perseguido, también lo harán con vosotros». Jesús hace referencia con estas palabras al misterio de la iniquidad. El mal no puede ser vencido con el mal, sino con el bien. Por eso, el Salvador aceptó la persecución y la anunció a sus discípulos. La Iglesia venera a los mártires más que a los otros santos. Ellos se han configurado con Jesucristo en su muerte salvadora. Sobre los sepulcros de los mártires se celebra el sacrificio de la misa que actualiza el sacrificio de la Cruz. Ellos completan de modo muy especial «lo que falta» a la pasión salvadora del Señor. ¿Y qué le falta? El testimonio supremo del amor que los bautizados ofrecen al Señor aceptando la muerte y ofreciendo perdón, como el mismo Cristo.

A Juan Pablo II –entre otros muchos títulos– le cuadra bien el de «Papa de los mártires del siglo XX». Hizo lo indecible para que la Iglesia no olvidara a estos testigos, en cuya fuerza de santidad confiaba como motor de la evangelización del tercer milenio. La nueva evangelización de nuestra sociedad dependerá de que los católicos seamos capaces de otorgar a estos mártires la veneración que merecen. La Iglesia no vive de opiniones acomodadas a los cánones de lo ideológicamente correcto; vive de la comunión de los santos, que ninguna vergüenza de la sangre de los mártires debería poner en cuestión.

La sociedad de nuestros días está muy necesitada de fuentes profundas de humanidad. El hastío de vivir que embarga a tantos jóvenes y mayores no viene sólo ni principalmente de las malas condiciones económicas impuestas por la crisis. Del hastío a los odios sociales la distancia puede ser corta. Al beatificar a los mártires, la Iglesia no apunta a los culpables de sus muertes; apunta al potencial de humanidad que se encierra en aquellas vidas entregadas. Los mártires son ejemplo de generosidad, porque son ejemplo de fe. Ellos habían encontrado el tesoro de su vida en el amor de Dios: lo tenían todo. No tenían que buscar nada más. Podían dar la vida y otorgar perdón. Pero no son sólo ejemplo, son también poderosos intercesores en el combate de la fe.

Juan Antonio Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid y secretario general de la CEE.

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