700 METROS

Vivo en un barrio rico de Madrid, esto es: soy un privilegiado. Mi casa queda a unos 700 metros de uno de los centros comerciales más importantes de El Corte Inglés, en una zona en donde abundan las tiendas, los restaurantes, los mercados y los bares de copas. Y una de estas tardes, salí de mi portal con un cuaderno de notas en el bolsillo para recorrer esos 700 metros.

En la misma esquina de mi calle con una gran avenida, hay una oficina del Deutsche Bank. Desde hace meses, se instala allí un mendigo sentado sobre un cartón, con un cestillo para recoger monedas y un cartel en el que se proclama absolutamente pobre. Es un hombre joven, nunca pide en voz alta y siempre está leyendo un libro. El otro día me fijé en el título: era «Crímen y castigo», de Fedor Dostoyevski. El castigo saltaba a la vista, pero yo me pregunté: ¿y cuál fue su crimen?

Tomé la avenida y, unos veinte metros más allá, se sentaba otro mendicante en una silla de enea. Junto al cacillo, tenía un Niño Jesús en pañales y con corona dorada cerrando sus bucles morenos. Recogía más dádivas que el triste lector de Dostoyevski.

En el semáforo, un rumano descalzo, flaco y mugriento, saltaba de peatón en peatón con un raído abrigo rojo, exigiendo casi la limosna. Daba algo de miedo, sobre todo a causa de la venda manchada de sangre que le rodeaba un tobillo. Cerca, un hombre vestido de payaso mendigaba encaramado en una banqueta y un africano vestido con la camiseta de la «Roja», en actitud jovial, solicitaba ayuda con una enorme sonrisa que parecía iluminar su rostro. Me llamó «papi», me dijo que era nigeriano y que se llamaba Osas.

Crucé de acera. Una gitana me ofreció una ramita de romero, un rumano llamado Estefan tocaba el violín como los ángeles y un tipo con un chucho al lado exhibía un cartel en donde se leía: «Déme para que mi perro coma».

Más adelante, otro africano cantaba a voz en grito «The Rivers of Babylon» y, junto a la marquesina de una parada de autobús, dos colegas suyos vendían «La Farola». Un poco más lejos, un hombre bien trajeado y con corbata, de mediana edad, se había colgado del cuello un cartel que decía: «Perdí mi trabajo. Necesito su ayuda. Acepto comida. Acepto trabajo». Me miró con aire avergonzado cuando dejé unas monedas en su escudilla.

Junto a una tienda de La casa del Libro, un mendigo se había disfrazado como un extraño pajarraco, híbrido de cuervo y avestruz. Abría y cerraba las tablas que formaban una suerte de pico de ave, produciendo un ruido parecido al crotorar de las cigüeñas. Una mujer sentada en el suelo de la misma esquina mostraba el rostro con el hueco dejado por un ojo arrancado de cuajo.

En una panadería cercana, dos pedigüeños, uno joven y otro viejo, se disputaban los favores de la clientela, mirándose con odio. Y en la boca del suburbano, una mujer se me acercó para pedirme unas monedas, aduciendo que se había quedado sin dinero para tomar el metro. Pensé que quien patentó el truco debería de vivir de los derechos de autor.

«Vivo en la calle, Dios os bendiga», decía el cartel de otro limosnero con aspecto de alcohólico.

Entré en un bar a tomar una caña y, en unos pocos minutos, los camareros echaron a la calle –con buenos modos– a dos mendigos que se habían colado a pedir a los parroquianos. Al poco, entró un hombre joven vendiendo calcetines, a 5 euros los tres pares. Nadie le compró, pero un cliente le invitó a una caña de cerveza.

Cuando salí, comenzaba a ponerse el sol y muchos comercios echaban el cierre. Recorrí tres o cuatro bocacalles y conté más de media docena de locales que se ofrecían a la venta o para alquilar. Los mendigos recogían sus disfraces y carteles, dando por terminada su «jornada laboral» para regresar a los arrabales.

Y empezaba la noche en la puerta de un supermercado de la cadena Simply. En la parte trasera, un grupo de hombres y mujeres conversaban como viejos amigos. Los llevo viendo día tras día, semana tras semana, y son siempre los mismos: un matrimonio español de unos setenta años de edad, dos mujeres dominicanas de anchas caderas y posaderas prominentes, un tipo escurrido, muy flaco, de unos treinta años, con aire agitanado, y dos señoronas de generosas carnes vestidas con chándales. Todos llevan carros de la compra de buen tamaño y esperan la hora del cierre del comercio, cuando los empleados dejan en los cubos de basura los alimentos que caducan ese día: leche, yogures, frutas, verduras, carnes, pescados... Los dependientes tratan a los «clientes» de la caducidad como colegas en la desesperanza. Después de todo, casi todos ellos son mileuristas o contratados a tiempo parcial y bajo salario.

Dicen algunos de los dirigentes de la economía pública y privada españolas que ya se observan claros signos de recuperación de la crisis iniciada en 2008 y que, en lontananza, se avista un horizonte de optimismo. Y, satisfechos, nos muestran las cifras macroeconómicas que avalan su feliz diagnóstico: el descenso de la prima de riesgo con relación al bono alemán, el endeudamiento, algunos síntomas de crecimiento, una leve mejora del PIB y datos de parecido jaez.

Pero Madrid, en mi barrio de ricos, en esos 700 metros que recorro cuando salgo de mi casa hasta el centro de El Corte Inglés, es un espejo de la microeconomía en la que sobreviven cientos de los miles de ciudadanos que vienen de los arrabales cada día en busca de unos duros. Ellos no saben nada sobre el descenso de la deuda ni de la prima de riesgo. Y ahora, precisamente, pensando en Alemania, me acuerdo de una frase de Goethe: «El hombre es un triste caminante en la tierra oscura». ¿Saldremos alguna vez de esta? Yo, cada día que pasa, recorriendo mi barrio de ricos, estoy menos seguro de ello.

Javier Reverte, periodista y escritor.

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